Diálogos en el limbo
George Santayana
Editorial Porrúa,México,Serie Sepan Cuantos...Núm.645,año 1994
Primera edición 1910
No es tan
difícil creer en los dioses, basta conocer a los hombres
La religión
ultima empezó a perfilarse hace casi veinticinco siglos, con Sócrates, dice
Santayana, con base en el amor y la unidad: “con armonía auténtica y patente. Busca el bien universal, no el poder universal.” La
anhelada perfección, el amor y la belleza eterna, son las características que
el filósofo señala.
Un teólogo
iría directamente a la fe como necesaria para creer en Dios o los dioses. Sin
asustarse por el singular y el plural. En todo caso se está hablando de
valores vitales de la cultura occidental y de las mil etnias que hay esparcidas
por el planeta.
Santayana es
un académico de la universidad de Harvard y hace un relato hiperbólico
riguroso, en tecnicismos filosófico, antes de mencionar a la religión litúrgica
del catolicismo, el islamismo, a los dioses y a Dios.
Es letra
muerta donde falta la idea operante, cómo
se vive, no cómo se habla, con ausencia de
valores vitales: “Más todo esto difícilmente puede merecer el nombre de
filosofía mientras el corazón permanezca inconmovido y nosotros continuemos viviendo al modo de
animales perdidos en el alud de nuestras impresiones.”
Santayana
dijo este discurso en el auditorio de La
Domus Spinoziana, en la Haya, con
motivo del tercer centenario de Baruch Spinoza, en 1932 (1632-1677).
Santayana se
dirige al mundo en el que brotan, tres veces al día, nuevas propuestas
religiosas que pronto descubren, o bien fines pecuniarios o, fáciles
composiciones líricas supuestamente apoyadas en la biblia: “Todo aquel que, en cualquier parte, no se satisfaga con
forjar un sistema plausible, sino que pretenda probar sus propias conjeturas y
conseguir un autoconocimiento espiritual, debe empezar por abstenerse de toda
fe fácil, para no inundar trivialmente el universo con las imágenes de su
propia razón y de sus ilusiones.”
Sobre toda
la maraña de propuestas filosóficas y teológicas improvisadas, no se debería
perder de vista lo esencial: “La existencia es un milagro, y, moralmente considerada,
un don gratuito en cada momento.”
Propone que, al estilo de San Agustín y Santa
Teresa de Jesús, sacar belleza del mal: “Será quizá más fácil, para mí,
comprender el movimiento de los cielos y regocijarme en él, que comprender y
regocijarme en mis propias conmociones.
Mi propio eclipse, mis propios vicios, mis propios pesares pueden llegar a ser,
para mí, motivo del cálculo exacto y de gratas maravillas. El ojo
filosófico puede obtener, de estos
conflictos necesarios, una armonía cósmica, y de estas muertes propicias, una
vida infinita.”
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