Dedicado a la etnia tohono O´odham
Ver anexo 2
Ver anexo 1
Los criterios de la ciencia geología también tienen qué decir al respecto, pero la idea es hacer referencia a un comportamiento antropocéntrico, vesánico, por cierto, de nuestra actual civilización industrial
“En América del Norte, en la frontera entre los estados de California y
Arizona en Estados Unidos y Sonora en México, se encuentra uno de los desiertos
más calurosos del mundo con una superficie de más de 300 mil kilómetros
cuadrados: el Desierto de Sonora”.
El Desierto de Altar, subprovincia geográfica del Desierto de Sonora, tiene una superficie de 714,556.5 hectáreas.
Relato del opúsculo citado:
Dos carreteras permiten el
acceso a dicha región del estado de Sonora. Una de ellas, próxima a la línea
internacional, sigue al desierto en forma longitudinal. La otra, lo recorre
transversalmente hasta llegar al Océano Pacífico.
Normalmente, sólo unos cuantos
se aventuran a dejar la cinta asfáltica para internarse algunos centenares de
metros entre la superficie arenosa; por lo regular, se trata de geólogos,
cazadores, traficantes o enamorados.
Poco después de Sonoita hay un
poblado llamado Vidrios, en donde prácticamente sólo hay un expendio de
alimentos preparados. Aquí, un atento empleado registra el nombre, domicilio y
teléfono de quienes desean “ir al desierto”.
Por nuestra cuenta tratamos de
conseguir información sobre este desierto, pero, casi siempre, varias de esas
personas que aseguran haber cruzado el Altar, no saben decir qué hay más allá
de esos primeros kilómetros de planicie. Cuando preguntábamos sobre los médanos
que aparecen señalados en las cartas topográficas, la respuesta siempre era la
misma:
—No vimos ningún montículo de
arena.
Debido a ello, inferimos que
hay un Desierto de Altar desconocido. En torno a él existe un vacío
bibliográfico e ignoramos si alguien antes que nosotros lo recorrió. Sus
referencias en el campo científico son muy generales. Asimismo, se asegura que,
por desconocido y solitario, es uno de los desiertos más peligrosos del
planeta.
Por estos motivos, nos pareció
interesante conocer dicho rincón de nuestro país. Para ello, nos organizamos
bajo los auspicios del grupo alpino del Sindicato de los Trabajadores de la
Universidad Nacional Autónoma de México, al cual pertenecemos.
Y así fue como un día dejamos
la confortable y húmeda parte del sur del Valle de México —donde están nuestras
casas— para marchar hacia el noroeste, del país que ya antes del paralelo 25 de
la faja costera de Sinaloa y Nayarit presenta una dramática aridez.
Pasamos la primera noche en el
kilómetro 100, de la carretera Sonoíta-San Luis Río Colorado. En la mañana nos
echamos al hombro las mochilas, caminamos en sentido perpendicular a la
trayectoria solar y bajamos por el meridiano 113º 50’.
La razón que nos animó a
realizar este viaje era absolutamente deportiva, de aventura y conquista; por
eso pensamos en recorrer el desierto a pie, sin auxiliamos de ningún medio de
transporte.
En el inicio de nuestro
recorrido encontramos que en la misma proporción como avanzaba el día también
subía la temperatura. A las 5:00 de la mañana nuestro termómetro registró 12º C
y a las 13:00 horas la temperatura había subido hasta 39º C. Al caer la tarde
el calor comenzó a disminuir y para las 20:00 horas el termómetro registraba
25º C.
Este primer día, al comienzo,
caminamos sin ningún contratiempo entre los cactos gigantes llamados saguaros
por los lugareños, así como entre colonias de cactos erizo, ocotillas —que aquí
rebasan la altura de un hombre— y gobernadoras. A la izquierda de la ruta que
seguimos se encontraba la zona conocida como El Pinacate, sitio que —aseguran—
fue escogido para la ambientación de los astronautas estadunidenses enviados a
la Luna. Al medio día vimos que en El Pinacate, en su azulosa y lejana
serranía, había una tempestad de sol. En los frentes desprovistos de bosques,
el terreno se veía muy accidentado y algunas congregaciones rocosas tenían sus
aristas y bordes muy afilados. A esto se agregaba el que los cráteres y
aluviales, fuertemente castigados por el sol, daban al paisaje un aspecto
lunar.
Bernardo González y José
Flores, en el centro del Desierto de Altar. Avanzan hacia
la nada de 48 grados y nada de agua. Tan
incierto era ya seguir como retroceder..
Siguieron....
Foto de Armando Altamira
(puede ser utilizada libremente en cualquier publicación)
Tiempo después, en las partes planas el avance se dificultaba porque ahí una multitud de roedores, a unos cuantos centímetros de la superficie, tenían su madriguera y habían perforado extensas redes de túneles, esto hacía que el terreno se rompiera con mucha facilidad al pisarlo, con lo cual a cada paso nos hundíamos; por ello, debimos tener mucho cuidado para no fracturamos un tobillo.
Faltan 80 kilómetros de dunas
de arena seca ( con 45 grados C) y ya sólo tenemos 5 litros de agua
"¡Llegaremos!" pensamos de
manera ilógica...
Con todas estas dificultades y
los contratiempos que después tuvimos, nuestro recorrido desde un comienzo fue
interesante, en especial porque ninguno de los cuatro integrantes del grupo
teníamos experiencia en recorridos por lugares con topografía similar. Mientras
nos internábamos más en el desierto descubríamos también un mundo distinto a
todo lo que nosotros conocíamos; la aridez y sus distintas manifestaciones nos
impresionaron enormemente.
