"Creo que todos debemos fijarnos,precisamente,en las cosas que no entendemos"
Paul Kirchhoff autor de Historia Antigua de México.
El apartado número 33 de Aurora, el libro de Federico Nietzsche, habla de preceptos religiosos que ordenaban bañarse, no por higiene sino porque la divinidad es la que ordenaba el baño.
De seguro los líderes religiosos
veían que los habitantes de ese pueblo eran muy inclinados a la suciedad y no
se bañaban por iniciativa propia.
Nietzsche lo comenta como una señal de lógica supersticiosa, si puede hablarse así.
Pero, al fin y al cabo, así lo vemos
nosotros, el resultado era en bien de la salud corporal individual y de grupo.
Una analogía la encontramos en el
mundo náhuatl, particularmente en el azteca. No en lo que respecta al baño al
que según, ya lo consignaban los cronistas españoles de la conquista, los
aztecas se bañaban todos los días (y siguen los mexicanos con esa costumbre).
Por precepto religioso había que ir a
las montañas, al menos cuatro veces al año. En lo particular cada pueblo iba con mucha frecuencia. Y en
muchas partes los pueblos están ubicados en las vertientes mismas de las
montañas.
No hay que olvidar que el país tiene
dos grandes cadenas de montañas que corren, paralelas, de norte a sur, a lo
largo de unos tres mil kilómetros, y son
conocidas como la Sierra Madre Oriental y la Sierra Madre Occidental.
Mesetas altas, valles profundos, montañas nevadas, selva y desiertos.
Según esto el mexicano, del
centro-sur, es un montañés por
naturaleza. Nada extraño a los panoramas abiertos. Y el del centro-norte sus
pueblos están en medio de llanuras inmensas.
Pero, no obstante esto, había el mandato divino de ir a las montañas, chicas y
grandes, cuatro veces al año. Y para que a nadie se le olvidara está consignado,
esculpido en piedra, en el décimo tercer mes del Calendario Azteca. A la
ascensión –ceremonia se le llamaba Tepeilhuitl,
la “fiesta de las montañas”. Se subía a “pedir agua” y en respuesta el Dios
Tláloc beneficiaba con agua las tierras de sembradío.
Esta superstición (vista así por los occidentales),
se prohibió cuando llegó a México, en el siglo dieciséis, la religión
espiritual del cristianismo.
Ahora sólo los alpinistas se atreven a subir a esos bellísimos lugares de la superstición En el flanco norte del monte Chichimeco 4,150m), lado este del Pico de Orizaba. Foto de Armando Altamira G. |
A cinco siglos de distancia vemos los
resultados: piernas flacas, abdomen abultado, sobrepeso, diabetes, hipertensión,
polimedicación…
¡Ojala se tratar de un loco lirismo
nuestro eso de ir a las montañas! ¡La
realidad es otra!
Las temperaturas en la ciudad de
México van de los 10 a los 25 grados C. El Valle, del mismo nombre, se cubre de
una capa ligera de nieve cada 25 años, por decir algo.
Esto quiere decir que nuestros
sistemas fisiológicos, de adaptación al medio natural, oscilan en un rango muy estrecho,
apenas de 15 grados. En contraste en el
Desierto de Altar, Sonora, y en el Desierto de Samalayuca, Chihuahua, ambos
desiertos en el norte, las temperaturas diarias pueden ir del cero, por las noches, a los 50 en el cenit.
En términos de temperatura ambiental,
y para muchas actividades de sus habitantes, en comparación con países de otras
latitudes, el Valle de México, es el Avalón, la tierra de las hadas.
El precio de vivir en tan agradable
ambiente, en cuanto a temperaturas se refiere, es que nuestros organismos se
anquilosan.
La otra gran paradoja es que el Valle
de México, en los 2,200 m.s.n.m. está rodeado de altas montañas de 4 mil metros
de altitud y otras que rebasan los 5 mil. Y tan cercanas de la ciudad de México
que a tan solo una hora en automóvil se
alcanzan sus primeras laderas.
