Encerrase en la ciudad es actitud
adquirida del humano, como si de la Naturaleza fuera ajeno. Allí se siente seguro,
al abrigo de los vientos y de las sombras extrañas de la noche.
Pero cuando lo encierran en su casa, como
ahora con lo del coronavirus, sueña con horizontes abiertos que no hizo por
conocer cuando estaba en libertad de hacerlo.
Ya antes de Cristo, Lucrecio notaba
esta actitud. Y la detectó nada menos que en un pueblo (en la plebe, como dicen
los historiadores), el romano, que para entonces, por necesidades de la guerra,
cruzaba ríos, valles y montañas. Dice:
“De la hartura de ver ya fatigados nadie se digna levantar sus ojos a la
luciente bóveda del cielo.”
Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas.
Su poema parece un canto desesperado
por hacer entender no darle importancia
a la civilización más allá de lo que en realidad merece.
De lo contrario, el otrora humano, corre el
riesgo de acabar pareciéndose a los productos sintéticos que salen de la fábrica.
Ayuno de los valores de trascendencia,
el individuo queda parado en la tierra de nadie, pronto detectable por la
mercadotecnia para llevárselo a su cubil del consumismo y deshecho. Cacharros
viejos en el polvoso desván, incluidos individuos
que antes fueron humanos.
Como ejemplo diremos que en la ciudad
(en la Ciudad de México), se gasta agua
lavando un día el automóvil con la misma cantidad de agua que una familia rural sobrevive una semana. Ni idea se tiene de esto en la ciudad.
Dos mundos. En muchos pueblos del
área rural, cuando no llueve, se saca al santo para que el relámpago desgarre los
cielos, se oiga el trueno y las nubes descarguen sobre los campos. En la ciudad
cuando falta el agua se cierran las avenidas, como protesta, y obligar al
gobierno abra las llaves con que se controla el líquido…
En la ciudad cuando llueve es un día
fastidioso porque se mojan los zapatos. En el campo es un día de fiesta por lo
que impactará a la siembra. El silencio aquí se oye. En la ciudad algunas personas hablan por el
celular porque se le tiene miedo al silencio
El humanismo del que se habla en la
ciudad es un platillo exótico como tema de conversación, o de publicación, para las reuniones del jet set-dice Yuma, uno de mis compañeros del vivac alpino.
Estamos en una “repisa” de la pared en el grupo montañoso de las Monjas, al oeste de
Chico Hidalgo, México.
Abajo, en el valle, hacia el norte,
en la oscuridad de la noche, brotan las luces de Atotonilco el Grande y pueblos
como Cerro Colorado y rancherías de san Nicolás Xate.
Amanece, y vemos la puesta del sol,
en el aislamiento alpino que desde hace tres meses vive el planeta por la
pandemia del coronavirus. Aquí son otras
condiciones que en la ciudad. Soplan fuertes vientos y al atardecer la niebla
cubre las agujas de roca en lo alto de la Sierra de Pachuca (tres mil metros).
Kiva, muchacha escaladora que también
practica el vivaquismo, observa:
Dibujo tomado del libro Técnica Alpina. de Manuel Sanchez y Armando Altamira. Editado por la UNAM 1978 |
-Las nubes negras de tormenta pasan
sobre los pueblos pero no descargan en la tierra ya abierta para la
siembra…Hace algún tiempo un francés llevó a cabo un estudio en el Valle del Mezquital,
aquí mismo, en Hidalgo, hacia el oeste de donde nos encontramos ahora, más allá
de Capula y de San Jerónimo, en las montañas de los Frailes de Actopan.
Se tenía entonces a la región como la más pobre del país. Su
alimentación era a base de frijoles,
maíz, chile y ocasionalmente carne de animales de corral casero. El resultado
del estudio arrojó que era gente sana.
Yuma:
-Sería difícil de creer sino
tuviéramos a la mano las estadísticas del país. Nuestros hábitos de
alimentación en la ciudad se exceden en la ingesta de grasas saturadas (carne,
mantequilla, crema, huevo y camarón, entre otras delicias) de los 20 0 25 por
ciento de consumo máximo de calorías que señalan algunos especialistas.
Juan (es médico):
-Con lo cual se disparan los niveles
de colesterol sanguíneo. Con eso llegan las obstrucciones de las arterias y lo
que sigue es el infarto cardiaco. Un taco de barbacoa equivalen sus grasas a
cinco huevos. El pasaporte seguro e inmediato para el infarto.
Yuma:
-Como sea, al final habrá más muertos
por el miedo al coronavirus que por el coronavirus.
Kiva
-¿Crees?
Juan:
- No es fantasía. Encerrados por
cuatro meses en su casa, la rutina es despertar, comer, ver televisión, dormir,
despertar, comer…
Yo:
-Pueden hacer ejercicio.
Yuma:
-Eso dicen los teóricos. También que
te pongas a leer. Si no tienes el hábito es pura cosa académica diseñada sobre
el papel. El sobrepeso y los infartos serán una jugosa fuente de ingresos para
las funerarias. Pero eso ya será una noticia incomoda que habrá que ignorar.
