En el Menón Sócrates vuelve, pero ahora ya no con Protágoras, sino con Anito, político ateniense, sobre la pregunta de si la virtud puede ser enseñada. Regresa al tema con la idea de dialogar sobre la inmortalidad del alma. Interroga a un niño sobre cuestiones de geometría y éste responde acertadamente sin haber estudiado sobre la materia. ¿Cómo pudo saber sin habérselo alguien enseñado?
Para los amantes delas definiciones en alguna parte Sócrates refiere algunos atributos de lo que se compone la virtud: “Es absolutamente necesario que la justicia, o la sensatez, o la santidad, o cualquiera otra parte de la virtud se muestre en esta adquisición, sin lo que no será virtud, aunque nos procure bienes…Lo que se hace con justicia es virtud, y por el contrario, lo que no tiene ninguna cualidad de este género, es vicio”.
Antes pregunta si “la virtud puede enseñarse a alguien y pasar por vía de enseñanza de un hombre a otro”. Y apoya su indagación diciendo por qué Temístocles, el general vencedor en la batalla de Salamina, contra los persas de Jerjes, no pudo hacer hábil a su hijo CLeofanto en las mismas cosas que su padre.
Si no hay maestros que enseñen la virtud y tampoco hay estudiantes que estudien la virtud, y sin embargo la virtud existe, quiere decir que la virtud es por sí: “Estamos conformes que una cosa que no tiene maestros ni alumnos, no puede enseñarse”. Al final del diálogo con Menón Sócrates quiere dejar bien asentado de qué naturaleza él cree que es la virtud: “se entiende que la virtud no es natural al hombre, y que no puede aprenderse, sino que llega por influencia divina a aquellos en quienes se encuentra, en conocimiento de su parte…Resulta por consiguiente, de este razonamiento, Menón, que la virtud es recibida como un don divino por aquellos que la poseen”.
Lejos de cerrar el tema, Sócrates lo profundiza aun más en el último párrafo del Menón. Ahora se pregunta por qué unos hombres (y mujeres) sí están en la virtud y por qué otros no. Ya no se trata de si se enseña o no la virtud sino por qué unos la tienen y otros no. El cristianismo responderá prontamente que por gracia de Dios. Pero Sócrates no se conforma con este determinismo y sigue preguntándose ¿por qué?
Sócrates introduce el tema de la indagación. ¿Por qué indagar lo que se sabe si ya se sabe y por qué indagar lo que se desconoce si no se sabe? Es como nos revela la inmortalidad del alma, pues esta ha existido sin fin en el tiempo: “Todo lo que se llama buscar y aprender no es otra cosa que recordar. En efecto, investigar y aprender es simplemente una reminiscencia”. Y desemboca así en el tema de la inmortalidad: “ Así pues, para el alma, siendo inmortal, renaciendo a la vida muchas veces, y habiendo visto todo lo que pasa, tanto aquí como en el Hades, no hay nada que ella no haya aprendido. Por esta razón, no es extraño que, respecto a la virtud y a todo lo demás, esté en estado de recordar lo que ha sabido”.
Por lo pronto la reminiscencia actúa dentro de la herencia de la etnia, con las mismas costumbres y el mismo idioma. Un otomí no podría recordar lo que un egipcio. Y ni siquiera tratándose de pirámides un egipcio recordaría, o sabría, lo que un teotihuacano. Aquí es cuando Sócrates interroga sobre geometría a un niño esclavo, de la casa de Menón, pero antes pregunta: “¿Es griego y sabe griego?” El niño esclavo, que no ha tenido oportunidad ni tiempo-edad para estudiar, responde acertadamente las preguntas de Sócrates delante de Menón y demás miembros que asisten al dialogo. Luego Sócrates le dice a Menón: “Si no ha recibido estos conocimientos en su vida presente, es claro que los recibió antes, ya que ha aprendido lo que sabe en algún otro tiempo”. Creemos que esto debió inspirar a Carl Jung para su inconsciente colectivo.
Al final del Menón, es decir, al final de último libro de una serie de tres: Protágoras, Gorgias y Menón, donde se ventilan los temas de la virtud, la reminiscencia y la inmortalidad, parece que la aporía ha desparecido pues se ha dado respuesta a varios temas que parecían sin solución. Pero algo queda en el aire, según Sócrates: por qué unos hombres ( y mujeres) fueron equipados con la virtud y otros ( y otras), en cambio, nacieron con sus colmillos y su bolsa de veneno…
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Justificación de la página
La idea es escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
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