Además otras cien montañas en los 3
mil, a lo largo de dos cadenas montañosas
que corren paralelas a lo largo de 150 kilómetros (y son las que forman
la Cuenca o Valle de México), desde la sierra del Ajusco, en el sur, hasta la
sierra de Pachuca, en el norte.
La manera como se alejó al pueblo
mexica de las montañas fue mediante el dicho que los ídolos eran la
representación del demonio. Se destruyeron los ayahucalli, o casa de niebla, edificadas en todas las serranías.
Varios de estos ayahucalli fueron localizados por José Deseado Charnay en el siglo diecinueve. En el siglo veinte José Luis Lorenzo los visitó y los dio a conocer en una publicación del INAH, con el título Zonas arqueológicas de los volcanes Popocatépetl e Iztaccihuatl, 1957.
A esos ayahucalli nosotros agregamos(por no aparecer en dicha publicación) dos de máxima importancia que es el gran adoratorio a Tláloc, en al cumbre del monte del mismo nombre(4,150m), y la del monte Teocuicani(3,200m), vertiente sur del Popocatépetl y al norte cercano del pueblo de Tetela del Volcán.
Una idea sirvió de lubricante para su ulterior imposición y es que ni en el cristianismo ni en la religión náhuatl, existe la muerte definitiva. En ambas está siempre en perspectiva la vida post mortem.
Pero en "esta" vida, en lo inmediato, había una gran diferencia. En el azteca prevalecía el pensamiento de soy inocente, de nacimiento, hasta que se demuestre lo contario. En el cristianismo, ya al nacer, soy culpable hasta que se demuestre lo contrario.
Varios de estos ayahucalli fueron localizados por José Deseado Charnay en el siglo diecinueve. En el siglo veinte José Luis Lorenzo los visitó y los dio a conocer en una publicación del INAH, con el título Zonas arqueológicas de los volcanes Popocatépetl e Iztaccihuatl, 1957.
A esos ayahucalli nosotros agregamos(por no aparecer en dicha publicación) dos de máxima importancia que es el gran adoratorio a Tláloc, en al cumbre del monte del mismo nombre(4,150m), y la del monte Teocuicani(3,200m), vertiente sur del Popocatépetl y al norte cercano del pueblo de Tetela del Volcán.
Una idea sirvió de lubricante para su ulterior imposición y es que ni en el cristianismo ni en la religión náhuatl, existe la muerte definitiva. En ambas está siempre en perspectiva la vida post mortem.
Pero en "esta" vida, en lo inmediato, había una gran diferencia. En el azteca prevalecía el pensamiento de soy inocente, de nacimiento, hasta que se demuestre lo contario. En el cristianismo, ya al nacer, soy culpable hasta que se demuestre lo contrario.
Así veían los aztecas a su gran teocali,
templo a Tláloc-Huitzilopochtli
en el centro del coatepantli de
México-Tenochtitlán
Dibujo tomado de la revista
Arqueología Mexicana Núm33 diciembre 2009
La generación de la conquista en el
siglo dieciséis no se la creyó. No entendían eso del demonio. En el Popol Vuh y en la Leyenda de los Soles Teotihuacanos no hay caída, no hay demonio.
La segunda generación encontró que ni soldados ni religiosos
sentían inclinación por la dialéctica, sino sólo por el imperativo categórico y
se les obligo (literalmente) a creer en la existencia del diablo.
Esta esta es la visión que impusieron
del gran teocali. Demonios por
dentro y por fuera.
Y esa fue la temible visión de que
fueron rodeados los ayahucalli de
las montañas.
De la obra de Fray Diego Duran
Luego vino la tercera generación y la
cuarta…
Los ayahucalli fueron quedando
abandonados no por estar en lugares lejanos, y altos desniveles, sino porque en
ellos habita la superstición.
La consecuencia es que ahora, en
lugar de emprender la ascensión entre los bosques, hay que ir a surtir la receta a la farmacia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario