SUBHUMANOS LOS POETAS: BYRON




El gusto literario
Levin L. Schúcking
Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires,1960
Primera edición en alemán 1931

“Levin Ludwig Schücking (29 May 1878, Steinfurt, Westphalia – 12 October 1964, Farchant) was a German scholar of the English language and English literature.”


En realidad  son peores   adjetivos    los que Byron utilizó para referirse a los que escriben, no solamente a los poetas.

Byron, uno de los grandes de la poesía del mundo, y de  la historia de las letras,  recurrió a este término porque así era el zeitgeist  o espíritu de la época que le tocó vivir. Con el tiempo irá en sentido contrario hasta casi mitificar al escritor.

Goethe y Byron jugaron un papel importante para que la sociedad del siglo diecinueve en Europa empezara a aceptar, o tolerar, a los escritores y poetas, considerados hasta entonces como bichos raros e improductivos. En siglos anteriores  se les permitían sentarse a la mesa del señor feudal pero sólo “más allá del salero”, o sea con los criados y demás servidumbre del palacio.

Una afrenta que se le podía hacer a una familia es que el poeta, novelista o pintor, fuera a solicitar la mano de la muchacha para matrimonio: “En la maravillosa descripción del cuarto decenio del siglo XIX  que hace Thackeray en The Newcomes tenemos un caso ejemplar: a la nobilísima lady Kew, enraizada en las ideas del siglo XVIII, le participan que un pintor  ha pedido la mano de su nieta. Ella exclama:” ¿Qué, un artista? ¡Mañana la pedirá uno de sus criados! Y al padre del pintor que vino a hablar  en nombre de su hijo ¿no lo echaron de casa?”

 Con esa secuencia cultural fue cuando Byron dijo: “toda esa importancia  que los escritores mismos  y el público dan al hecho de escribir, es señal de afeminamiento, degeneración y debilidad.”


Los personajes de las novelas eran aristócratas  que  s e movían en los salones del palacio, al estilo de los de Dumas donde hay reinas, reyes príncipes, obispos y militares de alto rango. O como los de Balzac en los  que menudean las duquesas y los caballeros.

Con el tiempo la situación empezó a cambiar y el número ocupó los relatos y mucho se volvió proletario y menudearon los autores que, como anota Shakespeare, escribían “caviar para la plebe”. Fue cuando algunos escritores s e tomaron la revancha de haber estado  su gremio alguna vez “del otro lado del salero”.

Sobre todo estaba el pensamiento pecuniario. Ya los aristócratas no eran los mecenas que costeaban la edición sino las editoriales particulares y los   que podían comprar los libros eran los del número mayor. Fue cuando aparecieron personajes como galanes plebeyos que seducían a mujeres aristócratas y, después de haber destrozado sus valores religiosos y de cultura, las abandonaban, casi riéndose. O los pilletes del mercado que burlaban al rico dueño del almacén. Aparecieron los malandrines que, al estilo de Robín Hood, robaban a los ricos y decían repartir el botín entre los pobres.

Luego  los “escritores populares”, y los poetas sociales,  se fueron haciendo algo aristócratas en sus planteamientos. Sucedió porque la burguesía, que le había hecho la guerra a muerte a la aristocracia, a partir de la Revolución-Imperio Francesa, seguida por  la Restauración, a su vez s e fue haciendo gradualmente de gustos y costumbres aristocráticos: “Porque esa burguesía, que originalmente fundó su dominio  en la idea de la prudencia y la naturalidad, se había hecho, en muchos sentidos, afectada y aristocrática. Y un sinfín de convenciones fueron estrechando su espíritu.”

Lo anterior corresponde, también, a que en algún momento debieron de caer, los autores,  en la cuenta que el escritor es por excelencia un ser individualista y solitario que busca la (su) libertad, sin restricciones, al estilo de los personajes de Ibsen: “En una época que tiende a nivelar todas las diferencias exteriores, el artista se distingue visiblemente hasta en su vestido del burgués común y corriente. La chaqueta de terciopelo, la melena flotante, y, si es posible, un sombrero especial sirven a muchos artistas, sobre todo a escultores y pintores, para subrayar su exclusivismo.”
Goethe y su sombrero de poeta

La idea del escritor paradigmático de las multitudes tiene libertad de escribir hasta donde se lo permite la declaración de principios del estatuto del partido político o del sindicato. No más.

Si quiere ir más allá tiene que ser “el hombre autónomo, por el artista que personifica la deseada libertad que muy pocos se atreven a reconocer  y mucho menos a vivir.”

Por fin llegó el tiempo en el que los que escribían dejaron de dar la impresión de ser lo peorcito de cada familia. No porque ya se hubieran ganado un puesto en las nóminas oficiales o controlar presupuestos de programas de educación pública de los gobiernos estatales y federales, de las universidades e institutos, o porque fueran diestros en organizar su “Sociedad de bombos mutuos”.

Lo hicieron por su posición ante la vida. Friedrich Schlegel lo dijo de esta manera: “lo que los ennoblece es una acción  libre de sí mismos.”











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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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