Rodelas y vestidos llevan el Laberinto, símbolo sagrado de los tohono O´odham
Foto tomada de Internet
El Laberinto de I´toi
tomado de Internet
Relato del opúsculo citado:
Muy al norte de nuestro país,
casi junto a la frontera con los Estados Unidos, se encuentra el Desierto de
Altar, cuya extensión de 20 mil kilómetros cuadrados es desconocida para casi
todos los mexicanos. Únicamente los habitantes de la parte noroeste se
encuentran familiarizados con este desierto.
Dos carreteras permiten el
acceso a dicha región del estado de Sonora. Una de ellas, próxima a la línea
internacional, sigue al desierto en forma longitudinal. La otra, lo recorre
transversalmente hasta llegar al Océano Pacífico.
Normalmente, sólo unos cuantos
se aventuran a dejar la cinta asfáltica para internarse algunos centenares de
metros entre la superficie arenosa; por lo regular, se trata de geólogos,
cazadores, traficantes o enamorados.
Poco después de Sonoita hay un
poblado llamado Vidrios, en donde prácticamente sólo hay un expendio de
alimentos preparados. Aquí, un atento empleado registra el nombre, domicilio y
teléfono de quienes desean “ir al desierto”.
Por nuestra cuenta tratamos de
conseguir información sobre este desierto, pero, casi siempre, varias de esas
personas que aseguran haber cruzado el Altar, no saben decir qué hay más allá
de esos primeros kilómetros de planicie. Cuando preguntábamos sobre los médanos
que aparecen señalados en las cartas topográficas, la respuesta siempre era la
misma:
—No vimos ningún montículo de
arena.
Debido a ello, inferimos que
hay un Desierto de Altar desconocido. En torno a él existe un vacío
bibliográfico e ignoramos si alguien antes que nosotros lo recorrió. Sus
referencias en el campo científico son muy generales. Asimismo, se asegura que,
por desconocido y solitario, es uno de los desiertos más peligrosos del
planeta.
Por estos motivos, nos pareció
interesante conocer dicho rincón de nuestro país. Para ello, nos organizamos
bajo los auspicios del grupo alpino del Sindicato de los Trabajadores de la
Universidad Nacional Autónoma de México, al cual pertenecemos.
Y así fue como un día dejamos
la confortable y húmeda parte del sur del Valle de México —donde están nuestras
casas— para marchar hacia el noroeste, del país que ya antes del paralelo 25 de
la faja costera de Sinaloa y Nayarit presenta una dramática aridez.
Pasamos la primera noche en el
kilómetro 100, de la carretera Sonoíta-San Luis Río Colorado. En la mañana nos
echamos al hombro las mochilas, caminamos en sentido perpendicular a la
trayectoria solar y bajamos por el meridiano 113º 50’.
La razón que nos animó a
realizar este viaje era absolutamente deportiva, de aventura y conquista; por
eso pensamos en recorrer el desierto a pie, sin auxiliamos de ningún medio de
transporte.
En el inicio de nuestro
recorrido encontramos que en la misma proporción como avanzaba el día también
subía la temperatura. A las 5:00 de la mañana nuestro termómetro registró 12º C
y a las 13:00 horas la temperatura había subido hasta 39º C. Al caer la tarde
el calor comenzó a disminuir y para las 20:00 horas el termómetro registraba
25º C.
Este primer día, al comienzo,
caminamos sin ningún contratiempo entre los cactos gigantes llamados saguaros
por los lugareños, así como entre colonias de cactos erizo, ocotillas —que aquí
rebasan la altura de un hombre— y gobernadoras. A la izquierda de la ruta que
seguimos se encontraba la zona conocida como El Pinacate, sitio que —aseguran—
fue escogido para la ambientación de los astronautas estadunidenses enviados a
la Luna. Al medio día vimos que en El Pinacate, en su azulosa y lejana
serranía, había una tempestad de sol. En los frentes desprovistos de bosques,
el terreno se veía muy accidentado y algunas congregaciones rocosas tenían sus
aristas y bordes muy afilados. A esto se agregaba el que los cráteres y
aluviales, fuertemente castigados por el sol, daban al paisaje un aspecto
lunar.
Bernardo González y José
Flores, en el centro del Desierto de Altar. Avanzan hacia
la nada de 48 grados y nada de agua. Tan
incierto era ya seguir como retroceder..
Siguieron....
Foto de Armando Altamira
(puede ser utilizada libremente en cualquier publicación)
Tiempo después, en las partes
planas el avance se dificultaba porque ahí una multitud de roedores, a unos
cuantos centímetros de la superficie, tenían su madriguera y habían perforado
extensas redes de túneles, esto hacía que el terreno se rompiera con mucha
facilidad al pisarlo, con lo cual a cada paso nos hundíamos; por ello, debimos
tener mucho cuidado para no fracturamos un tobillo.
Faltan 80 kilómetros de dunas
de arena seca ( con 45 grados C) y ya sólo tenemos 5 litros de agua
"¡Llegaremos!" pensamos de
manera ilógica...
Con todas estas dificultades y
los contratiempos que después tuvimos, nuestro recorrido desde un comienzo fue
interesante, en especial porque ninguno de los cuatro integrantes del grupo
teníamos experiencia en recorridos por lugares con topografía similar. Mientras
nos internábamos más en el desierto descubríamos también un mundo distinto a
todo lo que nosotros conocíamos; la aridez y sus distintas manifestaciones nos
impresionaron enormemente.
El lugar nos pareció revestido
de una singular belleza. Esto, con frecuencia, lo verificábamos al ver una
águila inmóvil en lo alto de un saguaro, o bien, cuando un pequeño lagarto
cornudo, del mismo color del piso, alarmado por nuestra presencia, se delataba
y echaba a correr. Asimismo, la monotonía se alteraba cuando una y otra liebre
del desierto desesperadas por alejarse de nosotros, sólo daban vueltas en
círculos. Pero lo que más nos distraían eran las lagartijas cola de cebra que,
también, con regular frecuencia cruzaban frente a nosotros.
Por cierto, en los primeros
kilómetros hacia el interior del desierto, la fauna está muy expuesta a la
acción depredadora de los cazadores, quienes en vehículos pueden desplazarse
más o menos cómodamente. Los animales están a salvo a partir de donde las
arenas comienzan.
En la primera parte de nuestro
recorrido cruzamos por la zona semiárida, caracterizada por enormes e
interminables mantos de cactáceas, de esas criaturas sabias en el arte de vivir
en un mundo inhóspito, candente y falto de humedad. Y sentimos envidia de
ellas, pues si hubiésemos tenido su epidermis nunca se nos hubieran presentado
muchos de los contratiempos a los cuales nos enfrentamos.
De todos modos, ante la
desventaja de carecer de un sistema protector para no perder los líquidos del
cuerpo, nos alegramos de llevar una buena dotación de sueros para fijar el agua
de nuestros tejidos y agradecimos a una doctora de la Facultad de Ciencias
Químicas que nos hubiera preparado las fórmulas que de tanta utilidad nos iban
a ser más adelante.
Frente a las dunas
Foto tomada de Internet
Transcurrieron varias horas
antes de que llegáramos a la primera gran barrera de dunas; ya antes habíamos
franqueado un área de transición de matorrales semisepultados por la arena,
esta zona era la división entre el desierto y el “mero desierto” que nosotros
buscábamos. Cuando por fin quedamos frente a la primera línea de domos arenosos
nos fuimos de espaldas, pues jamás pensamos que pudieran presentar allí
semejantes proporciones, ya que las dunas tenían unos cincuenta metros de alto
por unos doscientos de largo, por unos cien de ancho y todas perfectamente
entrelazadas hacían varias crestas de fondo y formaban la gran cadena que, como
todas las cadenas que seguirían, observaba un rumbo NW-SE durante varios
centenares de kilómetros.
Por cierto, dudamos mucho de
que los camellos, en el supuesto caso de que ahí los hubiera, pudieran avanzar
por semejante lugar.
Para entonces, era ya la
primera hora de la tarde y nos vimos definitivamente detenidos, no tanto por la
arena, sino por el sol, por lo que buscamos una loma para levantar el toldo de
la tienda, con la esperanza de alcanzar alguna corriente de aire que nos
refrescara un poco. Cuando se localizó, instalamos nuestro improvisado refugio
y sin perder tiempo nos metimos en su sombra, que de todos modos estaba
caliente, pues todo ardía.
Varias maneras de proporcionarnos sombras. Algunas fotos son de Altar y otras del desierto de Samalayuca, Chihuahua.
Recordamos que Altar, con su
precipitación media pluvial de 125 mm anuales, es uno de los desiertos más
secos del mundo. Reaccionamos igual que los reptiles en busca de sombra cuando
la temperatura llega a los 40º C; reflexionamos en que apenas ayer éramos
orgullosos seres de los suburbios metropolitanos y ahora el saltador ratón
jerbo, que puede vivir sin tomar agua, era superior a nosotros. Una
confirmación de ello fue que tres auras nos creían muertos, dieron unas vueltas
en el cielo arriba de nosotros, y después, decepcionados, se retiraron montados
en alguna corriente de aire tibio.
