Bajo el Volcán
Autor:Malcom Lowry
Editorial Era
1985
403 páginas
Geoffrey Firmín, uno de los personajes centrales de esta novela, es un alcohólico convencido y de tiempo completo. En toda la obra le vamos a encontrar exclamaciones como ésta: “¿Qué belleza puede compararse a la de una cantina en las primeras horas de la mañana?”. Para escribirla, el autor debe ser alcohólico y el lector, para comprenderla en toda su dimensión, también debe ser alcohólico. Nadie que no sea alcohólico puede poseer la clave para penetrar este misterio.
Más adelante el Cónsul (Firmín) exclama confirmando su anterior pensamiento: “Bebe toda la mañana, bebe todo el día. ¡Esto es vivir!” No quiere tener contacto con el mundo que, siente, se derrumba y construye su propio mundo, que no es otro que la cantina en la cual se encuentra a gusto: “Aquí estaba a salvo: era éste el lugar que amaba: el refugio, el paraíso de su desesperación… ¡Ah, cómo echaría de menos, por doquier que fuese, aquellos ardientes sorbos solitarios que tal vez eran los momentos más felices de su vida”.
Geoffrey Firmín, como todo alcohólico, tiene su coartada. En este caso es de dimensiones histórico- sociales. El hundimiento de la República Democrática Española y la inmensa catástrofe de la Segunda Guerra Mundial (decaimiento que es un puro pretexto pues debería estar lleno de júbilo, como inglés, y por lo tanto perteneciente al bando central de los vencedores).
Otra coartada: el alcoholismo es un anestésico cultural. Hugo, otro personaje, se refiere a Geoffrey en estos términos: “De nada serviría desintoxicarlo por uno o dos días. ¡Por Dios! Si nuestra civilización tornara a la sobriedad por un par de días, al tercero moriría de remordimiento”.
Aun hay otra coartada y es su matrimonio fracasado con Ivonne Griffaton.
Y bajo la manga tiene otra coartada más para justificar su alcoholismo. Es su irremediable escepticismo ante el espectáculo que no se puede ser eternamente joven: “Porque en menos de cuatro años que transcurrían con tal rapidez que el cigarrillo fumado hoy parecía haberse fumado ayer, tendría treinta y tres; en siete más, cuarenta: y en cuarenta y siete, ochenta. Sesenta y siete años parecía un plazo cómodamente largo, pero entonces tendría cien”
Todo se desarrolla en un ritmo donde pareciera que el tiempo no existe, o al menos no importa, en la ciudad de Cuernavaca. El relato empieza el Día de Muertos de 1939, en el Hotel Casino de la Selva. M. Laurelle y el doctor Vigil, otros alcohólicos de tiempo completo de la novela, se meten a una tenducha. Para entrar al segundo cuarto, que es en el que venden bebidas fuertes, hay que hacer a un lado una cortina mugrosa que sirve de puerta.
En el más puro estilo puritano, el segundo cuarto es el submundo a donde va a parar sin remedio todo lo que se sale de armonía. Aquí no hay reconstrucción posible como en el cristianismo ortodoxo. Aquí nada más existe el no retorno. La obra está plagada de estas metáforas de luz y sombra, lo alto y lo bajo.
En sus numerosas referencias al Popocatépetl, que observa desde el valle de Cuernavaca, Geoffrey se refiere a la cumbre blanca llena de luz pero también a la “barranca”. Siempre la barranca, la oscuridad, el submundo que no regresa porque nunca se ha ido y que envuelve su alma atormentada. La barranca que espera y lo envolverá con su manto pero, en tanto ese momento llegue, es necesario anestesiarse con alcohol.
En el lado oeste de la base del Popocatepetl está realmente la impresionante barranca de Nexpayantla, profunda y de varios kilómetros de extensión hasta terminar cerca del pueblo de San Pedro Nexapa. Siempre es salvajemente bella y en ocasiones, cuando se cubre de nieve, el espectáculo es paradisíaco. Pero como está debajo, más allá de la base del volcán, Geoffrey lo imagina, en su locura puritana y alcohólica, como el submundo al estilo de la gruta donde se mete Eneas después de la caída de Troya, que relata Virgilio. O la otra gruta que nos cuenta Dante, llena de diablos y monstruos malditos. Así es para Geoffrey la bella barranca de Nexpayantla. Escribe:
“Por la ventana, el Popocatépetl, se erguía con su inmensa falda…su cima cubría el cielo, y se alzaba sobre la cabeza del Cónsul, y directamente en su base estaba la barranca…Por algo los antiguos situaron el Tártaro bajo el monte Etna y en su interior al monstruo Tifeo con sus cien cabezas y sus ojos y sus voces temibles”.
Se dice que la novela Bajo el Volcán es una obra maestra de la narrativa del siglo veinte. Malcolm Lowry, el autor, nació en 1909, en New Brigton y murió en Inglaterra en 1957. Comenzó a escribir esta novela en 1934 y, luego de reescribirla en tres ocasiones, fue editada en 1947. Lowry fue un novelista conquistado por México, al estilo del alemán Bruno Traven. Pero también por el mezcal de Oaxaca.
Las postreras líneas de esta gran novela son para referirse, para que Geoffrey siga refiriéndose, al mundo destruido sin remedio de su imaginación alcoholizada: “Alguien tiró tras él un perro muerto en la barranca”. ¡Otra vez la barranca! Y más adelante el jardín de una casa tenía un letrero: “¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!”. Se trata de un loable deseo para otros, pero el mundo de él ya estaba destruido sin remedio.
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