VIRTUD


 

No cuido la cantidad de sodio que ingiero en los alimentos y el resultado es la cifra sistólica más allá de lo normal, y lo mismo con la diastólica. En otras palabras: hipertensión.

Si los mexicanos estamos en el segundo lugar de hipertensos, en el planeta, sabemos de lo que estamos hablando.

No cuido porque ignoro cuales son las cifras normales de la presión arterial. Ignoro también qué cantidad de sal le estoy metiendo a mi cuerpo en las comidas habituales, en las papitas, en los churrumais y en una serie de comida chatarra  que devoro entre comidas.

En resumen, pura ignorancia de mi parte.

Y es lo que Sócrates decía: la ignorancia es error y el conocimiento virtud,  según la materia de que se trate.

Si conociera cabalmente dónde estriba el error y viviera sin perder de vista la salud corporal y mental, obraría en consecuencia: menos sal común.

"Ignorancia culpable cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien", escribió alguien, del que no conservamos  el nombre.

Tal vez sea esta la manera de acercarnos, sin reticencias, al tema de la virtud, que en los tiempos del liberalismo moderno, el twitters y el tener, parece que a muy pocos les importa.

Más parece ahora un trasto viejo del tiempo de los abuelitos, del telégrafo, las cartas por correo y las fotografías con cámaras de rollos de película.

Nada más que en el tiempo de los abuelitos los niños podían jugar en la calle, la gente caminaba confiada por ciudad, o en despoblado, ya fuera entrada la noche y los alpinistas iban libremente por sus montañas.

Tomado de
 El País
11/oct/2014
Esto de que la virtud es conocimiento puede llevar a confusión. En Paideia, Werner Jaeger habla de virtudes éticas y virtudes intelectuales.

En la actualidad a la palabra “saber” se le asocia con la ciencia, el episteme, de los griegos.

En cambio virtud, areté, ya en los tiempos de Platón tenía una connotación moral, espiritual.

Aclaraciones necesarias para no enredar la madeja: ahora en los tiempos que la ciencia anda  por un lado y la teología por el otro.

En Introducción a la filosofía, Ramón Xirau apunta que la virtud “Indicó primero la fuerza y, generalmente, el valor. En moral el hábito de los actos dirigidos al bien.”

Porque en el fondo, ciencia y religión tiran hacia el mismo fin, que es el bien de la humanidad.

En síntesis, si conociéramos el bien, evitaríamos el vicio, por esa fuerza intrínseca que tiene el bien.

Enseñanza familiar y enseñanza escolarizada quiere decir que tenemos una papa caliente en las manos, en la figura de los niños, para su educación.

La Iglesia apunta: “Un educación  prudente enseña la práctica de las virtudes”.

Y para los laicos la filosofía tiene un imperativo, no categórico (una orden) pero sí imperativo hipotético (una advertencia o sugerencia) que en el fondo vienen a ser lo mismo:

Para ellos Jean Wahl, en Introducción a la Filosofía, dice:

“Según Sócrates, es la virtud conocimiento. Esto quiere decir  que el vicio es ignorancia; que si se pudiera ver claramente lo que se debe hacer, se haría necesariamente, pues tal es la fuerza de la idea del bien, que no podemos conocer éste sin obrar de acuerdo con él.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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