El lugar nos pareció revestido
de una singular belleza. Esto, con frecuencia, lo verificábamos al ver una
águila inmóvil en lo alto de un saguaro, o bien, cuando un pequeño lagarto
cornudo, del mismo color del piso, alarmado por nuestra presencia, se delataba
y echaba a correr. Asimismo, la monotonía se alteraba cuando una y otra liebre
del desierto desesperadas por alejarse de nosotros, sólo daban vueltas en
círculos. Pero lo que más nos distraían eran las lagartijas cola de cebra que,
también, con regular frecuencia cruzaban frente a nosotros.
Por cierto, en los primeros
kilómetros hacia el interior del desierto, la fauna está muy expuesta a la
acción depredadora de los cazadores, quienes en vehículos pueden desplazarse
más o menos cómodamente. Los animales están a salvo a partir de donde las
arenas comienzan.
En la primera parte de nuestro
recorrido cruzamos por la zona semiárida, caracterizada por enormes e
interminables mantos de cactáceas, de esas criaturas sabias en el arte de vivir
en un mundo inhóspito, candente y falto de humedad. Y sentimos envidia de
ellas, pues si hubiésemos tenido su epidermis nunca se nos hubieran presentado
muchos de los contratiempos a los cuales nos enfrentamos.
De todos modos, ante la
desventaja de carecer de un sistema protector para no perder los líquidos del
cuerpo, nos alegramos de llevar una buena dotación de sueros para fijar el agua
de nuestros tejidos y agradecimos a una doctora de la Facultad de Ciencias
Químicas que nos hubiera preparado las fórmulas que de tanta utilidad nos iban
a ser más adelante.
Frente a las dunas
Transcurrieron varias horas
antes de que llegáramos a la primera gran barrera de dunas; ya antes habíamos
franqueado un área de transición de matorrales semisepultados por la arena,
esta zona era la división entre el desierto y el “mero desierto” que nosotros
buscábamos. Cuando por fin quedamos frente a la primera línea de domos arenosos
nos fuimos de espaldas, pues jamás pensamos que pudieran presentar allí
semejantes proporciones, ya que las dunas tenían unos cincuenta metros de alto
por unos doscientos de largo, por unos cien de ancho y todas perfectamente
entrelazadas hacían varias crestas de fondo y formaban la gran cadena que, como
todas las cadenas que seguirían, observaba un rumbo NW-SE durante varios
centenares de kilómetros.
Por cierto, dudamos mucho de
que los camellos, en el supuesto caso de que ahí los hubiera, pudieran avanzar
por semejante lugar.
Para entonces, era ya la
primera hora de la tarde y nos vimos definitivamente detenidos, no tanto por la
arena, sino por el sol, por lo que buscamos una loma para levantar el toldo de
la tienda, con la esperanza de alcanzar alguna corriente de aire que nos
refrescara un poco. Cuando se localizó, instalamos nuestro improvisado refugio
y sin perder tiempo nos metimos en su sombra, que de todos modos estaba
caliente, pues todo ardía.
Recordamos que Altar, con su
precipitación media pluvial de 125 mm anuales, es uno de los desiertos más
secos del mundo. Reaccionamos igual que los reptiles en busca de sombra cuando
la temperatura llega a los 40º C; reflexionamos en que apenas ayer éramos
orgullosos seres de los suburbios metropolitanos y ahora el saltador ratón
jerbo, que puede vivir sin tomar agua, era superior a nosotros. Una
confirmación de ello fue que tres auras nos creían muertos, dieron unas vueltas
en el cielo arriba de nosotros, y después, decepcionados, se retiraron montados
en alguna corriente de aire tibio.
Pero, como sea, las
condiciones de aislamiento y dificultad que se encuentran una vez llegados a la
zona de la arena, nos reafirmaron la idea de que allí la ecología está a salvo
respecto del hombre que se ha constituido en el más grande depredador de la
naturaleza.
Llevábamos diez litros de agua
por persona, más cinco botes de jugos de frutas de medio litro cada uno, pero
en lo que iba de la jornada habíamos dado cuenta ya de los botes y empezado con
el agua del garrafón. Nos alarmamos por ello, sobre todo, porque teníamos la
idea de que la sed que experimentábamos era insaciable.
Por cierto, la ración de agua
que se les daba al día a unos trabajadores de la región francesa del Sahara
para beber y para preparar sus alimentos era de no menos de ocho litros; y por
la evocación de ese dato venimos a cuenta que nos encontrábamos en los mismos
paralelos que el Sahara en posición al Ecuador, sólo que en la longitud oeste
del planeta.
Por lo demás, se calcula que en el desierto el
agua que el humano pierde por transpiración es aproximadamente de un litro cada
hora. A. Starker Leopold, zoólogo que ha dedicado su existencia a estudiar la
vida del desierto, dice en su obra El desierto: “En un día cálido y ventoso,
siente uno que el calor del desierto lo asfixia, pero no ve que de sus poros
brote una gota de sudor, cuando en realidad está uno sudando casi un litro de
agua por hora: ¡así de rápida es la evaporación!”.
Fotos tomadas de Internet
(rectificando un error del autor de este blog como de su autoría)
Nos sumergimos en un fuerte
sopor, casi hasta dormimos, y a nosotros mismos nos costaba trabajo creer que
alguien pudiera dormir en semejantes condiciones, pero en realidad era como una
defensa, pues en ese tiempo reducimos al máximo el esfuerzo y consecuentemente
eliminamos menos líquido; pero de todas maneras, al despertar el sudor nos
escurría detrás de las orejas; luego sacábamos la mano al sol y sentíamos que
nos ardía, y en la sombra la capa de aire era sofocante, además, abríamos la
boca como peces fuera del agua.
