KIERKEGAARD: MI TIEMPO ERA UNA ÉPOCA DE DISOLUCIÓN


 

Era “una época de disolución” en la que Kierkegaard vivió, según él mismo dice.

 Y advierte: “Lo que se dice aquí está dicho refiriéndose al pasado, al tiempo que se fue, para prevenir malentendidos.”

El tiempo al que este autor se refiere es mediados del siglo diecinueve. Un tiempo que, mirado desde dos siglos más tarde, a nosotros nos parece que, empero,  se vivía   diferente a como ahora vivimos.

No era, ciertamente,  un mundo habitado por angelitos porque, como él mismo reconoce: “La verdad no tiene alas en los pies”, pero:

Los niños podían jugar en la calle. En el trasporte público se cedía el asiento a las mujeres y a los viejos, no porque se les considerara seres débiles, sino por sentimiento de solidaridad. Los alpinistas iban y venían por sus montañas acampando donde quisieran, sin el peligro de los depredadores.
Velázquez
 
 
                                No era, ciertamente,  un mundo habitado por angelitos


Los amantes de la democracia confiaban plenamente en  las promesas de su candidato, a ocupar  la curul  para la  que se había postulado, y no imaginaban siquiera que éste podía meter la mano negra  en los dineros del erario público.

En el planeta había muy pocas madres solteras porque entonces Romeo cumplía su palabra. La gente barría por las mañanas el frente de su casa y por lo mismo tenía conciencia que no debería tirar basura en la calle. Al caer la tarde los habitantes de los países cálidos sacaban su silla a la calle y platicaban fraternalmente con el vecino. Los niños iban solos a la tienda de la esquina a hacer el mandado que su madre  encargaba. A los periódicos se les creía lo que publicaban (Kierkegaard no les creía ni una letra).

En lo laboral los contratos colectivos de trabajo tenían la cláusula de la definitividad o, en otras palabras,  el empleado podía trabajar ahí hasta su jubilación.

Las personas vivian su código moral, bueno o malo, y no se conocía, o era poca, la conducta bipolar. La gente creía a “fe ciega” que en el box, el beisbol y futbol, el que ganaba era el que ganaba.

El hielo de los glaciares descendía  hasta los valles altos, humedecía lo campos, la agricultura marchaba sobre ruedas, y el alpinismo profesional estaba en auge. La inversión térmica, de noviembre a febrero, tenía pocos contaminantes suspendidos en el aire ambiente de la ciudad.

Los enamorados se buscaban, en la soledad y en las sombras del anochecer, para besarse. Los   más audaces descubrían que todavía las mujeres no escondían los billetes en el brasier ni el teléfono celular en la bolsa trasera de su pantalón ( anacronismo porque todavía no había celulares ni las mujeres usaban pantalones de hombre)

En fin, era una época dorada y ya muy lejana, en que un kilo de jitomates era de mil gramos y un litro de gasolina tenía mil mililitros.
 
 
 
era una época dorada y ya muy lejana
 
Dibujo tomado de
La psiquiatría en la vida diaria
de Fritz Redlich 1968
 



Ezra Pound exclamaría:

Oh Dios, qué gran bondad


                   tuvimos en tiempos pasados



                     y hemos olvidado hoy,

 
¿Pero dónde empezó todo este relativismo moderno y de disipación moral? Kierkegaard cree tener  la respuesta.


Como Kierkegaard se declara abiertamente, primero como escritor estético, y luego como escritor religioso,  él considera que la época de disolución empezó cuando el hombre empezó la desobediencia contra Dios:

“Toda revolución con la ciencia…contra la disciplina moral, toda revolución en la vida social…contra la obediencia, toda revolución en la vida política…contra el gobierno mundano está relacionada con y se deriva de esta revolución contra Dios con respecto al Cristianismo.”

Sören Kierkegaard, Mi punto de vista

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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