Del otro lado del puente, de Graham Greene

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Era un hombre dueño de un millón de dólares que tenía que vivir en un pueblo miserable  en el norte de México. Defraudó a inversionistas y ahora es buscado por la policía.

Se la pasaba sentado en una banca del quiosco y miraba hacia el otro lado del río, hacia Estados Unidos. Con nostalgia, como el preso  que es dueño de un millón de dólares  pero sólo puede ver al mundo desde detrás de las rejas de su celda. 

Era tan hábil como ladrón de las altas finanzas que, cuando al fin tuvo que declarar frente al juez, nada pudieron comprobarle. 

Además se había hecho una disciplina del sentimiento frente a su culpa que más parecía que estaba en un experimento nietzscheano. Para nada recordaba al personaje de Dostoievski que, tras matar con el hacha a una anciana, se la pasó el resto de su vida lamentándose por tal hecho.

Él no. Era tan supremamente egoísta que con la única “cosa” con la que convivía  era con un perro callejero al que pateaba todo el día. El perro no se alejaba pese al maltrato. Alguien dijo en una película que “es un tonto el que ve lógica en el corazón humano”. 

Esto se ajusta al personaje del cuento de  Greene.  En el fondo ese perro mugroso era  lo único que procuraba acercarse al dueño de un millón de dólares. El resto del mundo, y en primer lugar los humanos, rehuían al ladrón y defraudador de inversionistas.

Desde acá  veía las calles iluminadas y pavimentadas de la población “del otro lado”. Allá se podía vivir  con aire acondicionado entre la elevada y molesta temperatura de la región. En cambio acá todo era  precario empezando  por los hoteles. 

Se levantaba cada día  y la única cosa que podía hacer era ir a sentarse  en la banca del quiosco y patear al perro cuando se le acercaba. Sin embargo en ese pueblo mugroso tenía libertad  pues podía ir y venir  cuanto quisiera.  En cambio no podía ir a Estados Unidos ni disfrutar su millón de dólares. Esto, y su soledad, era el precio que pagaba por ser defraudador de inversionistas.


Graham Green

Pero, como anotamos, tautológicamente,él parecía no incomodarse por nada de eso. No sólo sabía ser un defraudador con los números sino que también s e había hecho el sentimiento del defraudador. 

Sólo esperaba. Nadie sabía qué esperaba. Si es que esperaba algo. Tal vez la oportunidad de burlar  todo. La gente del pueblo lo  admiraba porque era dueño de un millón de dólares. Pero tampoco se acercaba.


Un día la policía de Estados Unidos cruzó el puente internacional  y fue en su búsqueda. Pero no lo conocía. Eran dos detectives  que incluso llegaron  a estar sentados junto a él en la banca del quiosco. 

Finalmente un día el defraudador  cruzó el puente y se fue al moderno pueblo de Estados Unidos. El juez lo interrogó pero al no poder comprobar nada salió libre. Entonces iba hasta el puente y veía hacia el pobre poblado de lado mexicano en el que había estado. Sintió que en el fondo no era tan malo el lugar. En realidad los dos pueblos eran parecidos.

 Pero se asomaba hacia México no  por nostalgia. Buscaba al perro callejero que pateaba.

De pronto algo movió los dados que marcan los acontecimientos en los que vive la gente. Su perro, al que tanto maltrataba se había perdido por unos días. Tal vez por eso iba hasta el puente, para ver si lo encontraba. 

El perro fue el que lo vio desde lejos y corrió a  su encuentro. Con tal velocidad que Joseph Calloway, que era el nombre del defraudador, se dio cuenta que un automóvil, que era donde viajaban los dos detectives, lo atropellarían sin remedio.

 Corrió para tratar de salvar al perro y el atropellado fue el mismo Calloway, muriendo al instante.

Mientras fue frío defraudador de inversionistas todo estuvo controlado por él. Cuando quiso salvar al perro fue cuando todo se salió de control y murió. Ni pudo disfrutar de su millón de dólares, ni de su moderno pueblo de Estados Unidos ni seguir pateando al perro.

 Y eso fue todo.
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El lector de este cuento, sobre todo si es indoamericano, puede encontrar el sentido del relato sólo si conoce la vida y la filosofía del autor.

 Graham Greene  es uno de los escritores más cultos que ha dado Inglaterra. Casi se podría decir que son inmensurable sus conocimientos de filosofía y teología.

 Inglaterra es país  de grandes novelistas. Con frecuencia los novelistas ingleses mueven a sus personajes en una dirección que parece que buscan el éxito social a través del triunfo económico. 

Cuando lo que hacen es estar llevando a sus personajes  hacia la salvación espiritual. Piénsese en Historia de dos ciudades, de Dickens o en los personajes médicos de A. J. Cronin.

Pero la salvación espiritual sólo tiene lugar si alguien está dispuesto a dar su vida por otro. Si la da o no es otra historia, pero debe existir esa auténtica  disposición. “Dar la vida” es una manera de decir que se está dispuesto a despojarse de su narcisismo. Cambiar de piel. Quetzalcoatlizarse.

  Un egoísta lo que más ama es su persona. Despojarse de su egoísmo es despojarse de él mismo. Y no puede haber una prueba mayor que esa de amor al prójimo. Lo demás queda en meras palabras.

Y Calloway dio su vida por salvar a un perro.

 No trataba de salvar a la reina de Inglaterra  u  otra persona. Sólo trataba de salvar a un pulgoso, pobre y mugroso perro...



" Henry Graham Greene (Berkhamsted, Hertfordshire, 2 de octubre de 1904Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991) fue un escritor, guionista y crítico británico, cuya obra explora la confusión del hombre moderno, tratando asuntos política o moralmente ambiguos en un trasfondo contemporáneo. Fue galardonado con la OM.
Greene consiguió tanto los elogios de la crítica como los del público. Aunque Greene estaba en contra de que lo llamaran un "novelista católico", su fe cristiana da forma a la mayoría de sus novelas, y gran parte de sus obras más relevantes (p. e. Brighton Rock, The Heart of the Matter y The Power and the Glory), tanto en el contenido como en las preocupaciones que contienen, son explícitamente católicas.
En la entrevista a Yvonne Cloetta, publicada por Marie Francoise Allain, si bien declara su simpatía por el comunismo, admite su fracaso y su distancia en la realidad de las ideas teóricas proclamadas por sus seguidores. ¿Era su izquierdismo una "fachada" para despistar su pertenencia al Servicio Secreto Británico? La autora concluye que todo parece indicarlo, ya que su afiliación no fue nunca más allá de lo intelectual".

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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