Tres horas más tarde, la
temperatura descendió cuatro grados y fue la señal para ponernos en marcha.
Vimos que después de esos médanos seguían otros y otros; a pesar de que
teníamos 36º C, debimos recordar que el desierto absorbe el 90 por ciento de la
radiación solar, por lo cual el terreno se calienta mucho, lo mismo sucede con
la capa inferior del aire, que era en la que nos movíamos.
A una barrera de altas crestas
seguía un espacio hundido, cuya amplitud era de uno a dos kilómetros ocupados
por lomas bajas de arena sobre las que se aferraban algunos arbustos.
Avanzábamos en fila india y en
ratos un poco dispersos, con la vista hacia el piso, siempre enceguecedor,
mientras el viento llevaba consigo un fino manto de arena y parecía que todo el
horizonte se movía.
Un mapa topográfico de buena
escala, una brújula y un altímetro nos conducían; sin embargo, al atardecer
notamos una pequeña desviación hacia el oeste. Si hubiera sido en la dirección
opuesta, le hubiéramos echado la culpa a lo que dijo Coriolis, aquel matemático
francés quien descubrió que por efecto de la rotación de la tierra todo lo que
se desplaza en el hemisferio norte es susceptible de desviarse hacia la
derecha. Ahora no sabíamos a quién culpar, pues fue a la izquierda, por lo que
marchamos muy próximos al meridiano 114. Nos preguntamos si no sería causa de
la insolación, pues ¿para qué queríamos un dibujo topográfico y un altímetro,
si allí todo era plano y las montañas, de arena, con frecuencia cambian de
elevación y según dicen, hasta de lugar?
Pero, aún así, seguimos la
marcha hasta que el rojizo sol se ocultó en las arenas del oeste. Un poco
antes, al ganar la cima de la más elevada cresta de nuestra ruta, Bernardo
González, de la Facultad de Ciencias Químicas dio gritos de júbilo, pues al fin
había divisado el mar en el lejano sur; observando con detenimiento, José
Flores, de la misma Facultad, descubrió en seguida la espuma de las aguas que
se desvanecían “en el litoral de una azul y hermosa rada”; además, Francisco
Mancilla, de la Hemeroteca, notó que el aire en ese momento nos traía una
humedad salada y pegajosa.
La tienda de campaña de
paredes de fina tela y bien hermética, con piso y su doble puerta de cierres,
era un verdadero baluarte en medio del desierto plagado de auténticos peligros.
Víboras, alacranes y, particularmente, los monstruos de gila, fueron
indeseables compañeros de aventura.
Los monstruos de gila, esos
barriles de veneno para los que, según nos aseguraban los médicos, no existía
todavía remedio. Aunque parece que hay una contradicción respecto a estos
especímenes, pues también dicen que no se sabe que hayan causado la muerte de
alguien, si bien la mordida de su poderosa mandíbula ha enviado a muchos al
hospital.
Hicimos una lumbre frente a la
tienda y asamos cecina para cenar; José excavó un hoyo en la arena y en él hizo
la fogata, como lo hacen en su pueblo —allá por Cuautitlán— para proteger el
fuego del viento. Nuestra despensa era muy simple; se componía de carne,
chocolate, pan blanco, fruta fresca y agua. Como experimento llevábamos cuatro
clases de carne roja; de burro (chito, que se vende en las cantinas de la
ciudad de México), de caballo (la conseguimos en los expendios de carne para
perros), de res y de venado; en esos parajes, todas resultaron manjares
suculentos y nos daban plena confianza en la recuperación de energía.
Notamos que el desierto pierde
rápidamente el calor acumulado durante el día y pronto baja la temperatura;
también nos dimos cuenta de que ahí se siente brutalmente el silencio, sobre
todo, por las noches cuando aparece un cielo enorme de estrellas y
constelaciones, y hacen que el viajero se vuelva presa del sentimiento de
hallarse frente a una inmensidad.
Además, muy intrigados,
observamos en tres ocasiones grandes estrellas que en término de cinco minutos
descendían hasta desaparecer bajo la línea del horizonte, a veces se alejaban y
se perdían en la distancia o seguían una línea en zig-zag. Acostumbrados como
estábamos a observar satélites desde las altas montañas de la Sierra Nevada, no
podíamos ahora encontrar una explicación, creímos que la sed nos hacía ver
alucinaciones nocturnas; además, recordamos a los conductores del autobús que
nos trajo, pues cuando les dijimos que necesitábamos bajarnos en el kilómetro
100 de la carretera a San Luis Río Colorado, nos preguntaron primero si íbamos
de braceros —pues un poco al norte está la frontera— y al contestarles que no,
que éramos alpinistas, el que manejaba miró a su relevo, abrió mucho los ojos y
después movió la cabeza. Ambos creyeron descubrir el verdadero motivo de
nuestro proceder, dijo: “Van a localizar la base de platillos voladores que hay
en el desierto”, y aseguraban con mucha firmeza la existencia de esa base y
también nos decían de autobuses de pasajeros, casas y gente que desaparecían sin
dejar rastro en la región, y así una serie de relatos parecidos a lo del
Triángulo de las Bermudas, pero como esos macroenigmas estaban de moda en el
mundo y en el país no nos íbamos a quedar atrás, no les creímos.
Itinerarios de la primera (km. 100) y segunda (km.130) travesía
Mientras tanto, era la tercera
semana de mayo (de 1977) y la temperatura bajaba a 10º C a las cinco de la
mañana; pero, como ropa de abrigo fue suficiente la funda de nuestros sacos de
dormir, un suéter y una chamarra de pluma, probablemente, en invierno la
temperatura al amanecer debe aproximarse bastante al cero.
Confirmamos que Altar es uno
de los más solitarios desiertos de cuantos existen, ya que al este se
encuentran las extensas llanuras desérticas de Chihuahua; al sureste la gran
llanura semiárida conocida como “Desierto de Sonora”, del cual Altar (en el
ángulo noroeste de ese estado) es una subprovincia fisiográfica; al norte los
desiertos norteamericanos de Mojave y de la Gran Cuenca; al sur el mar; al
oeste el Delta del Colorado y más allá, otra vez mar.
Las calcinadas, negras y
deslumbrantes coordenadas de este desierto son, aproximadamente, entre los 31º
y los 32º 30’ de latitud norte y los 113º y 115º de longitud oeste,
naturalmente, arriba del Trópico de Cáncer.
Total, llegamos a la
conclusión de que si este lugar es desierto será de seres humanos, por lo
demás, se trata del sitio más poblado de criaturas del reino animal que pueda
uno imaginarse; esto último nos hizo suponer que aún en el corazón de los
médanos debían existir depósitos de agua o quizá hasta veneros, pues siempre
hay la probabilidad de que una falla en las capas impermeables del subsuelo
libere un estrato acuoso y emerja hasta la superficie, o bien que una mano
misteriosa desplace algún nivel freático hasta aquellos lugares.
Cuando el sol proyectó las más
hermosas tonalidades anaranjadas del amanecer, llegamos a la cima de un
complejo grupo de dunas, bruñidas por el viento de la noche que, sin
impedimentos de la fauna y sin testigos geológicos verticales, había hecho los
más variados y simétricos trazos en la superficie de la arena y el resultado
fueron unas dunas festoneadas a la luz del sol naciente cuya observación nos
gratificó enormemente. En la cumbre, José Flores plantó, sobre una larga vara
que llevaba para el efecto, una camiseta suya a manera de banderín, al cual
pronto las tormentas de arena derribarían, pero que, sin embargo, desde luego
no borrarían el hecho de que una vez lo hayamos dejado allí.
Trópico de Cáncer: altas temperaturas, se requiere mucha agua y se avanza poco.
Trópico de capricornio: Temperaturas moderadas, se requiere menos agua y avanza más.
Esta vez la elevada
temperatura —45º C— nos hizo detenernos hacia las doce del día, por lo que
armamos el toldo de la tienda y nos quedamos quietos durante tres horas, en ese
tiempo notamos que aproximadamente a la hora que nos deteníamos también la
fauna de Altar suspendía su actividad; entonces descubrimos la antigua ley del
desierto, la cual consiste en que mientras en la superficie de la arena había
45 grados, diez centímetros abajo el termómetro baja hasta 30º, y por ello, los
animales se metían en la arena cuando el calor aumentaba, pues bajo la
superficie está el secreto de la sobrevivencia; y lo mismo en el día como en la
noche, ya que en la madrugada, cuando la arena de la superficie se encontraba
helada, la del interior se hallaba a una temperatura cálida y bastante
agradable, entonces, más que nunca, la fauna volvía a hundirse en la arena para
evitar, el frío. Esto nos tranquilizó porque, al menos en ese momento del cenit
las culebras deberían estar metidas en la arena, ya que la temperatura crítica
de su organismo no soporta los 45º C, y la que por accidente se encontrara en
la superficie, seguramente moriría.
Segunda travesía
Por las elevadas temperaturas
se podría pensar en caminar durante la noche para aprovechar así las horas
frescas; de hecho no falta algún experto que lo recomiende. Pero, por nuestra
parte, mejor nos cuidamos mucho de hacerlo, ni siquiera como aventura o para
implantar un récord de tiempo porque en la noche es cuando empieza lo que
algunos conocedores han llamado “la fúnebre quietud del desierto”; y aun cuando
se tenga experiencia, siempre se requiere tantear el terreno con los pies, y,
por si ello no bastara, queda el problema de la orientación, toda vez que, aun
ayudándose con las estrellas, un solo segundo de grado que uno se desvíe puede
traer consecuencias lamentables.
En vano habíamos buscado a lo
largo de nuestra ruta “ciento trece cincuenta” un altar a Tonatiuh, dios del
sol, pues es el lugar más apropiado para tal efecto, pero sabido es que los
grupos prehispánicos buscaron siempre los climas templados de la Mesa Central;
de cualquier forma, nos gustaría saber el origen del nombre de esta región,
conocida por el Desierto de Altar; nos preguntamos si se deberá simplemente a
los rasgos geológicos o a su característica respecto al clima.
Francisco Mancilla tuvo problemas con los garrafones en los que transportaba su agua. El primer día perdió dos litros debido a una fuga en uno de los recipientes; al segundo día el otro garrafón se perforó y toda el agua se yació, sólo se pudo aprovechar una poca, por lo que él y José se arrojaron sobre la arena para tratar de rescatar algo de humedad, pero fue inútil. Así, tuvimos que repartir la escasa agua de tres, entre cuatro.
Para entonces no nos bastaba ya beber directamente de la cantimplora, sino que necesitábamos ver el agua, y para ello vertíamos el líquido en un vaso y lo contemplábamos emocionados, porque mirar agua en el desierto, aunque sólo fuera en un recipiente, era ver ni más ni menos que el paraíso. Y medio litro que veíamos y tomábamos nos confortaba, más que cuando la tomábamos sin mirarla.
Cuatro años atrás habíamos
estado sobre el flanco oriental del Aconcagua y esta montaña argentina también
es famosa por las frecuentes visiones que sufren los alpinistas, sólo que ahí
no se deben a una ilusión óptica como en el desierto, sino a falta de glóbulos
rojos en el cerebro por la altitud y la consecuente disminución de oxígeno en
la sangre.
Después de este derrumbe de
esperanzas fue cuando se dio el primero y único problema en la conducta del
grupo, pues cuando en una ocasión puse el mapa sobre la superficie plana de un
plato de cartón y sobre el mapa colocaba la brújula para checar una vez más el
rumbo que seguíamos, en ese momento Bernardo me preguntó visiblemente molesto y
lleno de escepticismo:
—¿Y sí ese plano está
equivocado?
Por respuesta sugerimos que,
en ese caso, si alguien lograba salir con vida de aquello, pues fuera a
reclamarle al Departamento Cartográfico de la Defensa Nacional por haberse
equivocado, pero nos apresuramos a agregar que no existía motivo de
preocupación, ya que seguíamos un ángulo recto al camino del sol y mientras eso
sucediera todo iría bien; pero que, sin embargo, también necesitábamos tener fe
en que el sol debería salir por el mismo rumbo de siempre.
El planeta rodante hacia el este-oeste con sus diferentes temperaturas (según la posición de la tienda de campaña) y sus encuentros y desencuentros con el físico y mítico sol de día de las etnias nativo americanas.
La obsesión de que pudiéramos
pasar por una sed extrema empezó a apoderarse de nosotros. Comenzamos la
travesía llevando diez litros de agua por individuo, a la cual le mezclamos un
suero a base de glucosa, dextrosa y cloruro de sodio, lo que nos permitió que,
sintiendo menos necesidad de agua, pudiéramos hacer rendir la cantidad inicial
como si en realidad lleváramos unos veinte litros; pero con todo, ya para el
segundo vivac sólo teníamos dos litros por hombre y al final de esa jornada en
la cena y durante la noche, tuvimos que consumir otro litro y sólo nos quedó
una cantimplora, y, para colmo no teníamos idea si habíamos avanzado algo,
porque las montañas de arena y los miles de millones de partículas redondas de yeso
y cuarzo que veíamos todo el día, nos hicieron perder la noción de la
distancia, mientras caminábamos a barlovento, siempre a barlovento. Y por si no
fuera suficiente, allí las dunas tenían más de cien metros de elevación pues
era el centro del desierto donde seguramente el sol tiene su casa predilecta.
Jamás vimos otras clases de
dunas que las llamadas transversales, sobre todo, en lo que se refiere a las
grandes barreras siempre orientadas en dirección NW-SE, aunque, probablemente,
desde una vista aérea, los nudos de médanos se acerquen un poco a la imagen de
las “dunas estrellas”, pero ni las “longitudinales” ni las “medias lunas”
aparecieron por ninguna parte, y en especial estas últimas que son propias de
las áreas desérticas desprovistas de vegetación y con una escasez relativa de
arena.
Mientras tanto, lo que más nos
sorprendía era que hasta en las grandes dunas la flora tenía su representante,
aunque fueran unas cuantas matas de pasto. Nos había sorprendido observar que
los líquenes podían vivir en el cráter del Popocatépetl a más de cinco mil
metros sobre el nivel del mar, cercados por el hielo y la nieve, y sometidos a
constantes y violentísimos cambios de temperatura. En cuanto a los grandes
pastos se refiere, también son los que más avanzan por los flancos de las altas
montañas nevadas dejando muy abajo el nivel del bosque; por ello, se deduce que
sí no fuera por el humano, que se mete en todas partes, la flora sería lo más
resistente de la creación de nuestro planeta, en esos niveles de altitud y ante
esos cambios climáticos.
La portada de 1978
Repasábamos mentalmente las
distancias y la travesía, desde la carretera hasta el mar era —en la línea
recta del mapa— de 57 kilómetros, a lo cual había que agregarle otros 15 más
del punto en donde tocaríamos mar hasta la estación ferroviaria Gustavo Sotelo,
más otros 10 de, por lo menos, un 15 por ciento que se emplea en las vueltas y
ascensiones obligadas por la topografía del terreno, especialmente en la zona
de los promontorios, con lo cual el recorrido real del itinerario sería de unos
80 kilómetros de éstos, los primeros 57, idealmente lineales, por lo menos 30
eran de domos grandes, chicos y medianos.
Antes de reanudar la marcha, en la tarde del segundo día, economizamos peso en una medida que casi me dio pánico, pues jamás había visto hacer eso.
El pequeño frasco de café en
polvo fue vaciado en una ligera bolsa de plástico para poder desechar el frasco
de vidrio. Por su parte, José abandonó una camisa y Bernardo se deshizo de su
pañuelo, de sus lentes de repuesto y de su peine.
La portada de 1985
Dibujo de Javier Osorio Betancourt
Seguimos. Nuestros tanques
vacíos nos hicieron forzar la marcha en lo que restaba de esa jornada.
Desde luego, el novelesco
recurso de cortar cactos y extraer su agua no nos era permitido, pues en el
reino de la arena no existen estos vegetales y nos encontrábamos a la sazón en
el séptimo círculo de Altar. . . y ahí sólo vive el sol.
No recordábamos ya cuantas
cordilleras móviles habíamos cruzado, quizá eran seis o diez o quince.
Caminamos y más adelante subimos de nuevo hasta la cumbre más alta para
escrutar el horizonte. Nos pareció que ya sólo faltaba una de ellas, pero era
tan amplia que no sentimos ningún aliento.
En ese momento, el aire
soplaba fuerte y volvía a llevarse la arena hacia adelante en un extenso manto
móvil cerca de la superficie sin levantarla más alto de nuestras rodillas,
porque, evidentemente, el grano allí era grueso.
