SÓFOCLES, AYAX INVENCIBLE GUERRERO DERROTADO

 


Referencias:

 Sófocles, Las siete tragedias, Editorial Porrúa, México, 2017

Homero, La Ilíada, Biblioteca Edaf, España, 2009

 

Nadie lo venció, fue una diosa olímpica que lo volvió loco.

Es la manera que Sófocles  tiene de advertir que los supremos, poderosos e intocables, pueden, no obstante, morder el polvo.

Los medios nos informan  todos los días que siempre   hay dos o tres casos en el mundo  que confirman lo que Sófocles escribió veinticinco siglos atrás.

Áyax de Telamón, de los griegos que sitiaron Troya, era el  guerrero más fuerte, valiente y osado, después de Aquiles, se dice.

En realidad Ayax era el más fuerte pues actuaba desde su humanidad, en tanto Aquiles era auxiliado en la batalla por su madre, la diosa Tetis, “la de los argentados pies”,  y por su abuela,  la diosa  Hera, “la del áureo trono”, esposa de Zeus…

 

 


            Diosa Tetis, madre de Aquiles y del mortal rey Peleo.

                                Tomada de Internet

Al final, en el Canto Vigésimo Segundo, cuando tiene lugar el combate mortal entre Héctor, el del casco tremolante, y Aquiles, no es Aquiles el que vence a Héctor. Aquiles lanza contra Héctor su lanza que jamás fallaba pero esta vez Héctor logra esquivarla, con lo que queda indefenso frente a Héctor, y es Atenea que vuelve a poner la lanza en manos de Aquiles…

Homero relata que, Agamenón le restrega a Aquiles, “el de los pies ligeros”, en un enfrentamiento por la posesión de  Briseida, la esclava que éste se llevó cautiva como botín de guerra: “Si tu valor es grande, haces mal en vanagloriarte, ya que algún dios te lo ha dado.”

Áyax es la obra más  completa que se ha conservado de Sófocles, de las ciento veintitrés piezas dramaticas, que se cree que escribió este poeta pero que, salvo siete, no han llegado por haberse perdido.

Se considera que Sófocles es el más grande de los poetas trágicos de la antigüedad griega, por sobre Eurípides y Esquilo.

La obra fue escrita en el año  442 a C. Su importancia, imperecedera, siempre actual, desde ese remoto tiempo  por su desarrollo y por los pensamientos de calidad que expresan sus diversos personajes que la componen, incluido el coro, al que se le considera otra persona.

Ayax es terrible en el combate (con su “escudo como torre. De oro es, pero tiene de recubierta siete pieles de bueyes gordos, muy variado y distinto en sus labores, y como refuerzo le puso arriba una octava capa de bronce”)  por vencer al que se le ponga enfrente será, sin embargo, llevado a probar la derrota.

Una diosa, Atenea,  “la de los brillantes ojos”, lo vuelve loco. Y será Atenea, como se apuntó arriba, la que en realidad sea la que al final venza a Héctor.

En la obra de Sófocles ahora se  disputan las armas  del famoso Aquiles que ha muerto en manos de Paris. El mejor guerrero será el que  herede sus armas… Sin lugar a dudas, Ayax se considera ya dueño de las valiosas armas.

Y, sin embargo los jueces, presionados por los hermanos Agamenón y Menelao, jefes de los ejércitos sitiadores de Troya, deciden dárselas a Ulises (del que Homero dice: “el astuto Ulises hábil en tramar engaños, decir finezas y dar prudentes consejos), otro  guerrero valiente.

Es cuando Ayax entra en rebeldía y llega a jurar   contra los hombres y lo dioses, llevado por lo que él cree una injusticia.

Decide pelear  contra sus mismos  aliados griegos. Ayax va a descubrir pronto que “Un día basta para elevar a la humana grandeza y un día basta para abatirla”.

Ayer alguien, dueño de haciendas y vidas,  decidía sobre la suerte de millones de individuos del país sin nombre y ahora… la tarjeta roja de la Interpol lo busca hasta por debajo de las piedras:

 “Todo hombre ha de entenderlo; no importa su enorme estatura, no importa su valentía, también él puede sucumbir al más ligero desliz.”

Ayax hace una verdadera carnicería pero, ya loco, son las bestias a las que da muerte, creyendo que es a los  guerreros:

“¿Qué le pasó? Yo saberlo no puedo. Regresa a poco, y empuja ante sus ojos, en confusión desconcertante, toros, mastines del rebaño defensores y carneros lanudos. Y a unos degüella, a otros descuartiza y a otros atados los vapula en horrorosa ilusión de que son hombres.”

 El final  de Ayax, al tener éste un momento de lucidez, se da cuenta de la jugarreta que le ha hecho la diosa Atenea y  es cuando  él mismo se da muerte, “asesinato de sí mismo” dice Sófocles.

 Los jueces prohíben a su mujer que le dé sepultura pero Ulises interviene ante los jueces y logran enterrar al  que  en vida fue su enemigo:

“También fue mi enemigo en el ejército, desde aquel momento en que yo obtuve las armas de Aquiles. Y eso no me ciega para decir que ante mí yace el varón  más valiente y esforzado de cuantos  a Troya vinimos, con excepción de Aquiles…Cuanto más mi enemigo fue antaño, tanto es hoy mi amigo. Quiero con él  dar sepultura al difunto y darle todos los honores que le corresponden  a un muerto valiente por parte de los que quedan vivos, pero son mortales.”

Otra paradoja. Sus amigos no quieren saber nada de Ayax  por no malquistarse con los jueces y su enemigo, Ulises, considerado por Homero, “semejante a Zeus en la prudencia” lo protege ya de muerto.

