Aristóteles, Parménides y el escepticismo

Para que las ideas fluyan tiene que haber escepticismo.

 El Parménides es el libro de las ideas, sobre la unidad. Fue escrito por Platón

El Parménides es también el dialogo que trata de mi y de los otros, de los otros y de mí. Por eso se llama el diálogo de la unidad. Tengo conciencia de ser otro cuando participo con los otros.

 Los que participan de la misma cosa  son semejantes en cierta manera a los otros: ellos le van al Real Madrid. Aquellos  juegan ajedrez. Dime qué lees y te diré quién eres. 

Se refiere el libro a una reunión en Atenas, en la casa de Pitodoro, en la que se reúnen  varios filósofos: Zenón, Parménides, Sócrates, Aristóteles. Se dice que en ese tiempo Sócrates era aun muy joven. El dialogo en esta ocasión se da entre Parménides y Aristóteles. Propiamente se trata de un monólogo  de Parménides en el que, al parecer, Aristóteles está  de acuerdo en todo lo que el primero plantea.

Para que haya ideas se necesita un movimiento, un devenir, un escepticismo. A este libro muy bien pudo habérsele llamado el libro del escepticismo. No en el sentido de desanimo sino, como hace el método científico, en el dudar. Es simplemente negarse que el devenir  terminara.

Es el libro del tiempo y de las cosas que deviene dentro del tiempo. Sólo lo “uno” parece estar fuera del devenir del ser (ser= es): “Hay un tiempo en que lo uno toma parte en el ser y otro que lo abandona”. Tomar parte en el ser es lo que  se llama hacer y abandonarlo es lo que entendemos por morir”. Es lo uno el que toma parte y el que lo abandona. Sólo que si una parte del no-ser, toma parte del ser, ya es. Hay un momento en que no se es ni se es. Es el instante entre el reposo y el movimiento. Una analogía sería ese instante en que ya no se duerme pero en el que todavía no se despierta. Cuando el uno muda del ser a la nada, o de la nada al devenir, ocupa un medio entre el movimiento y el reposo, que no es ser ni no ser, que no nace, ni muere”. Entre el ayer  y el mañana no se puede saltar el hoy.

El movimiento y el reposo. “Lo que no se mueve necesariamente está quieto. Y lo que está quieto está en reposo…Pero si se mueve es de toda necesidad que se altere. Porque cuanto más se mueve una cosa, tanto más se aleja de su estado primitivo, y tanto más es diferente. Pero lo que se altera, necesariamente s e hace otro que lo que era antes. Y muere con relación a su primera manera de ser. Por el contrario, lo que no se altera, no se hace otro, ni muere”.

Llevadas estas reflexiones, que parecen complicadas, al plano casero, se verá que se le  encuentran muchas aplicaciones. Un ejemplo. Dícese que las cosas, y por extensión los humanos, son semejantes y al mismos tiempo desemejantes a sí mismo. Si a alguien se le ve de lejos es semejante a todos los  humanos. De cerca es desemejante a los demás. Cuando vemos a alguien decimos “tiene buen lejos”. Quien dijera que esta expresión tiene veinticinco siglos. O cuando conocemos  a alguien nos encanta su modo de ser. Cuando lo tratamos más de cerca tenemos una impresión diferente. Los cuadros maravillosos de Van Gog, vistos de cerca, nos parecen burdos brochazos, etc.

Lo uno es  diferente a las cosas: “Ellas son otras que lo uno, las otras cosas no son lo uno. Porque de otra manera no serían otras que lo uno… Pero si cada parte participa de lo uno, es evidente que es una cosa distinta que lo uno. Si no fuera así, ella no participaría de lo uno. Sería lo uno mismo. Y nada puede ser lo uno más que lo uno mismo”.

Si se dice que algo no existe es que se trata de algo diferente de todas las demás: “Para decir que una cosa no existe, es necesario conocer su naturaleza y que ella difiere de las otras”. Podemos argumenta ¿cómo vamos  conocer si no existe? Entonces  se da el interesante caso de negar lo que se desconoce. Los Andes no existen. ¿No existen o no los conozco? Traer el asunto a terrenos populares sería decir que el amor no existe. Pero para un enamorado, y correspondido, sí existe.


Si lo uno (unidad) no existe tampoco la pluralidad existe “porque es imposible concebir la pluralidad sin la unidad”. Por lo tanto la conclusión del libro es la siguiente: “si lo uno no existe, nada existe”.


Mientras es tiempo pasado el individuo se hace más viejo pero en el presente cesa de hacerse viejo, porque ya lo es. Es como el  devenir que llega a su fin. Entre dos números el que deviene es el menor, no el mayor. En el sindicato los que devienen son los secretarios del comité ejecutivo, no el secretario general. No deviene porque él ya es.


Si alguna parte de la Trinidad cristiana, se puede parecer con el tema filosófico griego, es en el Parménides de lo uno y lo mismo. Dice Parménides: “Pero lo uno no puede tampoco participar de lo otro, porque resultaría que sería más que uno”. Y más adelante establece  características específicas para tres personas que son el “uno”, el “ser” y el “otro”. De suerte que lo otro no se confunde, ni con lo uno ni con el ser” y agrega: “Pero si cada parte existe, es necesario, a mi parecer, que en tanto que ella existe, sea una cosa, y es imposible que no sea nada”. Sigue algo que recuerda al “todo” a la omnipresencia de Dios: “lo uno, distribuido por el ser, es igualmente muchos y es infinito en número”. San Agustín, Santo Tomás de Aquino etc. bogaron mucho en estas encontradas aguas de la Santísima  Trinidad y por la fe declararon “tres en uno”. Pero quinientos años atrás los filósofos griegos porfían en llevar el tema al terreno de la causalidad: “Más que uno, en efecto” responde Aristóteles.

Y ya, cuando junto con Aristóteles, que es el interlocutor de este dialogo, estamos de acuerdo en que lo uno existe y por consecuencia las cosas existen, Parménides nos deja parados sobre el más completo escepticismo: “lo uno y las cosas son absolutamente todo, y no son nada. Lo parecen y no lo parecen”…

Parménides se niega a poner un punto final al devenir. Con el escepticismo el tema queda abierto.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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