Quiero ser sincero. Aquellos son
estoicos con dieta mixta entre poca carne y muchas verduras. Y viven como dicen, pero yo soy
algo hedonista. Por ahora, a petición mía, freíamos, en abundante mantequilla, unas
deliciosas salchichas, y huevos, para la cena. Empero, la plática de mis
compañeros le quitó todo el encanto al asunto. A cada bocado que tragaba,
sentía que mis arterias se cerraban…
Yo:
-¿Quién puede vivir comiendo sólo
frijoles y tortillas-me atreví a decir.
El contraataque no se hizo esperar:
Kiva:
-Los que siguen con vida y sanos… ¿Te
acuerdas de Lumholtz?
Sí que me acordaba.
Yuma:
En el afán de mirar hacia los
semáforos, que le den el alto o el siga, perdió de vista el ciudadano los avatares del
espíritu y de la madre nutricia, la tierra: “Todos, en fin, del aire somos
hijos; él es padre universal y alma tierra la madre”, escribe Lucrecio. Esta
imagen del paganismo es semejante al Espíritu Santo y a la Santa Madre Iglesia católica
apostólica terrenal, en los tiempos que estaban por llegar hace veinte siglos.
Lucrecio, ciudadano romano, nacido
medio siglo antes de nuestra era, seguidor del atomismo de Epicuro, es alguien
que, sin apartarse del ras de la tierra, puede otear horizontes. Hay átomos
para toda clase de materias, hasta el alma y el ánimo, dice, están compuestos
de átomos. Pero intuye que hay algo que
ya no se trata de materia: el espíritu, la armonía, la belleza, el gran todo. Me acuerdo que escribe:
“Es cierto que las piedras y los leños,
aunque la misma tierra se le una, no pueden producir el sentimiento de la vida:
por eso no pretendo que los átomos todos sean capaces de componer en un momento
seres sensibles.”
Son las tres de la mañana y el valle
en la oscuridad a lo lejos, más allá de las cañadas del rumbo del balneario Amajac (por ahora cerrado a causa de la
pandemia), brota lleno de presencia humana a juzgar por las lucecillas
amarillas de las aldeas. El cielo ha cesado y una romántica luna llena pasa
frente a nosotros….
Encendemos la estufilla y calentamos
agua para el café. Como en una escena de lo absurdo, nos ponemos a charlar en
la plena oscuridad de la madrugada... El
tema del coronavirus se ha vuelto un lugar común en el mundo y doblamos
la hoja. Kiva saca la cuestión de la dificultad de la montaña:
-Una montaña es como es. Pero cada
escalador la ve de diferente manera, según él es.
Juan:
-Explícate.
-Para mí puede resultar muy difícil de subir. Otro la encontrará
sólo difícil. Un tercero verá que no es nada complicada esa ascensión.
Yuma:
-Se han elaborado escalas de
dificultad de la montaña.
Kiva:
–Propiamente son escalas que miden la
nerviosidad del escalador. Aunque de manera equivocada se ha dicho que son
valores de dificultad que opone la montaña. Así, en una escala del 1 al 10, mi nerviosidad puede ser muy intensa,
de 9.Para otro de 6 y para el de más allá de 2, en la misma ruta. En otras
palabras, ¿qué tuvo que ver la materialidad de la montaña en todo este enredo
subjetivo de los humanos?
Aprensivo, yo sigo pensando en las
asesinas grasas saturadas que decían mis compañeros los cuales, estoicos como
son, duermen ya como si se encontraran
alojados en un buen hotel…
Dos ocupamos la “repisa” a cien
metros del suelo, equipo de escalar y cacharros de cocina. Kiva duerme en su
tienda vivac colgando sobre el vacío
y Yuma en otra tienda vivac.
Hedonista, me pregunto si estarían
bromeando con eso de las grasas saturadas…Me fabrico mi propia teoría
filosófica de incredulidad. Si algunos dicen que Dios no existe, también puedo decir que las
grasas saturadas no existen…
¿Sólo tortillas y frijoles? ¡Sí, recuerdo
al antropólogo Lumholtz que en el siglo diecinueve permaneció un tiempo
observando la vida de los tarahumaras, de Chihuahua, y de los huicholes, allá
por el rumbo de Jalisco y Nayarit! Escribió un libro, trabajo académico, sobre
la vida de los huicholes, que no conocerlo es una verdadera pandemia cultural.
La pandemia cultural ha matado más
humanos que todos los virus más agresivos juntos. Pero de esto nadie dice algo.
Los presupuestos para la educación pública en el mundo
permaneces en un endémico bajo perfil. (Véase en Internet los
presupuestos para educación pública que dedican
los países del planeta)
“Masas” para Ortega y Gasset no era
el lumpenproletariado, sino el carente de cultura sin importar el nivel social
en que se encuentre.
Hace poco se levantó una encuesta, en
un lugar de América, “Qué lee la gente”. El presidente de ese país dijo que Don
Quijote, el de Cervantes, era un vendedor de aceite de oliva…
Lumholtz quedó cautivado por la
ritual manera de vivir de esta etnia mexicana. Hizo algo inusitado. Para
hacerse de las proteínas animales compró
una vaca. Pensó en quedarse a vivir en la aldea huichol para siempre.
Al final regresó a la ciudad
occidental. No puedo vivir comiendo sólo frijoles y tortillas, dijo.
¡Necesitaba las grasas!
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