Pero, como sea, las
condiciones de aislamiento y dificultad que se encuentran una vez llegados a la
zona de la arena, nos reafirmaron la idea de que allí la ecología está a salvo
respecto del hombre que se ha constituido en el más grande depredador de la
naturaleza.
Llevábamos diez litros de agua
por persona, más cinco botes de jugos de frutas de medio litro cada uno, pero
en lo que iba de la jornada habíamos dado cuenta ya de los botes y empezado con
el agua del garrafón. Nos alarmamos por ello, sobre todo, porque teníamos la
idea de que la sed que experimentábamos era insaciable.
Por cierto, la ración de agua
que se les daba al día a unos trabajadores de la región francesa del Sahara
para beber y para preparar sus alimentos era de no menos de ocho litros; y por
la evocación de ese dato venimos a cuenta que nos encontrábamos en los mismos
paralelos que el Sahara en posición al Ecuador, sólo que en la longitud oeste
del planeta.
Por lo demás, se calcula que en el desierto el
agua que el humano pierde por transpiración es aproximadamente de un litro cada
hora. A. Starker Leopold, zoólogo que ha dedicado su existencia a estudiar la
vida del desierto, dice en su obra El desierto: “En un día cálido y ventoso,
siente uno que el calor del desierto lo asfixia, pero no ve que de sus poros
brote una gota de sudor, cuando en realidad está uno sudando casi un litro de
agua por hora: ¡así de rápida es la evaporación!”.
Pinacate, omnipresente en AltarFotos tomadas de Internet
(rectificando un error del autor de este blog como de su autoría)
Nos sumergimos en un fuerte
sopor, casi hasta dormimos, y a nosotros mismos nos costaba trabajo creer que
alguien pudiera dormir en semejantes condiciones, pero en realidad era como una
defensa, pues en ese tiempo reducimos al máximo el esfuerzo y consecuentemente
eliminamos menos líquido; pero de todas maneras, al despertar el sudor nos
escurría detrás de las orejas; luego sacábamos la mano al sol y sentíamos que
nos ardía, y en la sombra la capa de aire era sofocante, además, abríamos la
boca como peces fuera del agua.
Tres horas más tarde, la
temperatura descendió cuatro grados y fue la señal para ponernos en marcha.
Vimos que después de esos médanos seguían otros y otros; a pesar de que
teníamos 36º C, debimos recordar que el desierto absorbe el 90 por ciento de la
radiación solar, por lo cual el terreno se calienta mucho, lo mismo sucede con
la capa inferior del aire, que era en la que nos movíamos.
A una barrera de altas crestas
seguía un espacio hundido, cuya amplitud era de uno a dos kilómetros ocupados
por lomas bajas de arena sobre las que se aferraban algunos arbustos.
Avanzábamos en fila india y en
ratos un poco dispersos, con la vista hacia el piso, siempre enceguecedor,
mientras el viento llevaba consigo un fino manto de arena y parecía que todo el
horizonte se movía.
Un mapa topográfico de buena
escala, una brújula y un altímetro nos conducían; sin embargo, al atardecer
notamos una pequeña desviación hacia el oeste. Si hubiera sido en la dirección
opuesta, le hubiéramos echado la culpa a lo que dijo Coriolis, aquel matemático
francés quien descubrió que por efecto de la rotación de la tierra todo lo que
se desplaza en el hemisferio norte es susceptible de desviarse hacia la
derecha. Ahora no sabíamos a quién culpar, pues fue a la izquierda, por lo que
marchamos muy próximos al meridiano 114. Nos preguntamos si no sería causa de
la insolación, pues ¿para qué queríamos un dibujo topográfico y un altímetro,
si allí todo era plano y las montañas, de arena, con frecuencia cambian de
elevación y según dicen, hasta de lugar?
Pero, aún así, seguimos la
marcha hasta que el rojizo sol se ocultó en las arenas del oeste. Un poco
antes, al ganar la cima de la más elevada cresta de nuestra ruta, Bernardo
González, de la Facultad de Ciencias Químicas dio gritos de júbilo, pues al fin
había divisado el mar en el lejano sur; observando con detenimiento, José
Flores, de la misma Facultad, descubrió en seguida la espuma de las aguas que
se desvanecían “en el litoral de una azul y hermosa rada”; además, Francisco
Mancilla, de la Hemeroteca, notó que el aire en ese momento nos traía una
humedad salada y pegajosa.
La tienda de campaña de
paredes de fina tela y bien hermética, con piso y su doble puerta de cierres,
era un verdadero baluarte en medio del desierto plagado de auténticos peligros.
Víboras, alacranes y, particularmente, los monstruos de gila, fueron
indeseables compañeros de aventura.
Los monstruos de gila, esos
barriles de veneno para los que, según nos aseguraban los médicos, no existía
todavía remedio. Aunque parece que hay una contradicción respecto a estos
especímenes, pues también dicen que no se sabe que hayan causado la muerte de
alguien, si bien la mordida de su poderosa mandíbula ha enviado a muchos al
hospital.
Hicimos una lumbre frente a la
tienda y asamos cecina para cenar; José excavó un hoyo en la arena y en él hizo
la fogata, como lo hacen en su pueblo —allá por Cuautitlán— para proteger el
fuego del viento. Nuestra despensa era muy simple; se componía de carne,
chocolate, pan blanco, fruta fresca y agua. Como experimento llevábamos cuatro
clases de carne roja; de burro (chito, que se vende en las cantinas de la
ciudad de México), de caballo (la conseguimos en los expendios de carne para
perros), de res y de venado; en esos parajes, todas resultaron manjares
suculentos y nos daban plena confianza en la recuperación de energía.
Notamos que el desierto pierde
rápidamente el calor acumulado durante el día y pronto baja la temperatura;
también nos dimos cuenta de que ahí se siente brutalmente el silencio, sobre
todo, por las noches cuando aparece un cielo enorme de estrellas y
constelaciones, y hacen que el viajero se vuelva presa del sentimiento de
hallarse frente a una inmensidad.
Además, muy intrigados,
observamos en tres ocasiones grandes estrellas que en término de cinco minutos
descendían hasta desaparecer bajo la línea del horizonte, a veces se alejaban y
se perdían en la distancia o seguían una línea en zig-zag. Acostumbrados como
estábamos a observar satélites desde las altas montañas de la Sierra Nevada, no
podíamos ahora encontrar una explicación, creímos que la sed nos hacía ver
alucinaciones nocturnas; además, recordamos a los conductores del autobús que
nos trajo, pues cuando les dijimos que necesitábamos bajarnos en el kilómetro
100 de la carretera a San Luis Río Colorado, nos preguntaron primero si íbamos
de braceros —pues un poco al norte está la frontera— y al contestarles que no,
que éramos alpinistas, el que manejaba miró a su relevo, abrió mucho los ojos y
después movió la cabeza. Ambos creyeron descubrir el verdadero motivo de
nuestro proceder, dijo: “Van a localizar la base de platillos voladores que hay
en el desierto”, y aseguraban con mucha firmeza la existencia de esa base y
también nos decían de autobuses de pasajeros, casas y gente que desaparecían sin
dejar rastro en la región, y así una serie de relatos parecidos a lo del
Triángulo de las Bermudas, pero como esos macroenigmas estaban de moda en el
mundo y en el país no nos íbamos a quedar atrás, no les creímos.
Itinerarios de la primera (km. 100) y segunda (km.130) travesía
Mientras tanto, era la tercera
semana de mayo (de 1977) y la temperatura bajaba a 10º C a las cinco de la
mañana; pero, como ropa de abrigo fue suficiente la funda de nuestros sacos de
dormir, un suéter y una chamarra de pluma, probablemente, en invierno la
temperatura al amanecer debe aproximarse bastante al cero.
Confirmamos que Altar es uno
de los más solitarios desiertos de cuantos existen, ya que al este se
encuentran las extensas llanuras desérticas de Chihuahua; al sureste la gran
llanura semiárida conocida como “Desierto de Sonora”, del cual Altar (en el
ángulo noroeste de ese estado) es una subprovincia fisiográfica; al norte los
desiertos norteamericanos de Mojave y de la Gran Cuenca; al sur el mar; al
oeste el Delta del Colorado y más allá, otra vez mar.
Las calcinadas, negras y
deslumbrantes coordenadas de este desierto son, aproximadamente, entre los 31º
y los 32º 30’ de latitud norte y los 113º y 115º de longitud oeste,
naturalmente, arriba del Trópico de Cáncer.
Nos levantamos todavía de
noche; echamos la cecina al fuego; tomamos un litro de agua de un sorbo;
recogimos la tienda, y una hora antes del alba ya nos encontrábamos caminando.
