UN MUNDO VISTO POR DOS FILÓSOFOS


Leibniz está seguro que el mundo en el que vivimos es el mejor de los mundos posibles. No dice que es perfecto, como en la teología, sino que  se trata del fenómeno que es  donde juegan tanto el devenir como la dialéctica. El taller donde el humano trabaja cada día la perfección propia. O su degeneración.

  Con “mundo” se refiere a la humanidad, no al planeta.

Está seguro porque el mundo es obra de Dios y por lo tanto no cabe pensar en una obra mal hecha. La razón suficiente para su creación es el bien. Aunque haya cosas que no entendemos por qué suceden. Piensas como hombre, no como Dios, le dijo Jesús a Pedro. Todo en el mundo es armonía, en la perspectiva de los valores vitales, no sólo materiales.
Arturo Schopenhauer

En clara alusión a esta creencia de Leibniz, Schopenhauer asegura lo contrario. Recuerda al Hermano Lobo,  de San Francisco de Asís. Un mundo de porquería y el hombre  no merece la categoría de humano ya que no se ha elevado sobre la categoría de bestia, de lobo.

Su astucia es tal que se ha inventado dos máscaras que se llaman civilización y cultura, Academia y Humanismo. Busca satisfacer sus pulsiones no sus razones  vitales.
”Ugolino” es el nombre verdadero del hombre. Ugolino es el hombre que fue encerrado en una torre junto con su hijo. Privados de alimentos, Ugolino se comió a su hijo.

Alude al solipsismo que alguien lleva soterrado pero que, llegado el momento, no dudará en vender su alma al diablo con tal de salvar su cuerpo, su ego y sus intereses pecuniarios. Está convencido que en las finanzas, en el sexo, en los partidos políticos, en la calle, en la academia y en la iglesia, chocan los egos como bolas de billar.

Quizá, después de escuchar a los dos, para conservar la cordura, haya que recurrir  al término medio de Aristóteles.

En su obra Los dolores del mundo Schopenhauer escribe:

”Si ante cada uno se colocaran los dolores y los tormentos espantosos a los que está expuesto de continuo su vida, no hay duda que el espectáculo le llenaría de horror. Y si se quisiera llevar al más endurecido optimista a través de hospitales, lazaretos y salas de tortura quirúrgicas, a través de las prisiones, los lugares de suplicio, los campos de batalla y los tribunales, si se les abriesen todos los antros sombríos en que la miseria se desliga para escapar de las miradas de fría curiosidad, y por fin se les dejase mirar en la torre hambrienta de Ugolino, con seguridad se acabaría por comprender de qué clase es el mejor de los mundos posibles.”
Leibniz

Leibniz escribió un siglo antes que Schopenhauer que el mundo será el mejor, de todos los mundos, pero no hace tabla rasa sino que  va a  depender del grado de evolución que tenga cada individuo:

“Síguese de la suprema perfección de Dios que, al producir el universo, ha elegido el mejor plan posible, donde hay la mayor variedad con el mayor orden; donde están el terreno, el lugar, el tiempo mejor dispuestos; donde el efecto es mayor por los más simples conductos donde hay en las criaturas la mayor potencia, el mayor conocimiento y la máxima felicidad y bondad que el universo podía contener. Pues como en el entendimiento divino todos los posibles aspiran a la existencia, en proporción de sus perfecciones, el resultado de todas esas pretensiones ha de ser el mundo actual más perfecto posible. Sin esto, no sería posible dar la arzón de por qué las cosas son así y no de otro modo…Síguese también de la perfección del autor supremo que no sólo el orden del universo entero es el más perfecto posible.”

Sin embargo el termino medio aristotélico no es mas que una especie de promedio matemático. Parece que lo más honrado es aceptar que hay tantos mundos como individuos  hay en el planeta. Es decir, cada quien tiene el mundo como se lo ha hecho a sí mismo. A eso se refiere Leibniz cuando dice  "en proporción a sus perfecciones".
















No hay comentarios:

Publicar un comentario

Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

Seguidores