SÉNECA, APOLOGÍA DE LA POBREZA

 


Referencias:

Séneca, Tratados filosóficos, Editorial Porrúa, México, año 2006

Honorato de Balzac, La piel de zapa.

 

Es mejor la pobreza que el exceso, dice.

Con tocar los extremos, de necesidad y capricho, en realidad se dirige a su idea de la frugalidad.

Las costumbres del establishment al que pertenece no conocen límites en la hora de comer y, el costosísimo manjar que habían adquirido, trayéndolo de lejanos dominios del imperio, acaban vomitándolo por el exceso en el comer.

La pobreza material es una idea con respecto a otros parámetros.

Un indigente es pobre con respecto a  un trabajador  bajo el outsorcing. Este se considera pobre junto a un obrero con plaza fija y sus prestaciones contractuales, etc. Y se es inmensamente pobre con relación a lo que ganan los capitanes de la industria y los políticos con sus curules.

Es el mundo libre donde todos pueden intentar escalar el peldaño que sigue. Un obrero puede llegar a ser presidente de la república, un seminarista, sin importar la condición social  de donde venga, puede llegar a ocupar la silla de San Pedro. Antier fue un seminarista polaco, ayer un alemán y al presente un argentino.

La necesidad, o el paradigma, revelan en el individuo,  potencialidades a desarrollar.

 Por lo general, cuando  se está de este lado de la barricada, el lenguaje es de los que incendian la pradera. Del otro lado ya de la barricada   la extravagancia y la concupiscencia pueden hacer acto de presencia. No es un imperativo categórico para todos pero sí se da con frecuencia.

Rafael, el personaje de Balzac, es el referente por excelencia del individuo que no tuvo nada y, después con todo en su bolsillo, murió a los veintitantos años de edad por el exceso.

Extravagancia y concupiscencia, dice Séneca, son  las que  nos hacen mirar de ese modo a la vida. Deja en nosotros, sin importar el nivel en el que nos encontremos, la sensación de la pobreza. Siempre habrá uno más rico.

Yo tengo dos carros pero aquel tiene cinco. En estos tiempos Séneca le llamaría a este fenómeno “consumismo”. Llenar la buhardilla o tapanco con cosas que sólo sirvieron una o dos semanas, si acaso.

La pregunta de este pensador romano es  ¿que necesita el humano para vivir? También pudo plantearla así: ¿qué necesita el hombre para morir prematuramente? Como el caso de Rafael.

 

 


                    Dibujo tomado de El País, 11 de agosto del 2018

 

“La pobreza no es un mal para quien sabe preservarse de las extravagancias del lujo y de la concupiscencia, esas dos plagas destructoras”, escribe Seneca.

Advierte que, apartados de la frugalidad, el exceso no tiene límites: En seguida pone el caso extremo refiriéndose a la corte del imperio de sus días. “Calígula devoró en una cena diez mil millones de sestercios.”

Y, como es necesario no desentonar con el contexto en el que nos movemos, o al que aspiramos, Séneca se refiere a los que rodeaban al emperador: “Vomitan para comer y comen para vomitar”.

Era un mundo casi rural al que Séneca se refiere, nada que ver con la ciudad moderna, se dice. No había papel higiénico ni se usaban ropa interior, etc.

Se pierde de vista que estamos opinando desde los países de la cultura industrial en los que  ahora sí hay todo esto pero... Roma en cambio a la sazón, de los días de Seneca, era la potencia dueña y señora del mundo, al menos del mundo Mediterráneo. Roma procuraba ser, antes que el tener, y se apresuró a asimilar a la Paideia griega.

Para ser dueña del mundo Roma debió desplegar una potencia espiritual y material extraordinario que tenía por base la frugalidad, inspirada ésta en la escuela de los estoicos.

Los  pueblos precaristas,si conservan potencial espiritual,salen adelante.Los pueblos que viven en la sobreabundancia material declinan. Roma no es la excepción.

Esa es la historia de las grandes civilizaciones del Altiplano Mexicano:Teotihuacan, Tula, Tenayuca, Azcapotzalco. De la primera, la más grande de todas, nadie sabe nada a ciencia cierta.

Las otras fueron cayendo al golpe de las hordas chichimecas que llegaban del norte. Los "imperios" del Valle de México se habían refinado tanto en el lujo material que se apoltronaron y caían al primer golpe.

Allá  los cristianos observarían mucho de la  conducta estoica  cuando, convertidos en teas humanas que iluminaba el Foro, cantaban en tanto se consumían. 

Empezando por la frugalidad en el comer,  vestir y tener,  que ya empezaba a mencionarse  como pobreza: “De los pobres es el reino de los cielos”. Cantaban por estar seguros que: “hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. ”Voy a la casa de mi padre”, decían con el último aliento.

La filosofía  de Séneca no buscaba el cielo sino  ganar la batalla imposible: la victoria de uno mismo sobre nuestros impulsos poco, o nada, espirituales y sí muy biológicos irracionales.

El tiempo de Séneca (4 años antes de nacer Jesús) era cuando el imperio estaba ya muy penetrado de las practicas relativistas,  no de las costumbres, que lo llevaba cuesta abajo como resultado de la degeneración de las clases altas. Y que erosionaban los cimientos  fuertes de la sociedad romana. Contra esto escribió Séneca. Y lo hizo abiertamente, de manera pragmática.

El insistente vuelo sobrenatural de los filósofos que siempre se apresuran a declarar que actúan dentro de la razón, de lo razonable, no era su estilo. Él habla de la Providencia, de Dios, de azar y todo eso que al parecer no queda bajo la lente del microscopio.

 Séneca no teorizaba escribiendo filosofía desde el pupitre sino relatando lo que veía en la calle romana y entre el lodo en el que, como cercano al emperador, él mismo se movía. Es cuando escribe:

 “Los apetitos del cuerpos se reducen a bien poco…la demasía es la que nos consume… No pide  otra cosa  el cuerpo que resguardarse del frío, de la sed, del hambre. Fuera de esto, cualquier otro deseo es un vicio, es un capricho, nunca una necesidad.”

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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