Nunca vimos más animales que los mencionados antes, pero, en cambio,
encontramos una enorme cantidad de huellas de animales nocturnos, alimañas,
reptiles y aves de presa; sus huellas nos indicaron que es en la noche cuando
los animales despliegan mayor actividad; había que ver las pisadas de los búhos
que estaban bien marcadas en la arena y se interrumpían en los matorrales en
donde cobraban a sus víctimas; también encontramos con frecuencia rastros de
animales de uña sobre todo, pudimos observar una enorme cantidad de huellas en
forma de 5 del crótalo cornudo, del que se dice tiene locomoción lateral y su
estela de surcos interrumpidos dan la impresión de que el animal saltara.
Total, llegamos a la
conclusión de que si este lugar es desierto será de seres humanos, por lo
demás, se trata del sitio más poblado de criaturas del reino animal que pueda
uno imaginarse; esto último nos hizo suponer que aún en el corazón de los
médanos debían existir depósitos de agua o quizá hasta veneros, pues siempre
hay la probabilidad de que una falla en las capas impermeables del subsuelo
libere un estrato acuoso y emerja hasta la superficie, o bien que una mano
misteriosa desplace algún nivel freático hasta aquellos lugares.
Cuando el sol proyectó las más
hermosas tonalidades anaranjadas del amanecer, llegamos a la cima de un
complejo grupo de dunas, bruñidas por el viento de la noche que, sin
impedimentos de la fauna y sin testigos geológicos verticales, había hecho los
más variados y simétricos trazos en la superficie de la arena y el resultado
fueron unas dunas festoneadas a la luz del sol naciente cuya observación nos
gratificó enormemente. En la cumbre, José Flores plantó, sobre una larga vara
que llevaba para el efecto, una camiseta suya a manera de banderín, al cual
pronto las tormentas de arena derribarían, pero que, sin embargo, desde luego
no borrarían el hecho de que una vez lo hayamos dejado allí.
Trópico de Cáncer: altas temperaturas, se requiere mucha agua y se avanza poco.
Trópico de capricornio: Temperaturas moderadas, se requiere menos agua y avanza más.
Esta vez la elevada
temperatura —45º C— nos hizo detenernos hacia las doce del día, por lo que
armamos el toldo de la tienda y nos quedamos quietos durante tres horas, en ese
tiempo notamos que aproximadamente a la hora que nos deteníamos también la
fauna de Altar suspendía su actividad; entonces descubrimos la antigua ley del
desierto, la cual consiste en que mientras en la superficie de la arena había
45 grados, diez centímetros abajo el termómetro baja hasta 30º, y por ello, los
animales se metían en la arena cuando el calor aumentaba, pues bajo la
superficie está el secreto de la sobrevivencia; y lo mismo en el día como en la
noche, ya que en la madrugada, cuando la arena de la superficie se encontraba
helada, la del interior se hallaba a una temperatura cálida y bastante
agradable, entonces, más que nunca, la fauna volvía a hundirse en la arena para
evitar, el frío. Esto nos tranquilizó porque, al menos en ese momento del cenit
las culebras deberían estar metidas en la arena, ya que la temperatura crítica
de su organismo no soporta los 45º C, y la que por accidente se encontrara en
la superficie, seguramente moriría.
Segunda travesía
Por las elevadas temperaturas
se podría pensar en caminar durante la noche para aprovechar así las horas
frescas; de hecho no falta algún experto que lo recomiende. Pero, por nuestra
parte, mejor nos cuidamos mucho de hacerlo, ni siquiera como aventura o para
implantar un récord de tiempo porque en la noche es cuando empieza lo que
algunos conocedores han llamado “la fúnebre quietud del desierto”; y aun cuando
se tenga experiencia, siempre se requiere tantear el terreno con los pies, y,
por si ello no bastara, queda el problema de la orientación, toda vez que, aun
ayudándose con las estrellas, un solo segundo de grado que uno se desvíe puede
traer consecuencias lamentables.
En vano habíamos buscado a lo
largo de nuestra ruta “ciento trece cincuenta” un altar a Tonatiuh, dios del
sol, pues es el lugar más apropiado para tal efecto, pero sabido es que los
grupos prehispánicos buscaron siempre los climas templados de la Mesa Central;
de cualquier forma, nos gustaría saber el origen del nombre de esta región,
conocida por el Desierto de Altar; nos preguntamos si se deberá simplemente a
los rasgos geológicos o a su característica respecto al clima.
Francisco Mancilla tuvo
problemas con los garrafones en los que transportaba su agua. El primer día
perdió dos litros debido a una fuga en uno de los recipientes; al segundo día
el otro garrafón se perforó y toda el agua se yació, sólo se pudo aprovechar
una poca, por lo que él y José se arrojaron sobre la arena para tratar de
rescatar algo de humedad, pero fue inútil. Así, tuvimos que repartir la escasa
agua de tres, entre cuatro.
Para entonces no nos bastaba
ya beber directamente de la cantimplora, sino que necesitábamos ver el agua, y
para ello vertíamos el líquido en un vaso y lo contemplábamos emocionados,
porque mirar agua en el desierto, aunque sólo fuera en un recipiente, era ver
ni más ni menos que el paraíso. Y medio litro que veíamos y tomábamos nos
confortaba, más que cuando la tomábamos sin mirarla.
Cuando empezamos a caminar de
nuevo y hubimos ganado la cima más grande de la siguiente barrera de dunas,
sólo pudimos ver más y más barreras de dunas. El mar descubierto la tarde
anterior, su espuma y su viento húmedo y salado, sólo habían sido un espejismo
colectivo. Y es que el día caliente, la falta de viento, la reverberación solar
y nuestra mente obsesionada por la sed, nos hicieron ver un extraordinario
espectáculo.
Cuatro años atrás habíamos
estado sobre el flanco oriental del Aconcagua y esta montaña argentina también
es famosa por las frecuentes visiones que sufren los alpinistas, sólo que ahí
no se deben a una ilusión óptica como en el desierto, sino a falta de glóbulos
rojos en el cerebro por la altitud y la consecuente disminución de oxígeno en
la sangre.
Después de este derrumbe de
esperanzas fue cuando se dio el primero y único problema en la conducta del
grupo, pues cuando en una ocasión puse el mapa sobre la superficie plana de un
plato de cartón y sobre el mapa colocaba la brújula para checar una vez más el
rumbo que seguíamos, en ese momento Bernardo me preguntó visiblemente molesto y
lleno de escepticismo:
—¿Y sí ese plano está
equivocado?
Por respuesta sugerimos que,
en ese caso, si alguien lograba salir con vida de aquello, pues fuera a
reclamarle al Departamento Cartográfico de la Defensa Nacional por haberse
equivocado, pero nos apresuramos a agregar que no existía motivo de
preocupación, ya que seguíamos un ángulo recto al camino del sol y mientras eso
sucediera todo iría bien; pero que, sin embargo, también necesitábamos tener fe
en que el sol debería salir por el mismo rumbo de siempre.
El planeta rodante hacia el este-oeste con sus diferentes temperaturas (según la posición de la tienda de campaña) y sus encuentros y desencuentros con el físico y mítico sol de día de las etnias nativo americanas. En el mito teotihuacano hay sol de día (Nanahuatzin) y sol de noche ( Tecuciztecatl, la luna)
La obsesión de que pudiéramos
pasar por una sed extrema empezó a apoderarse de nosotros. Comenzamos la
travesía llevando diez litros de agua por individuo, a la cual le mezclamos un
suero a base de glucosa, dextrosa y cloruro de sodio, lo que nos permitió que,
sintiendo menos necesidad de agua, pudiéramos hacer rendir la cantidad inicial
como si en realidad lleváramos unos veinte litros; pero con todo, ya para el
segundo vivac sólo teníamos dos litros por hombre y al final de esa jornada en
la cena y durante la noche, tuvimos que consumir otro litro y sólo nos quedó
una cantimplora, y, para colmo no teníamos idea si habíamos avanzado algo,
porque las montañas de arena y los miles de millones de partículas redondas de yeso
y cuarzo que veíamos todo el día, nos hicieron perder la noción de la
distancia, mientras caminábamos a barlovento, siempre a barlovento. Y por si no
fuera suficiente, allí las dunas tenían más de cien metros de elevación pues
era el centro del desierto donde seguramente el sol tiene su casa predilecta.
Jamás vimos otras clases de
dunas que las llamadas transversales, sobre todo, en lo que se refiere a las
grandes barreras siempre orientadas en dirección NW-SE, aunque, probablemente,
desde una vista aérea, los nudos de médanos se acerquen un poco a la imagen de
las “dunas estrellas”, pero ni las “longitudinales” ni las “medias lunas”
aparecieron por ninguna parte, y en especial estas últimas que son propias de
las áreas desérticas desprovistas de vegetación y con una escasez relativa de
arena.
Mientras tanto, lo que más nos
sorprendía era que hasta en las grandes dunas la flora tenía su representante,
aunque fueran unas cuantas matas de pasto. Nos había sorprendido observar que
los líquenes podían vivir en el cráter del Popocatépetl a más de cinco mil
metros sobre el nivel del mar, cercados por el hielo y la nieve, y sometidos a
constantes y violentísimos cambios de temperatura. En cuanto a los grandes
pastos se refiere, también son los que más avanzan por los flancos de las altas
montañas nevadas dejando muy abajo el nivel del bosque; por ello, se deduce que
sí no fuera por el humano, que se mete en todas partes, la flora sería lo más
resistente de la creación de nuestro planeta, en esos niveles de altitud y ante
esos cambios climáticos.
La portada de 1978
Repasábamos mentalmente las
distancias y la travesía, desde la carretera hasta el mar era —en la línea
recta del mapa— de 57 kilómetros, a lo cual había que agregarle otros 15 más
del punto en donde tocaríamos mar hasta la estación ferroviaria Gustavo Sotelo,
más otros 10 de, por lo menos, un 15 por ciento que se emplea en las vueltas y
ascensiones obligadas por la topografía del terreno, especialmente en la zona
de los promontorios, con lo cual el recorrido real del itinerario sería de unos
80 kilómetros de éstos, los primeros 57, idealmente lineales, por lo menos 30
eran de domos grandes, chicos y medianos.
Antes de reanudar la marcha,
en la tarde del segundo día, economizamos peso en una medida que casi me dio
pánico, pues jamás había visto hacer eso.
El pequeño frasco de café en
polvo fue vaciado en una ligera bolsa de plástico para poder desechar el frasco
de vidrio. Por su parte, José abandonó una camisa y Bernardo se deshizo de su
pañuelo, de sus lentes de repuesto y de su peine.
La portada de 1985
Dibujo de Javier Osorio Betancourt
Seguimos. Nuestros tanques
vacíos nos hicieron forzar la marcha en lo que restaba de esa jornada.
Desde luego, el novelesco
recurso de cortar cactos y extraer su agua no nos era permitido, pues en el
reino de la arena no existen estos vegetales y nos encontrábamos a la sazón en
el séptimo círculo de Altar. . . y ahí sólo vive el sol.
No recordábamos ya cuantas
cordilleras móviles habíamos cruzado, quizá eran seis o diez o quince.
Caminamos y más adelante subimos de nuevo hasta la cumbre más alta para
escrutar el horizonte. Nos pareció que ya sólo faltaba una de ellas, pero era
tan amplia que no sentimos ningún aliento.
En ese momento, el aire
soplaba fuerte y volvía a llevarse la arena hacia adelante en un extenso manto
móvil cerca de la superficie sin levantarla más alto de nuestras rodillas,
porque, evidentemente, el grano allí era grueso.
Un poco más adelante, al pasar
otra enorme duna a sotavento, un aluvión cuarcítico nos cayó casi verticalmente
envolviéndonos hasta casi perder de vista a los compañeros; pudimos comprobar
que los lentes y los tapabocas que llevábamos nos sirvieron maravillosamente.
Luego descendimos hacia la zona intermedia de montículos, y como el sol
poniente se encontrara ya muy bajo, apresuramos el paso, por lo que sin perder
tiempo nos dejamos ir casi con desesperación sobre la enorme pendiente de la
otra gran barrera y sólo nos detuvimos un momento al pasar por un campo de
fragmentos fosilizados, probablemente tubos de anélidos.
Kilómetros caminando sobre arenas inestables.
En alta montaña nuestras pisadas sobre el hielo las podemos encontrar hasta en la temporada siguiente. En el desierto una hora después todo se habrá borrado.
Allí pudimos ver que, en efecto,
era la barrera más grande que habíamos subido; afortunadamente, para entonces,
el viento llevaba algo de frescura y la arena, tan sensible como la nieve a
esos cambios, se presentaba un poco consistente y pudimos avanzar con ligereza.
Observamos que en verdad era
el último obstáculo de arena, pero nos cuidamos mucho de creerlo pues podría
ser otra ilusión y seguimos caminando hasta que cayó la noche y verificamos
que, efectivamente, ya sólo quedaban promontorios chicos y que los arbustos
empezaban a multiplicarse.
Todos coincidimos en que el
desierto es deslumbrante, que es la casa del viento y el reino de la erosión, y
que, para cruzarlo con éxito, un ejercicio ideal es bajar escaleras eléctricas
que suben o subirlas cuando su movimiento es descendente; o bien, caminar
durante horas sobre la arena candente de cualquier playa como nosotros lo
habíamos hecho, primero en las escaleras del metro capitalino y después en los
esteros de la Laguna de Chacagua. frente al Océano Pacífico, en Oaxaca.
José Flores en el centro de Altar, por la mañana
El rocío de la noche hace menos inestables la superficie da las arenas y se puede avanzar con más facilidad
Foto de Armando Altamira
Esa segunda noche simplemente
nos dejamos caer entre la arena, pues la caminata del día duró kilómetros a
contra viento y siempre en una superficie exenta de suelo verdadero que,
carente del humus más somero, nos obligó a marchar en casi toda la jornada,
como la del anterior, sobre una superficie movediza donde los pies se hundían y
las piernas veían sometidas a un enorme esfuerzo y no acababan de encontrar un
punto sólido en dónde apoyarse.
Habíamos terminado con los
labios partidos por la sed y la garganta llena de polvo. Sólo el temor a
animales nos hizo parar la tienda. Mientras la instalábamos, nos pareció
escuchar muy lejos un silbato de ferrocarril, pero no lo creímos, dado a que ya
nuestro escepticismo era muy grande.
Mejor volvimos a prender la
fogata, mientras arriba la noche era inmensa, silenciosamente callada.
Inmensamente silenciosa. Inmensamente sola. Una luna oriental quería
iluminarnos y en su interior un viejo dios cobarde permanecía encerrado como en
una esfera de cristal, era la misma divinidad que en la noche teotihuacana
había dudado un segundo frente a la hoguera y ahora vagaba sólo en la
eternidad; nosotros, lo entendíamos, pues también vagábamos en la amplitud
vacía de Altar ...
En la puerta de la tienda, y
antes de irse a dormir, Mancilla recordó un pensamiento de Kayam que decía más
o menos de la siguiente manera: "bebe, al mirar las estrellas piensa en
las culturas que se tragó el desierto".
Recordamos que llevábamos una
ánfora de brandy por lo que nos apresuramos a destaparla; pensamos que como en
la alta montaña nos iba a reanimar, pero todo lo que sacamos fue una tremenda
quemada en nuestra reseca boca mejor tiramos el ánfora para que se la tragara
el desierto.
Ya descansados volvimos a
revisar el contenido de nuestras mochilas con la idea de eliminar peso, no por
el peso mismo, sino porque éste nos exigía mayor esfuerzo el cual nosotros
traducíamos en eliminación de agua de nuestro cuerpo.
Vimos que como equipo de día
llevábamos lentes polarizados muy necesarios para proteger los ojos del polvo,
y de la intensa luminosidad, sobre todo para nosotros, habitantes de zonas
fuertemente oscurecidas por el smog; paraguas cuyo uso fue un acierto
extraordinario para defenderse del sol, pantalones cortos, que brindaban una
enorme comodidad de ventilación y de movimientos, camisa blanca delgada que
resultaría ideal por su propiedad de rechazar en buena medida el calor y por su
corte holgado que aseguraba también la ventilación máxima a que se puede
aspirar en ese lugar.
Nos envolvimos un rato, a la
usanza árabe, para cuidar eso de la fuga de humedad del cuerpo, pero pronto
tuvimos que volver a nuestra moda porque sentimos que nos incendiábamos (esto
de la forma de vestir frente al calor no observa una regla invariable, pues en
el mismo Sahara los habitantes de la parte norte acostumbran permanecer
completamente cubiertos de largos y gruesos ropajes, en tanto los del sur andan
casi desnudos).
Para proteger las vías
respiratorias en caso de vendaval prolongado, llevábamos tapabocas de los que
usan en los laboratorios químicos. En cuanto al calzado era un enigma, por lo
que habíamos decidido experimentar por nuestra cuenta. Dos llevaban botas altas
de cuero, tradicionales para la caza; José Flores unos mocasines bajos de calle
con suela de hule y polainas cortas; yo unos tenis altos, sin polainas, de esos
que se usan en el baloncesto. Todos encontraríamos aspectos a favor y en
contra, pues los de las botas altas sufrirían de elevada temperatura y de todas
maneras saldrían con ampollas o
lastimaduras; sus ventajas serían respecto a mordeduras de víboras, mientras
que nosotros no sufriríamos de sobrecalentamiento en los pies, como era de
esperarse, pero sí algunas molestias ligeras ya que la arena llenaba los huecos
de los zapatos, pero en general, todo fue bien en este renglón.
Con medicinas varias
confeccionamos un ligero botiquín en el que tenían lugar preponderante los
sueros antialacrán y el antiviperino con sus respectivas hipodérmicas. En fin,
que todavía esa noche nos pareció que el equipo que nos quedaba era
indispensable.
Se agotó la reserva de agua
En el mediodía de la segunda
jornada habíamos tenido 45º C y en la madrugada de ese tercer día el termómetro
marcaba 10º C con lo que debimos experimentar una variación nada menos que de
35 grados.
Con 45 grados, y ya sin agua, el único pensamiento valedero es: seguir, seguir, seguir...La técnica para cruzar desiertos a pie (hasta donde sabemos, es una idea nuestra) como es la manera ortodoxa del alpinismo (de otra manera estaríamos hablando o de safari en vehículos motorizados o de cabalgata sobre caballo),es mediante el sistema de lanzadera que se usa para abordar montañas desprovistas de refugios establecidos: instalar un campamento, aprovisionarlo de víveres y agua, instalar el segundo campamento...
Antes de reanudar la marcha
por la mañana, bebimos el último medio litro de agua que nos quedaba como
reserva. Después de tres horas de marcha descansamos un rato en la ilusoria
sombra de una loma y vimos algunas rocas torturadas por el sol que, sometidas a
dilatación diurna y a contracción nocturna durante siglos, habían acabado por
resquebrajarse más arriba un buitre permanecía inmóvil en el aire, quizá era el
mismo que el día anterior nos observara.
Un poco antes un remolino nos
había envuelto; las partículas de arena chocaban unas contra otras, se ponían
en movimientos ascendentes y nos golpeaban. Para colmo, cuando reanudamos la
marcha, una turbonada de larga duración nos atrapó y levantó las partículas
finísimas del terreno y por un rato se opacó el sol. Por las dudas, consultamos
nuestra brújula, es decir el único implemento que nos conducía correctamente en
el desierto, entre las fuertes insolaciones, las grandes tempestades de arena y
los maravillosos espejismos.
Dibujo de Manuel Sánchez
Pone de relieve utilizar la sombrilla. 3 o 4 grados bajo su sombra puede evitar situaciones realmente delicadas.
Sánchez es el coautor( con el autor de este blog) de Técnica Alpina, primer libro de alpinismo escrito por mexicanos, editado en 1978 por la Dirección de Actividades Deportivas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Algún tiempo después, al regreso de Altar, organizó una travesía de Médanos Blancos, al oeste, hasta las vías del ferrocarril Casas Grandes-Ciudad Juárez, en el desierto de Samalayuca, Estado de Chihuahua, México.
Convencidos de que el rumbo
era el correcto, recorrimos unos cinco kilómetros más por un suelo blanco que
se movía al capricho del viento, aunque ya se veían algunos sotos, gobernadoras
y hedondillas, que sostenían la más desigual y tremenda dé las luchas contra la
arena que siempre amenazaba con sepultarlos y educar en su lugar un enorme
médano.
Pero, por fin, al dar vuelta a
una loma más alta divisamos una laguna casi seca, de la que, en su lado
sureste, había agua como para alimentar a una ciudad, y aunque sabíamos que su
lecho debía tener una gran cantidad de substancias alcalinas, aún así
mantuvimos la esperanza de encontrar agua dulce; también pensamos en el enorme
grado de contaminación que una charca en el desierto debe contener con tanto
animal que ahí abreva así como los organismos, defecaciones y cuerpos en
descomposición que encierra.
Nosotros hubiéramos pagado
cualquier cantidad con tal de tomar agua, aún de la más sucia, pero resultó que
la de ahí no era dulce ni salada, sólo capas de sal que a cierta distancia y en
determinado ángulo parecían agua. El lado sur del vaso de la laguna lo formaba
una elevación de terreno y cuando hubimos ascendido nos encontramos parados
sobre la vía del ferrocarril, y fue tan de improviso que nos costaba trabajo
creerlo.
Cuando estuvimos sobre la vía
supimos que nos faltaban unos veinte kilómetros, pues de ahí a la playa (para
nosotros el desierto terminaba hasta la playa) quedaban cinco kilómetros, cinco
de regreso y diez para llegar a la pequeña estación ferroviaria Gustavo Sotelo,
en el este.
Gustavo Sotelo fue uno de los
ingenieros que trazaron la vía del ferrocarril de Sonora; murió de sed entre
las dunas de Altar. La vía era como la línea fronteriza entre el desierto y el
ambiente marino, ya que nos pareció ver muy claros los límites de separación
entre un ambiente y otro.
Sin pensarlo más, bajamos por
el talud del lado opuesto y continuamos nuestro peregrinar rumbo al sur.
Hacía mucho que la última gota
de agua se había terminado; la lengua se nos pegaba al paladar y la parte
superior de la laringe parecía cerrarse y era difícil el paso del aire hacia
los pulmones; más adelante encontramos una planta suculenta que pudimos
masticar pero de inmediato la arrojamos pues su jugo era espeso, caliente y muy
salado.
Al fin llegamos a la zona de
las marismas y al avanzar más por esas planicies de inundación del litoral,
divisamos a lo lejos dos pequeñas lanchas de motor estacionadas cerca de la
orilla y más allá, tres barcos de gran tonelaje, por lo que en nuestra gran
necesidad de agua pensamos en salvar a nado la distancia que nos separaría de
ellas una vez que nos encontráramos en el borde del agua. Empero entre más nos
acercábamos, las lanchas daban señales de actividad y notamos que se alejaban
mar adentro. Era tanta la desesperación que hasta les gritamos; les decíamos
que se detuvieran, que necesitábamos agua potable.
Estamos seguros de que nos
escucharon, por eso, con más rapidez, desaparecieron de nuestra vista. Y allí
quedamos, desconcertados y recordando que en estas latitudes el narcotráfico se
hace en el menor tiempo posible y a la mayor cantidad imaginable y, tal vez, a
ello se debía ese comportamiento.
Mientras tanto, tuvimos que
recorrer un buen número de canales formados por las mareas y que a esa hora se
presentaban vacíos de agua con puro lodo en su fondo en donde, por cierto, se
movían miles de pequeños cangrejos.
En la tormenta. Según la sed
que llevábamos nos parecía dificil de alcanzar; a nuestras espaldas, hacia el
oeste, aparecía más próxima la estación López Collada pero caminar hacia ella
era alejarse más de Punta Peñasco y caer en una trampa de distancia en el caso
de que tampoco esta estación existiera ya. El desierto, que después de todo
seguía aprisionándonos, no permite errores de cálculo; cuando tiraron la vía de
ferrocarril de Sonora muchos murieron de sed en ese lugar en el que ahora
nosotros nos encontrábamos, es decir, en el desierto y el mar. En principio
habíamos vencido al Desierto de Altar, pero ahora era urgente resolver los
obstáculos próximos antes de que llegara la postración y el fin a causa de la
sed.
El espectáculo y los tiburones
Ver a unos individuos que
salen del desierto y se aproximan al mar es todo un espectáculo. En nuestro
caso faltaban doscientos metros para llegar a la línea del agua cuando, a pesar
del cansancio, empezamos a correr; sin parar, los de Ciencias Químicas se
deshicieron de sus mochilas y se tiraron en clavado al agua. En cambio el de la
Hemeroteca ni se acordó de la mochila, simplemente se impulsó y con todo y
equipo se hundió entre las olas. Claro que desde unos kilómetros atrás el
ambiente era marino, pues habíamos cruzado marismas, canales y playas de
inundación; pero, por mi parte, no descartaba la posibilidad de que bien
pudiera ser aquello otra ilusión, más grande todavía que las anteriores. Por
eso, seguí caminando hasta que el agua me llegó a la cintura y aún permanecí en
esa actitud durante cinco minutos y fue hasta al cabo de ese tiempo cuando
acepté que verdaderamente habíamos llegado a las playas de la Bahía de Aduar,
en el Golfo de California; entonces también me zambullí.
Pero la alegría nos duró poco,
pues al sacar la cabeza del• agua, a unos quince metros de ahí, cuatro tiburones
de más de tres metros de largo buscaban comida; su aleta dorsal cortaba el agua
lenta y uniformemente y hasta parecía elegante, pero una vez localizada su
presa se hundían con brusquedad y se agitaban en forma convulsiva hasta que su
víctima cesaba de moverse. Lo que más nos alarmó fue que el sitio donde se
encontraban tendría apenas un metro de profundidad y como la playa ofrecía allí
una pendiente muy somera, en consecuencia era la misma profundidad a la que
nosotros nos hallábamos. En un segundo entendimos nuestra comprometida
situación; vimos como los de Química, igual que delfines, saltaban al mismo
tiempo sobre la superficie del agua y prácticamente devoraban la distancia que
los separaba de la orilla; Mancilla y yo también tratamos de ganar la línea de
la arena dando brincos tan largos como podíamos, y el corto tramo se nos hizo
infinito. Cuando por fin nos encontramos fuera sentimos que en nuestro cabello
habían aparecido canas.
Se acabó y nadie se alegraba
Así de rápido fue todo al
final. Habíamos dado cima a la empresa que nos ocupaba, pero ni siquiera
tuvimos tiempo de felicitarnos mutuamente, como se acostumbra, por haber
cumplido con nuestra misión. Sí bien era cierto que la travesía estaba
concluida, aún quedaba por resolver el problema del regreso, lo cual era muy
difícil pues la Bahía de Aduar está completamente deshabitada a lo largo de sus
setenta kilómetros, salvo tres minúsculas estaciones ferroviarias de
mantenimiento diseminadas a todo lo largo de su lado norte, pegadas al desierto,
y su población Punta Peñasco en el extremo sureste de la Bahía.
A este lugar se le conoce como
Bahía Aduar, Bahía Adair o Bahía López Collada. Parece ser que López Collada
fue otro conquistador del desierto que también murió de sed entre las dunas
cuando tendían la vía del ferrocarril de Sonora.
Descifrar los problemas de la
retirada en lo que se refiere al terreno y el problema de la sed cuyos efectos
en nuestro organismo habían llegado ya casi a su punto extremo, era nuestra
preocupación.
La estación Gustavo Sotelo, en
el kilómetro 205 de la vía de Sonora, aparecía localizada en el mapa a una
distancia de unos quince kilómetros en dirección este y hacia allá debíamos
dirigirnos.
Una duda nos golpeaba
fuertemente respecto a nuestro plano, porque su edición databa de veinte años
atrás, y si la referida estación no existía ya entonces deberíamos caminar
hasta Punta Peñasco, es decir, unos cincuenta kilómetros, lo cual, según la sed
que llevábamos, nos parecía difícil de alcanzar. A nuestras espaldas, hacia el
oeste, aparecía más próxima la estación López Collada, pero caminar hacia ella
era alejarse más de Punta Peñasco, y caer en una trampa de distancia en. el
caso que tampoco ésta existiera ya.
El desierto, que después de
todo seguía aprisionándonos, no permite errores de cálculo. Cuando tiraron la
vía del ferrocarril de Sonora muchos murieron de sed en ese lugar en el que
ahora nosotros nos encontrábamos, es decir, entre el desierto y el mar. En
principio habíamos vencido al Desierto de Altar, pero ahora era urgente
resolver los obstáculos próximos antes de que llegara la postración y el fin a
causa de la sed. En esos momentos recordábamos las palabras de Starker: “El
hombre no está hecho para vivir en un medio árido. Perdido en el desierto, sin
agua, en una calurosa mañana de verano, al principio no experimentará molestia
alguna. Pero al cabo de una hora habrá sudado hasta un cuarto de litro de agua
salada y sentirá mucha sed. A media tarde, cuando su sistema orgánico de
enfriamiento se esfuerza por contrarrestar el calor, su peso habrá bajado de
cinco a ocho kilogramos y se sentirá muy débil. Al caer la noche, si el
termómetro subió hasta 48º C, puede haber muerto, pero si llegó solamente a 43º
C a la sombra, entonces tiene probabilidades de sobrevivir otro día más. Aun si
se le suministra una ración diaria de cuatro litros de agua, el sol lo matará
en el término de una semana.
Esto se refiere a un hombre
que, fresco, recién empieza a caminar por el desierto, pero nosotros llevábamos
ya muchos kilómetros andados, mucha sed acumulada y todo ello a una temperatura
muy alta. Debíamos apresurarnos.
El último recurso en ese
momento fue almacenar en las cantimploras nuestros orines y ya sólo esperábamos
que la concentración de urea no fuera demasiado alta; por cierto que nuestro
organismo había aprovechado al máximo el agua, pues no obstante que tomamos más
de diez litros de agua, lo expelido era mucho menos que la cantidad habitual.
Pero, además, teníamos encima
otro peligro, dado que un rato antes, en nuestra desesperación por llegar al
mar y refrescarnos en sus aguas, no habíamos reparado en que la marea empezaba
a subir y en ese momento observábamos ya al agua inundar las planicies a una
gran velocidad... Pensábamos en los canales que habíamos dejado atrás una hora
antes...
Empezamos a caminar a un ritmo
mayor al que desarrolláramos a la llegada para escapar del mar. Entonces, el
cansancio y la sed que estaban a punto de doblegarnos habían quedado en segundo
lugar por lo pronto, ahora sólo nos importaba salir de allí y la única línea en
la que podíamos realizar una retirada efectiva era hacia el norte y así lo
hicimos.
Mientras huíamos, caímos en la
cuenta de que los barcos debían estar dedicados a la pesca del tiburón, porque,
las aguas del Golfo están infestadas de escualos y pensamos que probablemente a
ello se debió que las embarcaciones se retiraran cuando su tripulación observó
que nos acercábamos; seguramente, así evitaron que nos lanzáramos al agua y
cayéramos en una situación altamente peligrosa.
De todos modos, pensamos con
nostalgia que también se nos había cerrado el apremiante recurso del que echan
mano los náufragos y que consiste en agarrar un pez y comerse cruda la carne
para extraer de esa forma el agua dulce de sus tejidos, pero con los tiburones
allí no quisimos acercarnos más al agua y, además, ni siquiera disponíamos del
más elemental utensilio de pesca como para intentarlo.
Prisioneros del mar
Media hora después llegamos a
los primeros canales y apenas pudimos cruzarlos; para los demás canales fue
necesario correr. Cuando llegamos al último, que presentaba una profundidad
considerable, nos dimos cuenta de que ya era tarde; pero sin pensarlo, nos
metimos en él resueltamente, aunque pronto las mochilas hicieron contacto con
el agua.
Bernardo intentó llevar la
mochila con los brazos en alto, pero cuando el agua le llegó al cuello tuvo que
regresar pues, además de que. el terreno seguía descendiendo, la corriente era
ya de tal fuerza que podía arrastrarlo.
Cada vez que nos internábamos
en un canal lo hacíamos por turnos; mientras uno cruzaba, los otros nos
dedicábamos a atisbar en todas direcciones tratando de descubrir la aleta del
tiburón; de todas maneras luego sabríamos que en los canales el tiburón no
siempre nada en la superficie, sino que con frecuencia permanece en el fondo
esperando que pase algún pez de su agrado.
Por otra parte teníamos el
doble problema de no mojar las mochilas en las que guardábamos ropa especial de
abrigo, equipo fotográfico y, sobre todo, material fotográfico en el cual
llevábamos en forma latente, la imagen del Desierto de Altar. El otro problema
era afrontar al tiburón que, en apariencia ausente, intuíamos que podía
aparecer de pronto. Cruzar a nado el canal era lo de menos pues todos sabíamos
hacerlo y el albur de encontrar o no al tiburón también estábamos dispuestos a
correrlo pero quedaba el asunto del equipo...
En esas circunstancias, todo
se desenvuelve rápido y el canal acabó por llenarse hasta el borde y pronto se
desparramó. Dos horas antes éramos prisioneros del desierto y ahora lo éramos
del mar. Empezamos a retroceder y desesperados nos preguntábamos qué diablos
íbamos a hacer pues huíamos, pero lo hacíamos hacia un peligro mayor que era el
océano.
No lejos de ahí se veía un
promontorio cuya altura sería de unos cinco metros; pasar la tarde y la noche
allí no tenía problema en cuanto que llevábamos lo necesario para tal cosa y
estábamos dispuestos, incluso, a entablar un gran combate con el número inmenso
de cangrejos que habitaban el lugar y así esperar la mañana siguiente cuando
los canales volverían a vaciarse.
Pero nos preocupaba el peligro
de que en la noche la marea alta cubriera también la cima del promontorio.
Como de momento no nos quedaba
otra solución, fuimos hasta lo alto de la loma y buscábamos afanosamente las
huellas de los diferentes niveles de las mareas. Estábamos en eso, cuando
Mancilla nos hizo notar, en medio de una ruidosa carcajada, por demás nerviosa,
que no había por qué temer, ya que medio kilómetro hacia el este el canal daba
vuelta como un laberinto y volvía hacia el oeste, por lo que la puerta de
escape se nos presentaba en aquella dirección.
Corrimos, más que caminar,
para cercioramos si era verdad. Nuestra alegría fue inmensa al corroborarlo.
En la otra orilla volvimos a
quedar frente a la aridez del desierto. Sólo que antes de caminar nos llenamos
la boca de dulces y luego nos inclinamos hacia las aguas del canal, que
pensábamos había estado a punto de atraparnos, y bebimos dos grandes buches,
aunque tomar éste líquido era un martirio y, además el exceso de sal parecía
acrecentar más nuestra sed; y es que, en verdad, ni siquiera en el Mar Rojo hay
una concentración de cloruro de sodio tan alta como en estas aguas que
amenazaron con terminar nuestra existencia.
Otra vez el desierto
Volvimos a caminar por el
desierto semiárido y ya excesivamente caliente a esa hora. Las preocupaciones y
las prisas que acabábamos de pasar y la sed, que ahora era mayor, parecían
haber acabado con nuestras reservas de energías.
Nos sentíamos muy débiles por
lo que volvimos a llenar de dulces la boca y así activábamos nuestras glándulas
salivales, pero sabíamos que nada de eso nos iba a sostener en pie por mucho
tiempo.
En esta situación nos
preguntamos si existiría algún recurso sencillo para desalinizar el agua en
cantidades pequeñas pues, por ejemplo, llevábamos pastillas para purificar mil
litros de agua y entre todas ellas no pesaban más allá de 50 gramos; ¿no
existiría un recurso análogo para hacer potable el agua del mar que pudiera
ayudar en la emergencia?, francamente lo ignorábamos y en la Universidad
tampoco pudimos encontrar a alguien que contestara la pregunta.