  Tecmesa, mujer de Ayax, tambien se enfrenta a Menelao y le recuerda que Ayax vino a la guerra para apoyarlo en su dolorida aventura de marido traicionado y abandonado por Helena.

 “¿Por qué a la guerra vino? ¡Fue por tu mujer! Porque el juramento de colaboración lo obligaba… ¡Ay miseria! Apenas muere el hombre, se desvanece la gratitud que le debían ¡Cuando mucho, resulta un traidor. Ayax, lo ves: este hombre. Hoy ya no te recuerda. Hoy te baldona, y tú, cuantas, cuantas veces la vida expusiste  por él. Todo quedó olvidado. Todo se lo llevó el viento.”

En adelante la obra ofrece   pensamientos de altura. El primero, que por cierto se ha prestado a la polémica por no avenirse nada con los principios eclécticos  de la democracia, es que las órdenes de los superiores se obedecen. De otra manera todo entra en desorden y la patria se hunde en el caos:

“Ten bien sabido que donde se tolera la petulante soberbia y se deja que cada uno haga su antojo, por próspera que sea, aunque le soplen vientos propicios, lentamente se habrá  de hundir la nave de esa ciudad.”

Sigue un pensamiento que recuerda a Epicteto al señalarnos que no hay que aferrase a los seres, cosas o cargos, pues nada, ni  nuestra vida, ni la mujer ni los hijos ni la casa donde habito, ni siquiera los zapatos que llevo, me pertenecen. Una vez muerto, el sepulturero se apresurará a quitármelos.

Homero es prolífico en relatar esta práctica de botín, o rapiña, entre  los ejércitos troyanos y griegos. El que lograba matar a su enemigo se apresuraba, aun en plena batalla, a desvalijar al muerto de su armadura y cuanto llevaba consigo.

 De tal suerte que todo rey (participaron en esa guerra muchos reyes aliados de un lado y de otro) que un momento antes lucia esplendorosas armas, vestidos y joyas, un minuto después no era más que uno de tantos cadáveres desnudos…

Si me pertenecieran esas riquezas nunca las dejaría ir, pero algo, o alguien, se los lleva en contra de mi voluntad. Así como nací si ser consultado, moriré, igualmente sin ser consultado, así con “mis” seres, cosas o zapatos.

Sófocles:

“Somos  todos los vivientes no otra cosa que fantástica ilusión y sombra pasajera que se esfuma.” Per Gynt, el personaje de Ibsen, se pregunta: “¿A dónde se ha ido la nieve del invierno?”

Sófocles nos dice que la vida sigue e invita a vivir del pasado pero no vivir en el pasado. Duro golpe para los que niegan el pretérito y viven inventando la vida a partir de cero: “¿A qué sufrir  lo que ya es pasado?”

No se le escapa a Sófocles que aun el hombre más fuerte como es Ayax, puede no sucumbir ante el enemigo pero poco puede frente a una “débil”  mujer, si ésta conserva la capacidad de  sonreír.

Las mujeres en La Ilíada, desde  esclavas llevadas  como botín de guerra, en los casos de Briseida y Tecmesa, por las que Aquiles y Agamenón están a punto de liarse en mortal duelo, las reinas mortales y las  inmortales habitantes del Olimpo, son en realidad las que mueven a los hombres y a los ejércitos, empezando por Helena, que supo sonreír a Paris.



Helena, la espartana, que con  dulce sonrisa a París causó la ruina de los troyanos pero también la muerte de cientos de griegos

Tomada de Internet

 






Ayax no escapa a ese “débil poder femenino” y se refiere a Tecmesa, la mujer que se llevó cautiva en otra guerra, y con la que tiene un hijo: “¡Mírame a mí; el duro, el implacable, cual acero que se ablanda, he sido dominado por el sentimiento de esta mujer!”

El semicoro de la obra advierte que no hay que vivir siempre creyéndose víctima del destino: “¡La pena a la pena engendra pena!”

Oportuno este pensamiento en tiempos del coronavirus, y la imaginación, que nos hacer ver  la hipocondría  hasta en el vuelo de la mosca. “¡Ya vendrá otro virus peor”, nos dicen los que saben cuándo apenas empezamos a levantar cabeza frente a un semáforo que parpadea entre el verde, el naranja y el rojo!


Tecmesa, al recordar la tragedia, cuando Ayax ya se ha quitado la vida, dice algo  que no gustará a los apasionados de   la revolución genómica.                                                                                                          

 Afrodita, protectora de Paris, fue la que unió a éste con Helena. Es diosa del Amor pero no diosa guerrera. 
Tomada de Internet
                                          
                                                                                                             
                                       
Esta mujer se refiere al azar, a los “saltos” que suelen hacerse presente en la vida de los humanos: “No hubiéramos llegado a esta situación, si los dioses no hubieran intervenido.”

Satisfechos  con nuestras escaleras del ADN pero, ¿quién mueve esos “saltos”, esos azares y ese caos?

El antropocentrismo del hombre (desde que en el Edén   se le dio  la posesión del universo) no acepta eso y se apresura a seguir avanzando, mediante la ciencia, para lograr  el robotismo humano de laboratorio.

¡Ya no habrá apasionadas reinas Dido o enamoradas sacerdotisas Salambó, ni terribles Medea ni aburridas Bovary ni rebeldes Nora ni   escondidos erotismos de Karenina.  Sólo hermosas compañeras programadas  desde su genoma individual.  

La postrera exclamación de Ulises es una reflexión respecto a  la conducta  que suele darse en la amistad, en el amor, en la política, en las finanzas, en la fábrica y en la oficina. Todo es armonía en tanto no se presente la crisis:

“¡Cuántos hay que hoy son amigos y mañana enemigos!”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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