Novela de N. Hawthorne: La letra escarlata

La letra escarlata es un estigma.

De manera obligatoria deberá llevarse bordada en la ropa, a la altura del corazón, cuándo se ha cometido una falta contra las costumbres morales del Boston de los primeros siglos. Es una sociedad cristiana que  busca a toda costa vivir en la pureza, no en el amor en Cristo.

Nigromancia era el cargo que la sociedad de Boston hacía en esa época a todo aquel que no seguía las reglas del puritanismo religioso. Por lo general los sospechosos de  de practicar ritos nocturnos y en medio de la selva, acabaron en el cadalso. Aunque había el rumor que acababan en el cadalso no por tener relaciones con el Malo, sino para silenciar y no revelar nombres de individuos licenciosos que pasaban por respetables.

Tanto Platón como Aristóteles, aun en tiempos  considerados como paganos, cuando lo que se perseguía era el paradigma de la virtud, al tratar  el asunto de la conducta cívica, para el gobierno de su utópica ciudad, ya habían considerado como imposible el advenimiento de una virtud perfecta. Los puritanos de nuestro relato consideraron que sí era posible esa virtud perfecta y cayeron en la deformación.

Con pulsiones naturales imposibles de ignorar, la sociedad quería realmente vivir en la pureza. Para tal efecto las costumbres eran sobrias en su manera de hablar y de vestir. No reían y su ropa era de “color” negro. Sombrero alto negro y barba negra. Sólo reían y se permitía caminar despreocupadamente cuando en la ciudad había cambio de autoridades civiles.  En esta ocasión hasta s e mezclaban en la plaza con los marineros y gente así considerada de moral relajada.


El autor utiliza el recurso literario de retrospectiva, o flashback, un poco al estilo de la novela policiaca, donde la acción de los personajes va  saliendo a la luz casi hasta el final de la obra. Recuerda a Faulkner.


Traumática para el individuo es una sociedad laica sin ética y carente de moral,  tanto como un mundo religiosos tan fanático que emplee el cadalso para sancionar la conducta. Este es un punto  delicado que se ha politizado durante siglos. Los cristianismos ortodoxo y liberales han tenido cada uno de ellos la presencia real, histórica, conocidas como “inquisición”, con sus instrumentos  de tortura tan crueles unos como los otros.

En el fondo era un camino de control para que el protestantismo no entrara a los países católicos y, al revés, para que el catolicismo no penetrara, o bien fuera erradicado, en los países protestantes. Lo que se buscaba, detrás de la mampara religiosa, era defender sus intereses políticos y comerciales. Las terribles anatemas que conoce la historia son versiones candorosas para gente carente de información histórica. O, como escribiera Nietzsche, un puro periodismo para entretener las lecturas dominicales  de los jubilados. Se han escrito mil libros respecto de este tema pero en realidad no eran más que el equivalente, en las leyes civiles, que las policías secretas tratando de cortarle el camino al enemigo.

En La Letra Escarlata no es ese el leit motiv. Es el cadalso que se alza realmente, en la ciudad de Boston, Massachusetts, Nueva Inglaterra, por una sociedad puritana para castigar  a uno de los suyos. A una mujer, de su misma religión, que ha cometido una falta de infidelidad. Ella se llama Hester  Prynne y él, Arturo Dimmesdale.

Sólo que Arturo es un brillante ministro de esa comunidad y es tenido a la par de excelente orador religioso, casi como un santo. En los países católicos cuando un sacerdote, católico, comete una falta, es señalado sin piedad por los seglares, haciendo mucho ruido político. En los países protestantes un ministro que cae en falta es también señalado, pero sólo por su propia comunidad religiosa. Y, en los tiempos que transcurre nuestro relato, hasta el cadalso  pendía sobre su cabeza.

El esposo de Hester  es un hombre anciano. Su papel  en   la novela  es tremendamente contradictorio. No nos es posible vislumbrar siquiera si el tribunal celeste lo envió al infierno o le abrió las puertas del paraíso.

Conoce la infidelidad de su esposa y sabe quién es el seductor. Mantiene el asunto en secreto y lo utiliza para manipular de manera perversa a los dos amantes. Hasta el extremo de destruirlos. Amantes ocasionales, por  cierto. Se aman pero quedaron tan aterrados de lo que habían hecho que no vuelven a encontrase en ese terreno.

El ministro Dimmesdale acaba aniquilado por el remordimiento. Como se ha dicho, ama a Hester pero es un hombre de religión, genuinamente espiritual, que no sabe cómo encontrar la clave del enigma. Y muere.

Hester debe llevar, durante siete años, impuesta por la autoridad, la letra escarlata, prendida en su ropa, a la vista de todos. Se encuentran y deciden marchar  y empezar una nueva vida, lejos de los fanatismos. Pero para él ya es tarde.

 Al final el esposo de Hester, Rogerio Chillingworth, también muere. Pero deja una cuantiosa fortuna a Perla, que así se llama la hija, producto de la infidelidad. Perla, ya crecida, s e va a vivir a Inglaterra, de donde sus padres habían huido debido al fanatismo religioso de la metrópoli, pero que ahora le parece a la hija  que, en materia de religión, aquí soplan vientos frescos, en comparación con Boston.

Asimismo, Hester Prynne, vive sola sus últimos años, en Boston, beneficiada, de alguna manera, por la herencia de su anciano y tortuoso marido…

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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