Lucrecio,Cultura, Escalar

 




Bibliografía:

Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas

Ibsen, El Pato Salvaje

Jean Whal, Introducción a la filosofía

Desmond Morris, El zoo humano

 

Paliar la locura de estar encerrado en la ciudad, en los tiempos de la normalidad, solo hay los recursos de la cultura (sabido es que  no todo lo que se dice cultura  es cultura) y ejercicio al aire libre, para conservar, o recuperar, la salud mental. Es lo que proponen Lucrecio, Ibsen, Thoreau, Emerson y Morris.



                                               Dibujo tomado de

                                                      El País

                                              11 de junio 2016

En tiempos de la pandemia, además,  no hay que desestimar voltear la cara  hacia la ciencia psiquiátrica. ¿El psiquiatra, acaso estoy loco? Amigo, estamos en los tiempos de la medicina preventiva,  no para  volvernos locos.

Pasar horas frente a la pantalla chica, y la otra más chica del celular, más allá de cierta mesura, puede prolongar los tiempos de nuestro nada feliz presente social.

La tecnología carece de ánimo, de alma, sólo son tuercas y tornillos. Facilita los quehaceres del humano. Los pueblos han trabajado durante milenios para conseguirla.

Hay un obvio desfase. Llegamos al espacio exterior pero en la Tierra las cárceles están en sobrecupo y los pueblos del planeta gimen dentro de la precariedad alimenticia y cultural.

Es el resultado de la lucha por la sobrevivencia, no la lucha de estímulo por los valores vitales.  ¿La tecnología? Como la buena comida, es su exceso el que mata.

El alejamiento de los panoramas naturales, y nuestro auto confinamiento  en la jaula (la ciudad),   Morris dice que, de seguir así, todavía nos espera una jaula más reducida que es la de la  cárcel o la del  psiquiátrico.

Morris no tuvo que esperar mucho tiempo para ver confirmada su predicción.

Propone el recurso salvador de la cultura. Se refiere al artista, al inventor:

“Cuando estudiamos los progresos de la ciencia, leemos poesía, escuchamos sinfonías, presenciamos ballets o contemplamos cuadros, no podemos por menos de maravillarnos ante los extremos a que la Humanidad ha llevado la lucha de estímulo y ante la increíble sensibilidad con que ha sido abordada.”

Es un porcentaje reducido de la población global que puede hacerlo. Países hay en América en que se leen promedio dos o tres libros de cultura por cabeza-año, jamás han ido a la sala para oír una sinfonía ni a una sala de arte y contemplar una pintura.

Lucrecio estaba  en lo cierto ya en aquellos remotos siglos. Hoy en día hasta en la aldea agrícola más olvidada de la mano de Dios es frecuente ver a la gente con el celular en la mano  e irse adormir a media noche por estar viendo programas de televisión.

 ¿Acostarse a dormir al ponerse el sol y levantarse al rayar el alba?,  ¡Es  de épocas preindustriales, sino que  del Neolítico!


No está por demás insistir
  que  estar en contacto, constante, con la naturaleza, acampar, caminar, sentir el sol, el frío, el viento y las condiciones placenteras de caminar por la llanura, al menos nos da una oportunidad de contraste, con la ciudad, para reflexionar. 

Dibujo tomado del libro  Técnica alpina, de Manuel Sánchez y Armando Altamira

Editado por la UNAM, 1978

Lo que dijo Lucrecio hace veintiún siglos (Lucrecio: 99 aC.-55): “Los nuevos inventos perjudican a los antiguos y del todo  mudan nuestro gustos.”

Y lo anotado  por Morris en el siglo pasado inmediato: “Es significativo que en las comunidades fuertemente subordinadas o reprimidas, las salas de cine locales exhiben una cantidad extraordinariamente elevada de películas de violencia.” Peliculas en las que,curiosamente, los buenos acaban con los malos.En otras palabras, son más malos que los malos.

 Los nuevos inventos perjudican a los antiguos y del todo  mudan nuestro gustos. Y de película de violencia, en película de violencia…Apunta Whal: “Puede tener por consecuencia, en nulificar en cierto sentido la personalidad”.

Es muy probable que en Lucrecio se hayan inspirado Rousseau, Emerson, Thoreau…  No está por demás insistir  que  estar en contacto, constante, con la naturaleza, acampar, caminar, sentir el sol, el frío, el viento y las condiciones placenteras de caminar por la llanura, al menos nos da una oportunidad de contraste para reflexionar.  Las maravillas que la tecnología  puede hacer en nuestra vida o la deformación si abusamos de ella.

De poseer buena dosis de vitaminas culturales, la   violencia en las pantallas nos parecerían curiosidades inocuas   de la industria de la diversión. Nada más que curiosidades ingeniosas. Pero no nos deformarían. Aunque  aún  si estamos formados,  pueden deformar, en la dirección de conductas sociales patológicas.

Desestimar el ejercicio al aire libre, lejos del efecto invernadero, que es la ciudad o, como dice Morris, la jaula, pueden hacérseme muy presentes las palabras de Ibsen en el Pato Salvaje:

 “Sí, amigo; no sabes bien lo feliz que es… ¡ha engordado y Todo! Bueno; la verdad es que lleva aquí tanto tiempo metido, que debe haber olvidado su verdadera vida salvaje, que es lo principal.”

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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