C.AGUILERA EN LOS SIMBOLOS SAGRADOS  DE LOS MEXICANOS

Con fervorosa y expectante actitud en esa atmósfera mística  y solemne, el pueblo espera el momento culminante de la celebración: el sacrificio humano, máxima ofrenda a los dioses mexicas.

Los símbolos religiosos, tanto mexicas como cristianos, para los mexicanos, son accesibles en lo emocional pero diferentes en lo intelectual.

El pueblo no entendía la religión de Tezcatlipoca como la conocía un teopixqui, o sacerdote, de esta deidad suprema de la religión náhuatl.

Como ahora no entiende el cristianismo el pueblo de la calle, como sí  lo sabe  un sacerdote cristiano apostólico católico romano.

A semejanza de los alpinistas, que caminamos sobre las montañas, no entendemos la cordillera como la conoce un geólogo.

O como el que “toma” fotos, con el celular, desconoce la técnica fotográfica como un profesional en ese arte.

Dicho de otra manera, hay niveles de conocimiento desde lo ininteligible hasta lo inteligible y empírico.

 “Así son las cosas”, dijo Huck Finn a Tom Sawyer

El pueblo sabía  que el prisionero de guerra lo sacrificaban a los dioses en lo alto de la pirámide, le sacaban el corazón, echaban el cuerpo rodando por los peldaños de acceso. Su corazón lo ofrecía al Sol para que la Humanidad siguiera con vida. Esa era la causa final o meta de la ceremonia.



Izquierda arriba el recinto de Tláloc, a la derecha el de Huitzilopochtli
"el gran templo doble" se refiere a lo que  conocemos ahora  como
El Templo Mayor de México Tenochtitlán
Del libro de Carmen Aguilera
Sabían que ya no era el cuerpo mortal que había subido caminando hacia el techcatl o piedra de los sacrificios. Ahora el cuerpo inerte era algo sagrado porque su alma pasaba ya a formar parte de la cauda solar, de Tezcatlipoca, el Sol detrás del sol.

Recogían el cuerpo y, dicen los cronistas, lo llevaba a preparar a su casa para comer de una carne sagrada. Hasta ahí. Todo el simbolismo metafísico de la religión náhuatl era del terreno de los sacerdotes teopixqui.
El Templo Mayor.(izquierda) y sus altas escalinatas

(En los 5,050 m del flanco norte del Popocatépetl hay un lugar  conocido como Teopixcalco=en la Casa de los Sacerdotes Teopixqui)

“El contenido simbólico sólo era inteligible en toda su integridad a los miembros de las clases altas; los tenochcas de los estratos inferiores-la masa-conocían el simbolismo sólo en forma primaria, aunque como celebrantes estaban vinculados a las solemnidades por lazos emocionales más que intelectuales.” C.A.

Verbigracia  los católicos cuya práctica religiosa se circunscribe al casamiento, bautismo de sus hijos y los Santos Oleos o Extremaunción. Hasta ahí. No todos pero sí la gran masa. La teología cristiana está en los seminarios e institutos de investigación bíblica.

Lo que han oído los domingos, en el templo, y en las películas, es de un Jesucristo que murió en la cruz para redimir los pecados de la Humanidad. Esa fue la causa final o meta. Y que está presente en cada hostia consagrada, que los que se acercan al altar comen el cuerpo vivo de Jesucristo.

A los ojos de los tiempos es como una tautología histórica, al menos en México.

Los “mexicanos” o pueblos nahuas vivieron durante miles de años adorando a sus dioses. En sus necesidades les pedían esto o aquello. Tenían fe profunda y la vida seguía con la vista fija en el cielo llamado Tlalocan.

Pero en el siglo dieciséis los frailes les dijeron a boca de jarro  que eran unos salvajes caníbales. Señalaron, sin tener el menor conocimiento de su mitología,  religión náhuatl y de su filosofía.

El diablo, literalmente, el diablo, los había llevado a tales excesos, les espetaron en la cara. Esto se puede encontrar en todas las obras de los cronistas españoles del siglo dieciséis. Incluido el gran fray Bernardino de Sahagún.

Y también los cronistas indígenas ya colonizados como el caso de Chimalphain. En su obra Relaciones Originales apunta en la Séptima Relación: “Para entonces se anduvo apareciendo de pie el diablo Tezcatlipoca, entre los magueyales. Era la deidad de los tlacochalcas nonohualcas teotlixcas y lo llevaba con ellos a la guerra.”

Chimalpahin es un caso de colonizado extraordinario. Nació en Amecameca, Estado de México, en 1579, apenas a 58 años de la caída de México-Tenochtitlán. Figuraba en una genealogía de antiquísimos señoríos, dueños de poder y de saber de sus mitos.

Y extraordinario porque Amecameca está al pie del  Popocatépetl. Nada menos que el volcán avatar de Tezcatlipoca, donde esta deidad perdió su pierna. Y ya, al igual que los frailes, lo señala como diablo.
Popocatépetl
Para los teciuhtlazque (graniceros) del siglo veintiuno esta montaña sigue siendo el avatar
de Tezcatlipoca

Foto de Agustín Maya

Ahora los cristianos de la Reforma llaman caníbales a los católicos, por comerse la carne del Dios vivo. Dos mil años que la humanidad occidental mira hacia la cruz con profunda devoción y fe, sino todos con los ojos del intelecto. Igual son señalados a bote pronto por los protestantes que no entienden lo sustantivo de la teología católica.

Pero la masa de católicos tampoco sabe nada de las 95 tesis de Martin Lutero.

Carmen Aguilera es “ajena” a este panorama de relativización religiosa y escribe con rigor académico, en su estudio sobre el arte tenochca.

De esta manera nos acercamos mucho a la seriedad con que los pueblos originales veían a sus dioses,  a sus prácticas religiosas, a  sus rituales, en el momento de la celebración del  sacrificio sobre la pirámide.

“Multitud de espectadores-actores acudía, muchos de ellos ricamente ataviados y llevando numerosas ofrendas, en medio de música, cantos y danzas, aroma de flores y copal, esperando con fervorosa  y expectante actitud, en esta atmósfera mística y solemne, el momento culminante de la celebración: el sacrifico humano, máxima ofrenda a los dioses mexicas. La significación de las celebraciones para el pueblo que las creó, y las vivió era enorme.”

La muerte de Jesús se llevó a cabo mediante los horribles instrumentos de la flagelación, los clavos penetrando en su carne y, finalmente, la lanza en el costado.

Más adelante Aguilera habla del cuchillo de obsidiana de los sacrificios humanos:

“El cuchillo de sacrificios con hoja de obsidiana y mango policromo de mosaico de piedrecillas, que representa un caballero águila (colección del Museo Británico), es para el espectador de hoy una obra de arte. Para el tenochca era, sobre todo, un objeto sagrado que quizá ni le fuera permitido  ver, ni osar tocar aunque lo viera, a menos que se tratara de un sacerdote que podía actuar en una determinada ocasión de sacrificio. De acuerdo con el singular mito cosmogónico mexica. La función del cuchillo-abrir el pecho de la víctima para que su sangre sirviera de alimento al Sol y lo vigorizara- era vital, pues, de lo contrario, desfallecería el astro y cesaría el calor y la luz en el mundo y todo perecería.”

Carmen Aguilera, El arte oficial tenochca su significación social. Universidad Nacional Autónoma de México, 1985

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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