LA OTRA HISTORIA DE LOS GRUPOS WASHINGTONIANOS, BORRACHOS EMPEDERNIDOS.

Ebby fue el individuo, considerado parte de Los washingtonianos, movimiento en Estados Unidos de bebedores empedernidos, que dejó de emborracharse “de pronto”.

El ejemplo creció de manera inusitada, e increíble, pero cierta, en número de hasta medio millón que, “de pronto”, se volvieron abstemios. Lo políticos los aprovecharon para sus campañas, los ex bebedores entraron de nuevo en la dinámica de   competencia, poder, dinero  y tener, más de las  necesidades naturales y, regresaron a la  cantina.

La historia  registra sólo uno,  de los washingtonianos, que  se mantuvo sobrio y estoico y se llamó Ebby. 

 Ebby se acordó que tenía un amigo, también alcohólico, y decidió comunicarle su experiencia de cómo había dejado de beber.

Ebby viajó desde una ciudad a otra,  en Estados Unidos, para ver a Bill W, que así se llamaba su amigo. Le telefoneó desde la terminal para preguntarle si podían platicar un rato.

Molesto Bill por considerar que ese rato, que la pasara platicando con su amigo Ebby, dejaría de beber. No podía imaginar la vida sin dejar media hora sin  ingerir siquiera un trago. Había sido corredor de bolsa, con buena posición  económica, pero ahora había descendido tanto, en su manera de emborracharse, que se quedaba tirado inconsciente, de  briago, en la banqueta de la calle a cincuenta  metros de su casa.

Bill gustaba decir que él había sido educado en una universidad que enseñan al hombre a ser Dios.

Era, como Malcon Lowry, de los que no podían imaginar la belleza de la vida sino se ingería un vaso de aguardiente a las primeras horas de la mañana. Para tal cosa era necesario estar alerta antes que abrieran la cantina.

O, si tenía dinero, se "apertrechaba" con una buena botella para poder pasar la noche. Como hacen los fumadores que se previene con un a o dos cajetillas de cigarros para librarla hasta que amanezca.

Malcom Lowry
Aceptó  platicar con Ebby y, no obstante la amistad que tenían, se consoló al  encontrar un argumento para evitar que la plática se prolongara: le diría de entrada que tenía un compromiso y no disponía de más tiempo. ¡Media hora, tal vez!

Ebby al primer vistazo comprendió que su amigo Bill estaba metido hasta el cuello en el alcoholismo. Calibró toda la situación porque él había pasado por lo mismo.

No abrigó mucha esperanza en su capacidad de convencerlo, que se alejara de la bebida,  porque sabía que todos los argumentos narcisistas   de un alcohólico, superan con mucho los argumentos filosóficos que la academia puede exhibir.

 Sabía  absolutamente  que la  posible solución favorable estaba fuera del  planeta de la causalidad pero él, como humano, lo único que podía hacer era platicarle su experiencia. ¡Y no más! ¡Arrojar los dados! El resultado estaba fuera de su control.

Sabía también que era necesario no entrar en la tónica de pontificar el asunto porque un alcohólico al primero que hace responsable de todas sus desgracias es a Dios. Catolicismo, protestantismo, budismo, todo eso es basura, propia de  individuos que se asustan como  conejos al menor soplo de viento.

Pero también sabía Ebby que no hay dictador más implacable  en esta planeta que una botella de licor. ¡Narcisismo puro liquido encerrado en una botella de vidrio! De eso se alimentaba Ebby en tiempos de sus borracheras sin fondo.¡Superior a todo pero esclavo de una botella!

Se limitó pues a pasarle su experiencia vivida con los washingtonianos, el éxito increíble pero efímero de ellos y su vuelta a la cantina. Eso fue todo. Ebby se despidió al final de la charla, al caer la oscuridad, regresó a la terminal y a su ciudad.

Hasta entonces, contaría después Bill W, me di cuenta que habían pasado varias horas. ¡No podía creerlo! ¿Cómo es que no se había acordado de  su imperiosa necesidad de, cuando más, media hora de un trago?

Trataba de digerir la situación pero, de todas maneras, la botella seguía tan cerca que bastaba sólo estirar la mano y listo. Cuando la alargaba otro pensamiento lo detuvo: Ebby había viajado desde su ciudad sólo para platicarle su experiencia, sin ningún interés más que el de la amistad. ¿Qué pasaba? Todo eso no iba con el narcisismo del alcohólico.

Una cosa más, durante la charla Ebby le había servido varias tazas de café. En otros tiempos el  Ebby que él conocía jamás le hubiera servido una taza de café a nadie. Su yo de ganador no iba con esas prácticas  sociales decadentes, serviles.

Hasta mucho tiempo después descubrió el secreto de Ebby. Cada taza de café que le servía a Bill, disminuía el narcisismo del propio Ebby, no el de Bill... ¡Así funcionaba y no había otra manera!

 Y como era un individuo con suficientes vitaminas culturales (yo había sido educado en una universidad que enseñan al hombre a ser dios), pronto encontró el por qué. ¡Cuando dos alcohólicos platican de sus experiencias comunes, del alcoholismo, pero sin beber, dejan de beber!

Era tan simple, o tan accesible la solución, que, a su  vez,  quiso hacer la prueba. Luego de unos días ¡cosa inusitada, seguía sin beber! Pero también veía los guiños que la botella le hacía desde su buró. Bastaría un trago  y todo volvería a hundirse en la niebla alcohólica de antes.

Como lo fumadores que luego de una lucha titánica, de años, dejan de fumar y, ya confiados en su fuerza de voluntad, se fuman un cigarrillo, como para retar al destino y, jamás dejan ya de fumar.

Repitió la experiencia de Ebby. Llamó a un  súperborracho, como él, amigo suyo, y le preguntó si podían platicar un rato de alcoholismo y todo eso. Este superalcohólico  era médico y se llamaba Bob.

El doctor Bob aceptó platicar pero, sólo un rato porque, dijo, ya tenía un compromiso… ¡Brevemente, tal vez unos quince minutos! Cinco horas después seguían platicando sin beber ambos un solo trago. ¿Volvió a funcionar!

Así nació el movimiento de AA que ha salvado la vida a millones de enfermos de narcisismo.

Bill W jamás volvió a ver a Ebby pero sí supo de él. Ebby había vuelto a beber y se puede decir que fue el último de los washingtonianos.

Como el atleta  de la carrera de relevos que está a  punto de sufrir un ataque mortal, por el esfuerzo, y alcanza a pasarle la estafeta a su relevo.

Así fue con Ebby. El postrer legado  de  aquel movimiento, efímero, pero altamente trascendental, que se conoce  como Los washingtonianos.

Del libro AA llega a la mayoría de edad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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