IBSEN Y LA MUJER MUÑECA

 


“Quiero educarme a mí misma”, le dice Nora a Helmer, su marido, en la postrera escena, cuando abandona  su casa, en Noruega.

Esta obra (Casa de Muñecas) fue estrenada en Alemania en 1879.

Agarra su bolso, con sus pocas pertenencias, cierra la puerta y deja  a su esposo y a sus hijos.

Regresa, como Scarlett O ‘Hará regresaba a su Tara, a refugiarse en la tierra que la vio nacer, a descansar, y encontrarse a sí misma para, desde ahí, desde ella misma, enfrentar, reinterpretar, descubrir, el contexto social en el que una vez creyó iba a ser feliz.

Nora sabe ahora que en sus ocho años de “feliz matrimonio” sólo había sido una más en una casa de muñecas. Adorada empalagosamente por su marido pero que en cualquier momento de crisis se le puede arrojar al rincón de los trebejos de la casa.

En la primera desavenencia conyugal se le señalará como  una torpe, inmadura y peligro para la educación de los hijos.

De la religión, dice, sólo tiene algunas noticias y frente a las leyes de los hombres es escéptica.

Nora pasó por una mujer verdaderamente revolucionaria. Una pionera que se enfrentó con las costumbres pequeño-burguesas. Que abandonó todo, familia, comodidad del hogar  donde ella, como esposa y madre, era alguien.

 


          El contexto social en el que una vez creyó iba a ser feliz

                                Dibujo tomado del libro

                         La psiquiatría en la vida diaria

                             De Fritz Redlich 1968

Fuera de aquí no serás nada, le dice Helmer en un intento de detenerla.

Buscaré ser yo misma, le contesta.

Ibsen encontró dificultades para presentar su obra. Cuando lo logró fue duramente criticado. Su fama mundial  tardaría  en llegar.

¡Va contra los valores de la sociedad! Exclamaron, unos al ver la obra en el teatro. ¡Es de los nuestros!, dijeron los iconoclastas.

Nora no es esto ni aquello. Nora cree en el matrimonio verdadero. Lo que ella vivió en ocho años le hizo rechazar esa caricatura de matrimonio.

La pareja feliz es la que se casa con las virtudes y los defectos del otro. El “matrimonio feliz”, el del Príncipe Azul y el de Blanca Nieves,  una vez  que ha pasado la magia de los orgasmos, todo acaba en la mesa del  juzgado civil exigiendo el divorcio. O el hogar se volverá una jaula, como dice una mujer, personaje de Tennessee Williams.

 Y  es tal “altero” de expedientes los que quieren separarse, ¡a la mayor urgencia posible!, que los legisladores se apresuraron a dar el sí a la figura del “divorcio exprés” o  divorcio aun  en ausencia del otro.  Antes era penoso,  tardado, costoso y prolongaba el trámite de una situación en el hogar que en realidad ya se había convertida en patología, en una jaula.

Situación  que generalmente deriva, degenera, en el síndrome de Medea: herirse mutuamente por medio del jaloneo a que se someten a los hijos.

Se recordará, por herir a Jasón, su esposo, Medea, la de Eurípides, asesinó a sus hijos. Una pareja, en conflicto irreversible, asesina de muchas maneras a los hijos.

Helmer se encuentra enfermo y, por recomendación del médico de la familia, necesita hacer un viaje  para aplacar sus nervios. No hay dinero para eso. Nora pide prestado pero no le dice a su esposo, en la idea de no preocuparlo. Le hace creer que fue el padre de ella que, al morir, dejó lo necesario para tales gastos.

Nora  no tiene dinero para pagar y el prestamista amenaza con decírselo a su marido. Al final el prestamista  le condonará la deuda, en un gesto de comprender a la mujer que para entonces se encuentra ya muy angustiada.

De todos modos Helmer se entera y es cuando ofende a su esposa. Así Nora, que hizo todo eso por la salud de su esposo, recibe las más duras expresiones de él.

Es cuando el mundo idílico de muñeca en el que se le tenía, a sus ojos, se viene abajo. Su matrimonio había sido mal interpretado por ella y por su marido. Ambos necesitan madurar. Pero ella, en un tono que recuerda a Epicteto, se preocupará en adelante por lo que depende de sí misma. Lo exterior que gire como quiera o pueda.

Los personajes de Ibsen  parecen solipsistas al margen de la sociedad, como  Un enemigo del pueblo y ahora Nora. Lejos de eso. Están, porque el hombre masa  eleve su  ethos.

Luego José Ortega y Gasset ampliará este concepto. Masa no es el hombre de banqueta, el lumpen. Masa es todo aquel que, sin importar su estatus, carece de vitaminas culturales, vista mono o corbata, viaje en trasporte público  o en limusina, habite el arrabal o la mansión.

Nora quiere conocerse a sí misma y cómo es la sociedad: “Necesito estar sola para darme cuenta de mí misma y de todo lo que me rodea.”

No tuvo tiempo, de jovencita, para pensar en eso que ahora quiere conocer. Le dirá a su esposo en el momento de marcharse: “Fui en tu hogar la mujer-muñeca, como antes en el hogar de papá fui la niña-muñeca. Y nuestros hijos fueron también muñecos para mí.”

Al cerrar la puerta tras de sí, dice: “No. No comprendo nada. Pero quiero averiguar quién tiene la razón, si la sociedad o yo”

 


                                   Enrique Ibsen 1828-1906

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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