H.JAMES, EL ARTE DE LA NOVELA

 

 


La ficción tiene un millón de ventanas, escribe Henry James en su libro El arte de la novela.

O más de un millón, tantas ventanas como individuos que se avoquen a escribir novelas.

Pero en lo individual. No que un novelista tenga un millón de ventanas para la ficción. Sólo tiene una, la suya. Enorme o no, no puede ir más allá de él, tanto en los valores  temporales como en los valores eternos. Ni en lo material ni en lo subjetivo. Escribe:                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                

                                                En la ficción no hay límites
                                                                   
                                                                                                                                                                                                                                   
“La calidad más profunda de una obra de arte será siempre la de la mente que la produce.”

Puede escribir diez o veinte novelas, con diferentes contextos y personajes, pero en el fondo será una misma novela. En la ficción no hay límites para un mismo yo.

Jan Valtín escribió varias novelas respecto la Alemania de las dos posguerras mundiales, pero sus personajes se mueven en el mismo plano existencial. Relistas y escépticos, como Santos Discépolo en su tango Cambalache. Son mundos quebrados. En ellos no hay lugar para la esperanza.

Grandes abstracciones, reales, valientes, pero al fin y al cabo abstracciones. La vida es un todo, de claros y oscuros. Tristeza y felicidad es la dialéctica que experimenta el individuo a lo largo de su existencia.

De esta antinomia se alimenta el pensamiento filosófico. Hay riqueza en la tesis y en la antítesis pero si se entra en la abstracción es sólo la bandera de la secta cultural.

James reitera a lo largo de su libro que la única razón de la novela es que pretende representar la vida.

El mundo  mete al individuo en esta dinámica, pero el porcentaje de un valor o de otro depende de él. Algunos sufren hasta porque son felices. Otros, ante la  adversidad, simplemente levantan su tarro de cerveza y con el dorso de la mano se limpian la espuma. “Mañana volverá a salir el sol”, es su filosofía.

¿Una misma novela, en diferentes ediciones, con diferentes títulos? Imaginemos a alguien que describe veinte rutas de escalada en  las montañas: diversos relatos de un mismo autor.

Las librerías están llenas de obras apologéticas. Apologías abiertas. Las apologías hiperbólicas  hacen la crítica de algo, o de alguien, para rendir  pleitesía al de enfrente de la crítica.

Están en su derecho. “Cada viejito alaba su bordón” es un dicho mexicano. En el ensayo, en el panfleto, etc.

Para agradar a la cultura católica romana, a la  angloprotestante,  al anarquismo, al materialismo, al relativismo sexual…

“Confieso que semejante traición a un oficio sagrado (la novelística) me parece un crimen terrible”, dice James.

 La novela es la que se encuentra más cerca de la filosofía porque relata la vida, y la vida es un todo, no una abstracción.

“La novela, en su definición más amplia, es una impresión personal y directa de la vida, esto, de partida, constituye su valor, que será mayor o menor, según la intensidad de su impresión.”

 Lo que sucede en esa novela es, al estilo del poeta, una proyección del novelista. Es su mundo irrepetible, irreal que sólo existe en su mente. 


La novela se parecerá a mil lectores, como una montaña se parece a otra montaña, pero siempre diferentes si se les observa de cerca.

“Su estilo es su secreto, no necesariamente un secreto egoísta. Aunque quiera no  podría revelarlo como algo general; se vería en grandes dificultades para enseñarlo a otros.”

Hay influencias temporales, que son parte de la formación. Nuestra personalidad se compone de  genes y enseñanzas del mundo. Nadie escapa a esto. Aun los descubridores del hilo negro que nada quieren saber  del pretérito. En filosofía se conocen estas influencias como “escuelas”, o “seguidores “o “secuaces”.

Pero, ¿cómo escribir una novela? Alguien le dice a su discípulo: “Bueno, debes hacerlo como puedas…Escribe de tu propia experiencia, y sólo de ella.”

                                                

                                       Subirla o rodearla, lo importante es seguir

                                                   Altar, meridiano 130¨50

                                                Foto de Armando Altamira

Es necesario tomar notas, muchas notas, de lo que se observa, ¡y después, reitera el autor, trabajarlas con libertad y mucha responsabilidad!

A semejanza de una ascensión a la montaña, que cada quien sube como puede y esto depende de múltiples factores como experiencia,                                                                                  animosidad, edad, condición física, conocimiento de la técnica…¡Y hasta de la prehistoria! Si los habitantes de su mundo geográfico tenían miedo a la noche o no.

“Uno escribe la novela o pinta el cuadro de su propio tiempo y con su propio lenguaje.”

En los desiertos de arena (Altar o Samalayuca, los desiertos mexicanos) es lo mismo, subes directamente la alta duna o la rodeas, ¡como puedas o quieras, lo que cuenta es que sigas…!

Tratados de filosofía, panfletos, películas, cuentos, periódicos, todo debe pasar por las manos de un novelista:

“La novela, el cuadro o la estatua participarán de la sustancia de la pobreza y la verdad en la medida en que aquella (el autor) sea una buena inteligencia.”

 

 


 


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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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