Un poco más adelante, al pasar
otra enorme duna a sotavento, un aluvión cuarcítico nos cayó casi verticalmente
envolviéndonos hasta casi perder de vista a los compañeros; pudimos comprobar
que los lentes y los tapabocas que llevábamos nos sirvieron maravillosamente.
Luego descendimos hacia la zona intermedia de montículos, y como el sol
poniente se encontrara ya muy bajo, apresuramos el paso, por lo que sin perder
tiempo nos dejamos ir casi con desesperación sobre la enorme pendiente de la
otra gran barrera y sólo nos detuvimos un momento al pasar por un campo de
fragmentos fosilizados, probablemente tubos de anélidos.
Kilómetros caminando sobre arenas inestables.
En alta montaña nuestras pisadas sobre el hielo las podemos encontrar hasta en la temporada siguiente. En el desierto una hora después todo se habrá borrado.
Allí pudimos ver que, en efecto,
era la barrera más grande que habíamos subido; afortunadamente, para entonces,
el viento llevaba algo de frescura y la arena, tan sensible como la nieve a
esos cambios, se presentaba un poco consistente y pudimos avanzar con ligereza.
Observamos que en verdad era
el último obstáculo de arena, pero nos cuidamos mucho de creerlo pues podría
ser otra ilusión y seguimos caminando hasta que cayó la noche y verificamos
que, efectivamente, ya sólo quedaban promontorios chicos y que los arbustos
empezaban a multiplicarse.
Todos coincidimos en que el
desierto es deslumbrante, que es la casa del viento y el reino de la erosión, y
que, para cruzarlo con éxito, un ejercicio ideal es bajar escaleras eléctricas
que suben o subirlas cuando su movimiento es descendente; o bien, caminar
durante horas sobre la arena candente de cualquier playa como nosotros lo
habíamos hecho, primero en las escaleras del metro capitalino y después en los
esteros de la Laguna de Chacagua. frente al Océano Pacífico, en Oaxaca.
José Flores en el centro de Altar, por la mañana
El rocío de la noche hace menos inestables la superficie da las arenas y se puede avanzar con más facilidad
Foto de Armando Altamira
Esa segunda noche simplemente
nos dejamos caer entre la arena, pues la caminata del día duró kilómetros a
contra viento y siempre en una superficie exenta de suelo verdadero que,
carente del humus más somero, nos obligó a marchar en casi toda la jornada,
como la del anterior, sobre una superficie movediza donde los pies se hundían y
las piernas veían sometidas a un enorme esfuerzo y no acababan de encontrar un
punto sólido en dónde apoyarse.
Habíamos terminado con los
labios partidos por la sed y la garganta llena de polvo. Sólo el temor a
animales nos hizo parar la tienda. Mientras la instalábamos, nos pareció
escuchar muy lejos un silbato de ferrocarril, pero no lo creímos, dado a que ya
nuestro escepticismo era muy grande.
Mejor volvimos a prender la
fogata, mientras arriba la noche era inmensa, silenciosamente callada.
Inmensamente silenciosa. Inmensamente sola. Una luna oriental quería
iluminarnos y en su interior un viejo dios cobarde permanecía encerrado como en
una esfera de cristal, era la misma divinidad que en la noche teotihuacana
había dudado un segundo frente a la hoguera y ahora vagaba sólo en la
eternidad; nosotros, lo entendíamos, pues también vagábamos en la amplitud
vacía de Altar ...
En la puerta de la tienda, y
antes de irse a dormir, Mancilla recordó un pensamiento de Kayam que decía más
o menos de la siguiente manera: "bebe, al mirar las estrellas piensa en
las culturas que se tragó el desierto".
Recordamos que llevábamos una
ánfora de brandy por lo que nos apresuramos a destaparla; pensamos que como en
la alta montaña nos iba a reanimar, pero todo lo que sacamos fue una tremenda
quemada en nuestra reseca boca mejor tiramos el ánfora para que se la tragara
el desierto.
Ya descansados volvimos a
revisar el contenido de nuestras mochilas con la idea de eliminar peso, no por
el peso mismo, sino porque éste nos exigía mayor esfuerzo el cual nosotros
traducíamos en eliminación de agua de nuestro cuerpo.
Vimos que como equipo de día
llevábamos lentes polarizados muy necesarios para proteger los ojos del polvo,
y de la intensa luminosidad, sobre todo para nosotros, habitantes de zonas
fuertemente oscurecidas por el smog; paraguas cuyo uso fue un acierto
extraordinario para defenderse del sol, pantalones cortos, que brindaban una
enorme comodidad de ventilación y de movimientos, camisa blanca delgada que
resultaría ideal por su propiedad de rechazar en buena medida el calor y por su
corte holgado que aseguraba también la ventilación máxima a que se puede
aspirar en ese lugar.
Nos envolvimos un rato, a la
usanza árabe, para cuidar eso de la fuga de humedad del cuerpo, pero pronto
tuvimos que volver a nuestra moda porque sentimos que nos incendiábamos (esto
de la forma de vestir frente al calor no observa una regla invariable, pues en
el mismo Sahara los habitantes de la parte norte acostumbran permanecer
completamente cubiertos de largos y gruesos ropajes, en tanto los del sur andan
casi desnudos).
Para proteger las vías
respiratorias en caso de vendaval prolongado, llevábamos tapabocas de los que
usan en los laboratorios químicos. En cuanto al calzado era un enigma, por lo
que habíamos decidido experimentar por nuestra cuenta. Dos llevaban botas altas
de cuero, tradicionales para la caza; José Flores unos mocasines bajos de calle
con suela de hule y polainas cortas; yo unos tenis altos, sin polainas, de esos
que se usan en el baloncesto. Todos encontraríamos aspectos a favor y en
contra, pues los de las botas altas sufrirían de elevada temperatura y de todas
maneras saldrían con ampollas o
lastimaduras; sus ventajas serían respecto a mordeduras de víboras, mientras
que nosotros no sufriríamos de sobrecalentamiento en los pies, como era de
esperarse, pero sí algunas molestias ligeras ya que la arena llenaba los huecos
de los zapatos, pero en general, todo fue bien en este renglón.
