Tlamatzinco es el sitio del templo mayor dedicado a Tezcatlipoca; donde está el que aprisiona. Armando Altamira Gallardo escribe sobre alpinismo y literatura.
Tres odas de Horacio Flaco
Quinto Horacio Flaco nació en Venusa, Italia, el ocho de diciembre del año 65 antes de Jesucristo. Amigo de hombres poderosos del Imperio, y de hombres de letras, como Virgilio, Horacio se vio alternativamente entre enormes riquezas y extremas pobrezas. Según soplaba el viento del poder. De ahí que meditara mucho respecto de la prudencia que plasmó en la frase: “de nada demasiado.”
La mentalidad del hombre cristiano está orientada para cumplir deberes morales para su salvación, tales como la fe, la esperanza y la caridad. El hombre pagano, en cambio, que sobre todas las cosas busca la virtud, trata de poner en práctica la justicia, la fortaleza y la prudencia. De ahí su pensamiento: “de nada demasiado”.
Las tres odas que mencionamos aquí de Horacio están encaminadas a la prudencia. La oda a Lidia es por haber amado demasiado. Recordando que “demasiado” es más allá que muchísimo. La oda a Delio le insta a que, en el umbral de la abundancia, abandone esa sonrisa insolente. La tercera oda Horacio se la dedicó “A sí mismo”, en el sentido que bien podrían salirle úlceras si, deslumbrado por la riqueza que tuvo a su disposición, se le ocurriera abandonar la vida sencilla en la que gustaba refugiarse, no obstante que su vida transcurría en los centros del poder romano que le tocó vivir.
A Lidia
No llaman a tus ventanas, Lidia, como antes hicieran, con harta frecuencia y prisa, los ávidos jóvenes que a ti acudían, ni como antes, ellos restan ahora tiempo de tu sueño. Tu puerta ama sus umbrales y no mueven, como antaño hiciera, con tanta frecuencia sus batientes. Cada día oyes menos, menos cada día, la voz suplicante que exclama: ¿Cómo es posible Lidia mía, que tú duermas tranquila, mientras muero? Bien pronto, vieja y sola, bajo un cielo que se antojará sin luna, en un lugar en el que te encontrarás, cual pudieras encontrarte en cantón desierto sometido al fiero soplo del Aquilón de Tracia, llorarás los arrogantes amadores de otro tiempo y entonces echaras de menos el calmar tu nunca aplacado ardor, mientras sufres que tu hígado ulceroso te devore y te enfurezca, como enfurece a la yegua el rijo. Y ellos no sin que tú te lamentes sombríamente de que la lozana juventud prefiera la hiedra verde y el mirto, al mustio follaje que es amigo constante del invierno. Y que por ello haya abandonado con desdén y para siempre la puerta de tu casa.
A Delio
Acuérdate Delio de mantener en los momentos difíciles y en las adversidades un alma igual pareja al alma que se tiene cuando todo marcha como debe. Y recuerda igualmente que cuando la fortuna te sonría debes preservarte de mostrar una alegría insolente, que pudiera resultar ofensiva. ¡Oh Delio, Delio que tienes que morir! Y morirás lo mismo si hubieras vivido triste en todo tiempo, que si alegre hubieras vivido. Por eso apartado aquí ahora de todo, en este lugar en el que los numerosos pinos y los álamos plateados unen la hospitalaria sombra de sus ramas y donde el agua fugaz, alegre y viva resbala por el arroyo retorcido manda traer vinos, perfumes y la todavía temprana hoja de las rosas y deléitate pues te lo permiten tus muchos bienes y tus pocos años y no te lo impiden los negros hilos de las Parcas. Que cuando ellas corten el hilo de tu vida forzosamente dejarás los sotos que compraste y tu casa y la granja que bañan las ondas rojas del Tiber, y un heredero poseerá ese cúmulo de riquezas que tú has allegado. Porque bien fueses rico y descendieras del más noble linaje de la tierra o bien fueses un pobre que ha nacido de esclavos, siempre terminarías siendo víctima del Orco que de nadie se apiada. Todos somos forzados a un mismo fin. La urna de los destinos humanos rueda para todos y, más tarde o más temprano, saldrá de ella la suerte que nos obligará a embarcarnos hacia el destierro eterno.
A sí mismo
El hombre rico no descansa. Para construirse un palacio ordena a sus obreros que precipiten al mar moles de piedra y explanen la colina, ¡hay! pero no conseguirá con ello que el temor y los cuidados se queden en el valle, ya que ellos suben al mismo tiempo que él y no se apartan de su lado cuando navega ni cuando cabalga. Detrás del jinete marcha sentada la sombría Cuita. Así es que yo me digo, que si es cosa clara que ni el mármol frigio ni el uso de esa púrpura tan encendida como el fuego, ni la vid de falerno, ni el perfume de Persia, son capaces de mitigar el dolor de quien lo sufre, ¿para qué habré de esforzarme y afanarme en levantar un atrio fabuloso sobre suntuosas columnas , si con ello no he de conseguir otra cosa que alimentar la envidia ajena?¿Por qué habría de cambiar, pues, mi vida sencilla, por opulencias que no harían más que embarazarme?
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