El trauma de la sed perduraría
aún cuando mucho tiempo después de reintegrados a la vida de la ciudad en
donde, aún en la madrugada, abandonaríamos nuestro lecho para ir a beber un
vaso de agua. Y es que quienes van al desierto en condiciones semejantes a las
nuestras, es decir, caminando, sin unidades de auxilio en lugares estratégicos,
la seguridad de un helicóptero, son los que sienten realmente la sed. Pero
también existe la idea de la sed.
Más tarde pensaríamos mucho en
esto y llegaríamos a la conclusión de que posiblemente se trate de una
obsesión, como una idea inherente al desierto, a semejanza de la idea latente
de una posible muerte entre los escaladores, soldados en plena batalla o en los
toreros.
A la media hora, al bajar una
larga pendiente, quedamos frente a una misteriosa laguna cerrada ‘de aguas
oscuras. Sus playas también eran negras como el chapopote, tanto que llegamos a
pensar que tal vez se tratara de un brote de petróleo o algo así; el caso es
que nos quedamos grandemente impresionados por su aspecto pues parecía laguna
de otro planeta. Del lugar se desprendía un fuerte olor como a organismos
marinos en descomposición; estábamos seguros que su agua era salada pues,
esporádicamente, en las mareas más altas seguramente el mar la surtía, y como
después al parecer durante mucho tiempo, volvía a quedar expuesta a un proceso
de evaporación, sus aguas debían tener un porcentaje de sal tremendamente alto;
pero nadie en el desierto que esté agonizando de sed y se encuentre con una
laguna dejará de por lo menos convencerse si en realidad es agua salobre.
Sin parar, con la caliente y
vacía cantimplora en la mano, descendí hasta el espejo del agua mientras los
otros me observaban entre esperanzados y escépticos; tenían razón, pues jamás
pude llegar a sus aguas, ya que una zona extensa y profunda de fango negro me
lo impidió y salí del lugar como pude y me reuní con mis camaradas.
Continuamos. Más adelante
Bernardo dejó de distinguir los colores para ver todo aplastado con sólo grises
en las formas, se restregó los ojos y volvió a ver el cromatismo del desierto
hasta un rato después.
Francisco Mancilla, por su
parte, que en su cinturón colgaba por un lado la Luger, por el otro una
bayoneta, más dos cantimploras vacías con sus respectivos vasos metálicos, y
quien además se había resistido a aligerar el peso de su mochila que parecía la
de Pito Pérez por tanto trebejo—, arrastraba en forma dramática los pies,
echaba la cara demasiado hacia el sol, oscilaba todo su cuerpo y parecía que de
un momento a otro perdería la vertical.
Las primeras señales
Mancilla y Bernardo fueron
quienes descubrieron entre la distancia y las vibraciones solares las primeras
señales de civilización; pero no pudimos descifrar que era, sólo cuando nos
acercamos más nos pareció que se trataba de un convoy de carros de ferrocarril
que estaba estacionado y a la derecha había un grupo pequeño de casas alineadas
a lo largo de la vía; también vimos que el caserío estaba sombreado por ‘altos
y frondosos árboles y entre los árboles un tinaco blanco para abastecer de agua
a los habitantes del lugar. En él vimos un salvoconducto para seguir viviendo.
Más allá, en todas
direcciones, otra vez la calcinada llanura; ¡aquello era un verdadero oasis! y
fue un supremo requerimiento el que exigimos a nuestros resecos tejidos para
poder llegar al sitio de nuestra salvación.
Con la más grande de las
melopeas solares alcanzamos la sombra de la primera casa; nos recargamos en su
pared y no obstante que desde hacía una eternidad no velamos personas,
permanecimos indiferentes, con aire idiotizado y la mirada fija, casi sin
parpadear, cuando la gente de la pequeña villa ferroviaria empezó a rodearnos,
alarmada y solícita.
Un anciano dijo:
—Por un punto se le escaparon
al desierto.
Dos minutos después llegó
Mancilla y, al verlo, un niño que permanecía bajo la ardiente sombra de una
casa corrió a ponerle una silla en la que aquél se dejó caer, o más bien se
derrumbó y el niño alcanzó apenas a meterle la silla; quedó con los brazos
colgando, con la cara hacia arriba y la boca completamente abierta. Entonces
pudimos ver que en el interior de su boca en lugar de saliva tenía arena y que
salía sangre de sus labios agrietados; asimismo, las cuencas de sus ojos, como
las nuestras, reflejaban la enorme deshidratación, todas se veían muy
profundas, un color azul las destacaba de la piel ennegrecida. Otro niño le
llevó pronto un vaso grande con agua y Mancilla pidió otro tras otro.
También nosotros pedíamos. Y
aunque sabíamos muy bien que en estas condiciones el mecanismo de enfriamiento
del cuerpo al ingerir en una cantidad excesiva de agua podía sufrir serios
trastornos y hasta acarrear mortales consecuencias, no obstante seguíamos
pidiendo más y más agua; hasta que finalmente escuchamos a la esposa de Don
José Francisco Rodríguez García, habitante del lugar y quien fue la persona que
desde’ el primer segundo se apresuró a auxiliamos, que decía:
—No les den más agua, voy a
prepararles café negro con sal.
Hasta una hora después que
transcurrió en tomar agua, café negro con sal y en descansar en la ardiente
sombra, empezamos a volver a la normalidad.
Don José Francisco, nuestro
anfitrión, más bien nuestro salvador, nos invitó a comer a su casa y en
agradecimiento dimos los sueros anticrotálicos y antiviperinos que llevamos,
así como la cecina y las latas que aún contenían nuestras mochilas e intentamos
gratificarlo con dinero sobre ‘todo por sus atenciones, pero por esto último se
mostró muy ofendido, dijo:
—En el desierto, unos y otros
nos ayudamos a vivir y a sobrevivir, y cualquier interés material aquí está
prohibido.
Hombres de la ciudad, nosotros
casi no lo entendimos...
Ese fue el pago que hicimos
por el primer recorrido de Altar, por hacer la primera ficha bibliográfica en
los anales deportivos de este desierto.
Porque está ahí
Sólo en ferrocarril se puede
salir de la estación Gustavo-Sotelo y como el próximo tren pasaba hasta las dos
de la mañana del día siguiente, paramos la tienda de campaña en la orilla del
caserío. En ese momento, Altar se encontraba sumido en el silencio y a la
distancia sus médanos lucían enceguedores al sol de la tarde.
Muchachos y señores de edad se
fueron a conversar con nosotros, todos ellos, trabajadores del riel, se
rascaban la cabeza porque no encontraban el motivo por el cual habíamos cruzado
el desierto; nosotros aplicábamos una respuesta tramposa que se usa en el
alpinismo: “¿Por qué cruzamos Altar?; ¡bueno, porque está ahí”. Nos acordamos
de lo que habíamos dicho a los conductores del camión, indagamos algo
relacionado a naves que pudieran ser diferentes a las conocidas, algún
movimiento, alguna rutina en el día o en la noche en Altar y su contestación
fue unánime:
—Nada. Son cuentos o
alucinaciones; allí enfrente hay sol y arena. Nada más.
Como esta gente, por
necesidades de su trabajo y de la ubicación y orientación de sus casas se pasan
8,760 horas al año mirando hacia las soledades de Altar, les creímos.
Teníamos la piel bastante
quemada no obstante que llevábamos crema antisolar y otra humectante con
vitaminas para tratar de proteger del sol el funcionamiento de las glándulas
sudoríparas, pero de todos modos resentiríamos al final los efectos de los
abundantes rayos ultravioleta, de la sequedad extrema del aire y de la acción
directa y próxima del sol reflejado y aumentado por los prismas cuarcíticos.
Despedida, mientras la arena y
el viento
En la madrugada, Don José
Francisco fue hasta nuestra tienda como habíamos quedado; nos dijo que en breve
pasaría el tren, por lo que derribamos la tienda y acomodamos todo en las
mochilas.
Un rato después se aproximó a
toda velocidad el ferrocarril haciendo un enorme ruido en la noche, ante lo que
nuestro amigo sacó una linterna e hizo señales hasta que el convoy se paró; nos
despedimos emocionados en la oscuridad, en silencio, mientras el viento pasaba
y movía las arenas.
APÉNDICE: TABLA CRONOLÓGICA
16 de Mayo de 1977. Salida de
la ciudad de México a las 8:00 horas.
18 de Mayo de 1977. Llegada al
kilómetro 100 de la carretera Sonoita-San Luis Río Colorado a las 2:00 horas.
Primer vivac, en la zona semiárida. Recorrido del primer tercio de la caminata.
segundo vivac entre las dunas.
19 de Mayo de 1977. Recorrido
del segundo tercio de la caminata, tercer vivac entre las dunas.
20 de Mayo de 1977. Recorrido
del último tercio de la caminata, llegada al mar. Se alcanza la Estación
Gustavo Sotelo. Cuarto vivac.
21 de Mayo de 1977. Se aborda
el ferrocarril a las 2:00 horas. Transbordo en Caborca y se continúa en camión.
