Wallenstein, la gloria y el ocaso

Wallenstein
Palacio de Wallenstein en Praga
El asesinato de Wallenstein
Federico Schiller

 Wallenstein
Federico Schiller
Editorial Porrua
1984
Prólogo de Wilhelm Dylthey



Se considera  que Wallenstein, de Schiller, y Fausto, de Goethe, son “los dos más grandes dramas que ha producido Alemania”.

Wallenstein, duque de Friedland,  guerrero capaz  en el campo de batalla, está al mando  de un ejército de 30 mil soldados. Al cabo de varios años de guerra (“La Guerra de 30 años”) considera que ya es tiempo de que el reino viva en paz: “Porque prefiere el bienestar de Europa  a unas cuantas fanegas más o menos  para el Austria.”

Militar preponderante, acaricia  varias metas en su vida.  Como individuo,” llegar a ser príncipe del imperio y regente de Bohemia.” Como estadista procurar “el gran bien de Europa”. Y, como padre, casar a su hija Tecla con alguien de “hasta arriba”. Tiene la fuerza y el apoyo del ejército, ¿quién puede impedirlo? 

Wallenstein advierte  que el austriaco tiene patria y la ama, pero el ejercito  en ese momento está compuesto por mercenarios de todas partes de Europa y, en ese caso, poco o nada le importa Austria: “ese ejército que decimos imperial, acuartelado hoy en Bohemia, no la tiene, ni mucho menos; formado por la escoria de las naciones extranjeras, nada posee bajo la capa del sol”

El Emperador quiere seguir en la guerra. De ahí que Wallenstein busque entrar en platicas con el enemigo sueco y sajones y concertar la paz: “Sólo desea pacificar, y como el Emperador  odia la paz, quiere forzarle a aceptarla.”

Así es como, a la vista de todos, Wallestein  cae bajo sospecha de traición: “El duque finge  el propósito de abandonar  el mando, mientras, por otra parte, a estas horas se trabaja por sustraer el ejercito al Emperador  para entregarlo al enemigo.”

Gran conocedor de la pasta con la que están hechos los hombres, empero, Wallenstein todavía tiene que aprender que el  poder lo compra casi todo. Llegado el caso, por vocación, por  intereses o por miedo, casi todos tienen  su precio.

 Para conquistar el mundo se necesita una mezcla de Julio Cesar y José Fouché. Wallestein “solo” es un guerrero. Gran estratega en el campo de batalla pero se pierde  en los corredores de la política. Wallenstein confía en su ejército, que lo sigue a todas partes. El ejército sabe de disciplina y obedecer,  pero no puede descubrir las intenciones de los astutos. Más si estos astutos están en  los altos rangos a los que hay que obedecer...

Es un guerrero que sabe levantar ejércitos, atacar para ganar, quedarse quieto para ganar, huir para hacer caer en la emboscada,  ganar cuando todos consideran que se ha perdido. Todo depende  lo que la gente tenga por ganar. Porque desde  siempre no todos ganan cuando cantan victoria. Ni pierden los que salen derrotados. Wallenstein dice: “sólo los generales bisoños, necesitados de victorias, suelen librar batallas sin motivo alguno. Cabalmente la ventaja  de un general acreditado consiste en que nada  le obliga a combatir  para mostrar al mundo  su valor y su pericia.”

 Para realizar todos estos movimientos se necesita que el ejército sea uno con su general. El ejército acaba identificándose  con su guía  y éste con su ejército. Y aquí es donde los mandos superiores del imperio, trátese del  Emperador o de la Cámara de Legisladores, entran en conflicto con el general. Lo ven como una amenaza para su autoridad y sus intereses personales. Julio Cesar, Juana de Arco… la historia abunda en  casos semejantes.

En el ejército campea  el espíritu de guardar el orden a través de las leyes de ese país.  Pero otros siguen intereses pecuniarios sobre toda filosofía, regla, disciplina y norma. Algunos altos mandos, fieles a Wallenstein,  se pasan en el último momento al bando contrario. Que ya para entonces no está claro cuál es el “bando contrario”, si el soberano  legitimo o el general que ha salvado y ganado batallas para el imperio. Uno de ellos, Deveroux dice: “Nosotros, general, somos soldados  de fortuna, y pertenecemos al que más  paga”.



El ejército quiere y sigue a su general Wallenstein, el Emperador tratará de quitarle el mando. Para tal efecto se recrudecerá contra él el cargo de traición: “  Se han roto ya todos los lazos que atan  el oficial al Emperador y el soldado a las leyes civiles, y así libertado de sus deberes y de toda sujeción se fortifica contra el mismo Estado que debía defender , y amenaza volver  contra él la propia espada.” Acorralado Wallenstein, dice: “A quienes temo  es al invisible enemigo que se alza contra mí en la conciencia de los hombres”.

Aristóteles, en el capítulo sobre la amistad, en su obra Gran ética, ya había señalado, hace veinticuatro siglos, “el que odia  es el enemigo cercano, que echa por tierra hasta los méritos reales del otro”.

“Es verdad-dice Wallenstein- que del Emperador he recibido el mando, pero como general del imperio lo empleo en el bien y la salvación de todos, no en el engrandecimiento de uno solo…”   El ejército, hasta entonces devoto de Wallenstein, empieza a abandonarlo…Las fuerzas del Emperador, la traición de sus anteriores amigos, y la ambición de otros, acaban por erosionar su fuerza… 

Las cosas han llegado a un punto en que ya no hay regreso: En su defensa Wallenstein recuerda la decisión que tomó Julio Cesar que le hizo cruzar el Rubicón y enfrentarse  a las fuerzas gobernantes de su  patria romana: “¿En qué soy más culpable que el gran Cesar cuyo nombre resuena  aun por el universo entero? Contra la misma Roma dirigió aquellas legiones  que de Roma había recibido para su defensa.”

Al final Wallenstein es degollado en su cama, mientras duerme. Hasta su castillo, bien resguardado, por “su gente”, había penetrado la traición.   Su esposa, la duquesa de Friedland, a la que el Emperador había prometido respetar su vida, la de sus familiares y sus bienes, se suicidó bebiendo veneno.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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