Inseguridad
llamamos a todo ese ambiente que corre por las calles corrompiendo lo que toca.
No se salva el palacio del rey. El
rey entrante le saca los trapitos al sol al rey saliente.
El Papa Francisco amonesta a los
obispos en plena catedral de México.
Desde el pilluelo que roba manzanas
en el mercado, o que asalta a los pobres proletarios que viajan en el microbús,
hasta la mansión de N cantidad de ceros.
Enfermedad, le
llama Epicteto.
Para este pensador, del primer siglo
de nuestra era, todo delincuente, grande
o pequeño, es un enfermo. De ahí su máxima:
“Puesto que compadeces a los ciegos y
a los cojos, ¿por qué no compadeces también a los malvados? ¿No comprendes que
lo son a pesar suyo?”
Dibujo tomado del diario El País. |
Las medidas de que dispone la ciencia
médica, para las epidemias y las pandemias, son las vacunas. Pero es el caso
que no todos quieren que se les aplique.
De la misma manera, la ética, para lo
civil, y la moral para lo religioso, son rechazadas por muchos.
Así es como los virus patógenos
metafóricos siguen infestando nuestras calles. Nos arrastra y nos lleva. Y da
la impresión que nadie aquí podemos tirar la primera piedra.
Nos arrastra como el tornado del
desierto de arena, o los fuertes vientos helados que azotan los puertos de las
elevadas montañas del Valle de México.
Es decadente, pesimista e injusta
esta apreciación. ¡Sí hay quienes puedan
tirar la primera piedra! Esos son los Epictetos de nuestro tiempo que
han comprendido que a los enfermos no se les alivia tirándoles de pedradas.
Los que no han perdido la fe en que,
tarde o temprano, es necesario aplicarse las vacunas. ¡En todas partes! En el
hospital precarista del gobierno como en el lujoso sanatorio del Periférico. Es
el mismo virus patógeno.
Pero, ¿quién estará libre de virus
patógenos que pueda aplicar esas vacunas de ética y de moral?
En su libro de Máximas, Epicteto tiene una anécdota, de alguien que se quejaba con
Diógenes de que los dioses del Olimpo lo habían abandonado. Los mocos se le salían de la nariz y toda su cara era una porquería.
Diógenes sólo le contestó:
¡Pues tú límpiate los mocos y no estés
esperando que lo dioses vengan a limpiarte!”
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