Con medicinas varias
confeccionamos un ligero botiquín en el que tenían lugar preponderante los
sueros antialacrán y el antiviperino con sus respectivas hipodérmicas. En fin,
que todavía esa noche nos pareció que el equipo que nos quedaba era
indispensable.
Se agotó la reserva de agua
En el mediodía de la segunda
jornada habíamos tenido 45º C y en la madrugada de ese tercer día el termómetro
marcaba 10º C con lo que debimos experimentar una variación nada menos que de
35 grados.
La técnica para cruzar desiertos a pie (hasta donde sabemos, es una idea nuestra) como es la manera ortodoxa del alpinismo (de otra manera estaríamos hablando o de safari en vehículos motorizados o de cabalgata sobre caballo),es mediante el sistema de lanzadera que se usa para abordar montañas desprovistas de refugios establecidos: instalar un campamento, aprovisionarlo de víveres y agua, instalar el segundo campamento...
Antes de reanudar la marcha
por la mañana, bebimos el último medio litro de agua que nos quedaba como
reserva. Después de tres horas de marcha descansamos un rato en la ilusoria
sombra de una loma y vimos algunas rocas torturadas por el sol que, sometidas a
dilatación diurna y a contracción nocturna durante siglos, habían acabado por
resquebrajarse más arriba un buitre permanecía inmóvil en el aire, quizá era el
mismo que el día anterior nos observara.
Un poco antes un remolino nos
había envuelto; las partículas de arena chocaban unas contra otras, se ponían
en movimientos ascendentes y nos golpeaban. Para colmo, cuando reanudamos la
marcha, una turbonada de larga duración nos atrapó y levantó las partículas
finísimas del terreno y por un rato se opacó el sol. Por las dudas, consultamos
nuestra brújula, es decir el único implemento que nos conducía correctamente en
el desierto, entre las fuertes insolaciones, las grandes tempestades de arena y
los maravillosos espejismos.
Dibujo de Manuel Sánchez
Pone de relieve utilizar la sombrilla. 3 o 4 grados bajo su sombra puede evitar situaciones realmente delicadas.
Sánchez es el coautor( con el autor de este blog) de Técnica Alpina, primer libro de alpinismo escrito por mexicanos, editado en 1978 por la Dirección de Actividades Deportivas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Algún tiempo después, al regreso de Altar, organizó una travesía de Médanos Blancos, al oeste, hasta las vías del ferrocarril Casas Grandes-Ciudad Juárez, en el desierto de Samalayuca, Estado de Chihuahua, México.
Convencidos de que el rumbo
era el correcto, recorrimos unos cinco kilómetros más por un suelo blanco que
se movía al capricho del viento, aunque ya se veían algunos sotos, gobernadoras
y hedondillas, que sostenían la más desigual y tremenda dé las luchas contra la
arena que siempre amenazaba con sepultarlos y educar en su lugar un enorme
médano.
Pero, por fin, al dar vuelta a
una loma más alta divisamos una laguna casi seca, de la que, en su lado
sureste, había agua como para alimentar a una ciudad, y aunque sabíamos que su
lecho debía tener una gran cantidad de substancias alcalinas, aún así
mantuvimos la esperanza de encontrar agua dulce; también pensamos en el enorme
grado de contaminación que una charca en el desierto debe contener con tanto
animal que ahí abreva así como los organismos, defecaciones y cuerpos en
descomposición que encierra.
En la tormenta. Según la sed que llevábamos nos parecía dificil de alcanzar; a nuestras espaldas, hacia el oeste, aparecía más próxima la estación López Collada pero caminar hacia ella era alejarse más de Punta Peñasco y caer en una trampa de distancia en el caso de que tampoco esta estación existiera ya. El desierto, que después de todo seguía aprisionándonos, no permite errores de cálculo; cuando tiraron la vía de ferrocarril de Sonora muchos murieron de sed en ese lugar en el que ahora nosotros nos encontrábamos, es decir, en el desierto y el mar. En principio habíamos vencido al Desierto de Altar, pero ahora era urgente resolver los obstáculos próximos antes de que llegara la postración y el fin a causa de la sed.
La estación Gustavo Sotelo, en el kilómetro 205 de la vía de Sonora, aparecía localizada en el mapa a una distancia de unos quince kilómetros en dirección este y hacia allá debíamos dirigirnos.
Esto se refiere a un hombre que, fresco, recién empieza a caminar por el desierto, pero nosotros llevábamos ya muchos kilómetros andados, mucha sed acumulada y todo ello a una temperatura muy alta. Debíamos apresurarnos.
El último recurso en ese momento fue almacenar en las cantimploras nuestros orines y ya sólo esperábamos que la concentración de urea no fuera demasiado alta; por cierto que nuestro organismo había aprovechado al máximo el agua, pues no obstante que tomamos más de diez litros de agua, lo expelido era mucho menos que la cantidad habitual.
Empezamos a caminar a un ritmo mayor al que desarrolláramos a la llegada para escapar del mar. Entonces, el cansancio y la sed que estaban a punto de doblegarnos habían quedado en segundo lugar por lo pronto, ahora sólo nos importaba salir de allí y la única línea en la que podíamos realizar una retirada efectiva era hacia el norte y así lo hicimos.