23 de Mayo de 1977. Llegada a
la ciudad de México a las 3:00 horas.
TEMPERATURAS
18 de Mayo de 1977 (5:00
horas 12°C; 13:00 horas 39°C; 20:00
horas 25°C),
19 de Mayo de 1977 (5:00
horas 10°C; 13:00 horas 45°C; 20:00
horas 23°C),
20 de Mayo de 1977 (5:00 horas
11°C; 13:00 horas 42°C; 20:00 horas 20°C).
VIENTOS
Del 18 al 20 de Mayo de 1977 los vientos
procedían del sur.
ALTITUDES
18 de Mayo de 1977: 175 m
(próximo a la carretera Sonoita-San Luis Río Colorado),
19 de Mayo de 1977: 90 m,
20 de Mayo de 1977: 0 m.
BOTIQUIN
Sueros antialacrán (se
consiguen con facilidad en las poblaciones norteñas),
Sueros anticrotálicos,
Pastillas para purificar el
agua,
Sulfadiazinas compuestas,
Tabletas efervescentes,
Crema antisolar.
EQUIPO ESPECIAL
Lentes polarizados,
Tapabocas,
Paraguas,
Tienda de campaña ligera,
hermética, con doble techo que pueda usarse por separado para procurar sombra
en el día.
Hasta aquí el texto de la publicación de 1978
Oportuna advertir que en estos
meridianos 113´50 y 114´10, que trazamos nuestras rutas, no existe lugar alguno
en el que se pueda encontrar agua, sólo llanura seca y dunas.
Más al este sí se encuentra lo
que se llaman Las Tinajas (se habla de hasta 32 pozas con agua permanente, es
decir, que se recarga cada año en la temporada de lluvia).
------------------
Anexo 1
El desierto, como la alta
montaña, requiere de un proceso de adaptación para acercarse a él.
En la montaña los habitantes
de cotas bajas necesitan subir gradualmente (cosa que nadie hace) para
propiciar positivamente la nivelación de glóbulos rojos y blancos requeridos en
esas altura. Se previene así lo que se
tiene como “mal de montaña” que puede ir, en cosa de pocas horas, desde un
ligero malestar hasta la muerte del alpinista. ¡Y no es ninguna fabula!
Para meterse al desierto, los
que vivimos en lugares de temperaturas que oscilan entre los 20 y 10 grados C.,
necesitamos un acercamiento gradual (que tampoco nadie hace).
Permanecer al menos un día en
cada ciudad o población en tanto marchamos
en dirección al desierto. De esa manera nuestros sistemas de adaptación
tendrán el tiempo suficiente para no resentir los efectos adversos de los 45
-55 grados que encontraremos en el desierto.
Como anécdota recordamos la
vez que fuimos, por primera vez al desierto de Samalayuca, en nuestra travesía
Samalayuca- partiendo de la Ciudad de México,(20-10 grados)donde vivimos,
llegamos al lugar de descenso en la calefacción artificial del autobús (20
grados).Al abrirse la puerta del trasporte recibimos un golpe (literalmente) de
30 grados más de lo que estábamos acostumbrados. Ignoramos cómo funcionaros
nuestros sistemas de adaptación de manera tan brutalmente violenta, para salir bien del paso, pero desde luego no
aconsejamos que alguien se exponga de esa manera.
Para los habitantes de esas latitudes, aunque
la sufren cotidianamente, no es nada excepcional para ellos. Para nosotros es
algo no solo de tomar precauciones empíricas, sino de estudiar tales procesos,
y trasmitirlos a los que después tendrán que ir a los desiertos bajo la
concepción de deportiva.
En Altar tres vidas se salvan
de morir de sed con la cantidad de agua que en la ciudad se lava un automóvil
Agradecimiento
La publicación de este trabajo
se debe al ingeniero Alejandro Cadaval Torres
(1942-2003), entonces titular de la Dirección de Actividades Deportivas
y Recreativas de la UNAM.
Sin conocerlo, coincidimos en
una reunión de deportistas en la que él se dolía de la falta de interés de los
responsables de los equipos representativos de la institución por publicar
cosas de sus respectivos deportes.
Le comenté al azar que yo
tenía un manuscrito de tal naturaleza. Un mes antes habíamos realizado,
caminando, la primera travesía deportiva al Desierto de Altar, en el estado de
Sonora.E
-Yo te lo público- me dijo sin
hacer aspavientos-. Lleva el manuscrito a mi secretaria.
Al día siguiente dejé el trabajo y, al salir de la oficina, casi me
despedí de mi amado manuscrito. La Universidad Nacional es una potencia
editorial en el continente americano. Por lo mismo, muchos manuscritos están en
espera. Y como esta universidad es el corazón vivo de la nación, el pulso de su
compleja vida no se mide por años ni por meses ni por semanas y ni siquiera por
días, sino por minutos. De un minuto para el otro minuto todo puede suceder
aquí. Cambia el director de una dependencia, estalla un conflicto como el de
1999 que paralizó totalmente a la
institución durante nueve meses o, dado que ciudad universitaria está
construida sobre rocas ígneas, un nuevo aparato volcánico puede aparecer…
Tiempo después me llamaron de la oficina de Cadaval. Al entrar, el propio director me
puso un paquete de libros en la mano:
-Aquí tienes tu “Desierto”.
Son cincuenta ejemplares. Cuídalos porque los otros 2,950 ejemplares ya
volaron.
No podía creer lo que estaba pasando. Habíamos cruzado el
desierto en mayo y en junio del año
siguiente el trabajo salía de la imprenta. Como vi que Cadaval se daba la
vuelta, pues tenía asamblea con otros deportistas, y sólo había salido de la
sala de reuniones para entregarme personalmente él “Desierto”, apenas acerté a
preguntar:
-¿Cómo que ya volaron?
-Desde la semana pasada los hemos estado enviando, a todas partes del
planeta, por medio de nuestros equipos representativos: China, Canadá, Brasil,
Polonia, Sydney…
Desapareció tras la puerta. Ni
siquiera tuve tiempo de darle las gracias.
Por eso ahora, mediante este sitio web, le
manifestamos que, donde se encuentre, estamos agradecidos, los cuatro que
regresamos de las arenas del Desierto de Altar.
Anexo 2
Nuestras travesías al Desierto
de Altar, Sonora, México la primera en 1977 de unos 70 kilómetros, y la segunda
en 1978, de 130 kilómetros de la
frontera norte con Estados Unidos hasta el Golfo de california, en los meridianos 113 ´50 y 114 ´10 son las primeras travesías, hasta donde tenemos investigado en el plan meramente
deportivo.
De existir un antecedente,
debidamente documentado y publicado, le daríamos aquí mismo el crédito
correspondiente. Se trata de hacer historia, no de desvirtuar antecedentes.
Pero debemos
aclarar que la presencia humana aquí, según investigaciones de
antropología, data de hasta 20 mil años.
En la región ( Caborca, Sonoita, etc.) hay abundantes petroglifos y rocas trabajadas para el uso común como
guardar agua, moler granos.
De Puerto Peñasco, hasta el
sur de Arizona fue entonces, y sigue siendo, la tierra de una etnia muy
especial, por su adaptación a tan inclemente medio geográfico, llamada ahora
los pápagos, hohokam, y también conocida como los
tohono O´odham que quiere
decir “gente del desierto”.
El territorio de esta etnia
comprende desde el sur de Arizona y California, Estados Unidos, hasta las aguas
del Golfo de California. Un terreno por el que iba y venían cotidianamente ya
para la recolección, para la caza o para la agricultura, según la estación del
año.
Con la división política establecida en el siglo
diecinueve la mayor parte del pueblo hohokams quedó en Estados Unidos y la menor parte en el lado
Mexicano. En Puerto Peñasco hay en la
actualidad una oficina para los asuntos de esta etnia.
El Pinacate es la montaña sagrada
para los hohokams. Con números cráteres, del más grande ( 1,050 metros de
diámetro y 240 metros de profundidad, emergió la etnia tohono O ´ohodam
Desde tiempo inmemorial llevan
a cabo, caminando a pie, y luego ya en animales de montar o vehículos
motorizados, una travesía con espíritu religioso y necesidades prácticas,
conocida como “La caminata de la sal”, desde los paralelos norteños hasta las
grandes salinas que nosotros conoceríamos en nuestra segunda travesía, años más
tarde, y las playas de Cabo Brumoso, que alcanzamos, según queda anotado en el relato.
“La caminata de la sal” de 400
o 500 kilómetros (y regreso de la misma manera), esto dentro de un desierto de
los más secos del planeta.
Hay una ruta ancestral (no la conocimos ya que
nuestras travesías fueron más al oeste) conocido como Las Tinajas. Piso
volcánico impermeable que conserva el agua en todo el año en la mayor cantidad
de estas pozas. Eso fue lo que le permitió a las sucesivas etnias, a lo largo
de los milenios, establecerse en este árido y más grande desierto de
Norteamerica, con temperatura que van de los 40 a los 50 grados y hay el
registro de haber llegado a los 57.