El alcohol y los grupos Washingtonianos

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Los washingtonianos hacían un conglomerado de borrachos, en Estados Unidos, que s e reunían  en la cantina y bebían hasta la embriaguez. Esto en el primer tercio del siglo diecinueve. Al día siguiente lo mismo y después al otro día también y así hasta el infinito. Su situación económica se lo permitía de algún modo. Trabajadores  en activo, jubilados, asegurados, etc. D e otra manera tendrían que haberse reunido en la calle.

En la ciudad de  México a estos grupos empedernidos s e les conoce como “batallones de la muerte”. Alejados voluntariamente, o erradicados a la fuerza por sus familias, y sin recursos económicos, viven en la calle. Duermen por las noches bajo el techo de algún comercio, en los viejos automóviles abandonados o en el día en plena banqueta bajo el sol. Nadie sabe cómo viven  sin alimentarse y las pocas monedas que de alguna manera caen en sus manos corren a la farmacia a comprar alcohol que mezclan con agua o bien lo ingieren solo. En algunas partes les venden bebidas embriagantes  que cuestan la mitad de alcohol de la farmacia… Un ser humano soporta todo  esto cuando su componente narcisista  es más fuerte que todas las penalidades físicas.

El salón de los Washingtonianos.
Inexplicablemente  viven varios años de esa manera. Pero finalmente  el  hígado  no aguanta más y el cáncer los destruye. El “batallón dela muerte” no se extingue pues por uno que se va llega otro. Por el efecto de la causalidad  el asunto no puede ser  de otra manera. Es un devenir lógico. Así eran los washingtonianos pero sin dejar la cantina. Al caer la noche se retiraban a su casa y al día siguiente volvían a reunirse. Eran como un club o una sociedad de bebedores consuetudinarios.

Un día, de pronto, uno de ellos s e levantó y dijo “¿Qué tal si dejamos de beber?”. Fue tan inusitada propuesta que, también de manera inusitada, los otros aceptaron. Algo s e había salido de la causa y el efecto. Pero no sólo era asunto de ya no beber y cada quien para su casa. Al contrario, acordaron seguir reuniéndose en la misma cantina al día siguiente. ¡Y haber qué pasa! Ellos mismos se habían metido en esa decisión y era como un auto experimento. Descubrieron que, en efecto, podían dejar de  beber un día. Y al otro día  y al otro día siguieron reuniéndose y tampoco bebieron.

Cuando estuvieron seguros que habían logrado romper con la costumbre de beber, dieron un paso más. Que cada uno de los ahí reunidos se comprometieran a llevar otro que estuviera  dispuesto a dejar de beber. Así lo hicieron y, dice la historia, en poco tiempo el número de ex alcohólicos creció hasta más allá de quinientos mil, incluidos hombres y mujeres.

Parecía que el antiguo  diálogo entre Sócrates y Protágoras había regresado. ¿La virtud es por disposición divina, genética o se enseña? Protágoras decía que se enseñaba y Sócrates  argumentaba que si se enseñaba por qué de padres buenos hay hijos malos. ¿Por qué el gran Pericles no pudo enseñar a sus hijos a ser grandes como él había sido?

Ahora los washingtonianos ponían el ejemplo y esto arrastraba  a otros a dejar de beber. Parecía que Protágoras a la postre había tenido la razón. Empero no dejaban de beber por alguna especie de programa didáctico sino por el mero ejemplo. Era una manera por demás empírica, de facto. Lejos de la ciencia y de la religión. Ellos solos. La psicología social tenía mucho terreno para investigar.

 Este fenómeno  llamó tanto la atención que pronto los políticos y reformadores sociales quisieron aprovecharlo para sus campañas electorales. Eran tantos los washingtonianos  que unos tomaron partido por un programa político y otros por otro.

Sucedió que cuando los washingtonianos s e vieron bajo los reflectores, se despertó el viejo gusanito del egoísmo y  la competencia. Lo mismo que un día los había arrojado fuera del hogar.
Y, de pronto, como habían aparecido los grupos washingtonianos, así de pronto  se extinguieron y volvieron a  la cantina...

Mucho, mucho tiempo después, sólo un individuo ex  alcohólico  había sobrevivido al desastre de la vuelta a la cantina. Se llamaba Ebby. Pero esta ya es otra historia…






"Los primeros signos de un movimiento organizado de templanza en Europa se encuentran en la unión constituida en Växjö, Suecia, en 1819, por cierto número de alumnos de un gimnasio bajo la guía de Per Wieselgren (1800-77), que después se hizo famoso como padre de la agitación por la templanza sueca. Los miembros de la unión se comprometieron a abstenerse de toda bebida alcohólica dañina. Sin embargo, el impulso de América (la “Sociedad Americana de Templanza”, 1826) condujo primero a la fundación de sociedades regulares – casi inmediatamente en Irlanda (New Rose, 1829; para 1830, 60 sociedades); Escocia (Grenock, 1829; la “Sociedad Escocesa de Templanza”, una organización central, fundada en 1831, pronto tuvo 300 ramas); Inglaterra (Bradford, 1830; a finales de 1830, 30 sociedades locales; la “Sociedad Británica y Extranjera de Templanza”, 1831); Suecia (Estocolmo, 1830; la “Sociedad Sueca de Templanza”, una organización central, fundada en 1837, tenía 100.000 miembros en 1845). El movimiento se extendió muy rápidamente en Irlanda, donde desde 1834 el Padre Mathew (véase), probablemente el mayor predicador de la templanza de todos los tiempos, trabajó con extraordinario éxito; para 1844 había conseguido casi 5.500.000 afiliados. En Dublín solo 180.000 se comprometieron por él; más tarde fue a Inglaterra consiguiendo 60.000 en Londres, luego a Escocia y América. En 1858 se fundó la “Liga Irlandesa de la Templanza”, ahora la organización de abstinencia más importante. Como en Suecia, el primer movimiento en Noruega y Alemania fue también independiente, pero no alcanzó en estos países mucha importancia hasta que se puso en contacto con los movimientos ingleses y americanos. En Noruega, Kjell Andresen estableció por todo el país numerosas sociedades que unió en 1845 en una organización central, “Den norske verening modbraendevinsdrikken", una asociación que recibió enseguida considerable ayuda financiera del Estado.

La campaña se inauguró en Alemania hacia 1800 por un cierto número de tratados médicos, especialmente los de Hufeland (Die Branntwinevergiftung) y también por la circular dirigida por el rey Federico Guillermo III de Prusia a los consistorios protestantes urgiéndoles a exhortar al pueblo a abstenerse de los licores. Las primeras sociedades se fundaron en Hamburgo en 1830 y en Dresde en 1832, por influencia inglesa. Hacia 1833 Federico Guillermo III pidió al gobierno norteamericano información relativa al movimiento de templanza. En respuesta a esta petición, Robert Baird, autor de una “Historia de las Sociedades de Templanza en los Estados Unidos” que hizo época, fue enviado a Europa en 1835. En Berlín Baird entregó la versión francesa de su obra al rey, quien la hizo traducir inmediatamente al alemán, y distribuyó 30.000 ejemplares" (Enciclpoedia Católica)












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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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