—Nada. Son cuentos o alucinaciones; allí enfrente hay sol y arena. Nada más.
18 de Mayo de 1977. Llegada al
kilómetro 100 de la carretera Sonoita-San Luis Río Colorado a las 2:00 horas.
Primer vivac, en la zona semiárida. Recorrido del primer tercio de la caminata.
segundo vivac entre las dunas.
19 de Mayo de 1977. Recorrido
del segundo tercio de la caminata, tercer vivac entre las dunas.
20 de Mayo de 1977. Recorrido
del último tercio de la caminata, llegada al mar. Se alcanza la Estación
Gustavo Sotelo. Cuarto vivac.
21 de Mayo de 1977. Se aborda
el ferrocarril a las 2:00 horas. Transbordo en Caborca y se continúa en camión.
23 de Mayo de 1977. Llegada a
la ciudad de México a las 3:00 horas.
18 de Mayo de 1977 (5:00
horas 12°C; 13:00 horas 39°C; 20:00
horas 25°C),
19 de Mayo de 1977 (5:00
horas 10°C; 13:00 horas 45°C; 20:00
horas 23°C),
20 de Mayo de 1977 (5:00 horas
11°C; 13:00 horas 42°C; 20:00 horas 20°C).
Del 18 al 20 de Mayo de 1977 los vientos
procedían del sur.
18 de Mayo de 1977: 175 m
(próximo a la carretera Sonoita-San Luis Río Colorado),
19 de Mayo de 1977: 90 m,
20 de Mayo de 1977: 0 m.
Sueros antialacrán (se
consiguen con facilidad en las poblaciones norteñas),
Sueros anticrotálicos,
Pastillas para purificar el
agua,
Sulfadiazinas compuestas,
Tabletas efervescentes,
Crema antisolar.
Lentes polarizados,
Tapabocas,
Paraguas,
Tienda de campaña ligera,
hermética, con doble techo que pueda usarse por separado para procurar sombra
en el día.
Hasta aquí el texto de la publicación de 1978
Oportuna advertir que en estos
meridianos 113´50 y 114´10, que trazamos nuestras rutas, no existe lugar alguno
en el que se pueda encontrar agua, sólo llanura seca y dunas.
Más al este sí se encuentra lo
que se llaman Las Tinajas (se habla de hasta 32 pozas con agua permanente, es
decir, que se recarga cada año en la temporada de lluvia).
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Anexo 1
El desierto, como la alta
montaña, requiere de un proceso de adaptación para acercarse a él.
No podía creer lo que estaba pasando. Habíamos cruzado el
desierto en mayo y en junio del año
siguiente el trabajo salía de la imprenta. Como vi que Cadaval se daba la
vuelta, pues tenía asamblea con otros deportistas, y sólo había salido de la
sala de reuniones para entregarme personalmente él “Desierto”, apenas acerté a
preguntar:
-¿Cómo que ya volaron?
-Desde la semana pasada los hemos estado enviando, a todas partes del
planeta, por medio de nuestros equipos representativos: China, Canadá, Brasil,
Polonia, Sydney…
Desapareció tras la puerta. Ni
siquiera tuve tiempo de darle las gracias.
Anexo 2
De existir un antecedente,
debidamente documentado y publicado, le daríamos aquí mismo el crédito
correspondiente. Se trata de hacer historia, no de desvirtuar antecedentes.
Pero debemos
aclarar que la presencia humana aquí, según investigaciones de
antropología, data de hasta 20 mil años.
En la región ( Caborca, Sonoita, etc.) hay abundantes petroglifos y rocas trabajadas para el uso común como
guardar agua, moler granos.
De Puerto Peñasco, hasta el sur de Arizona fue entonces, y sigue siendo, la tierra de una etnia muy especial, por su adaptación a tan inclemente medio geográfico, llamada ahora los pápagos, hohokam, y también conocida como los tohono O´odham que quiere decir “gente del desierto”.
El territorio de esta etnia
comprende desde el sur de Arizona y California, Estados Unidos, hasta las aguas
del Golfo de California. Un terreno por el que iba y venían cotidianamente ya
para la recolección, para la caza o para la agricultura, según la estación del
año.
Con la división política establecida en el siglo
diecinueve la mayor parte del pueblo hohokams quedó en Estados Unidos y la menor parte en el lado
Mexicano. En Puerto Peñasco hay en la
actualidad una oficina para los asuntos de esta etnia.
El Pinacate es la montaña sagrada
para los hohokams. Con números cráteres, del más grande ( 1,050 metros de
diámetro y 240 metros de profundidad, emergió la etnia tohono O ´ohodam
Desde tiempo inmemorial llevan
a cabo, caminando a pie, y luego ya en animales de montar o vehículos
motorizados, una travesía con espíritu religioso y necesidades prácticas,
conocida como “La caminata de la sal”, desde los paralelos norteños hasta las
grandes salinas que nosotros conoceríamos en nuestra segunda travesía, años más
tarde, y las playas de Cabo Brumoso, que alcanzamos, según queda anotado en el relato.
“La caminata de la sal” de 400
o 500 kilómetros (y regreso de la misma manera), esto dentro de un desierto de
los más secos del planeta.
Hay una ruta ancestral (no la conocimos ya que
nuestras travesías fueron más al oeste) conocido como Las Tinajas. Piso
volcánico impermeable que conserva el agua en todo el año en la mayor cantidad
de estas pozas. Eso fue lo que le permitió a las sucesivas etnias, a lo largo
de los milenios, establecerse en este árido y más grande desierto de
Norteamerica, con temperatura que van de los 40 a los 50 grados y hay el
registro de haber llegado a los 57.
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