URGE REIR FRANCO: BERGSON




LA RISA
Henri Bergson

Henri-Louis Bergson o Henri Bergson (París, 18 de octubre de 1859Auteuil, 4 de enero de 1941) fue un filósofo francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927. Hijo de un músico judío y de una mujer irlandesa, se educó en el Liceo Condorcet y la École Normale Supérieure, donde estudió filosofía. Después de una carrera docente como maestro en varias escuelas secundarias, Bergson fue designado para la École Normale Supérieure en 1898 y, desde 1900 hasta 1921, ostentó la cátedra de filosofía en el Collège de France. En 1914 fue elegido para la Academia Francesa; de 1921 a 1926 fue presidente de la Comisión de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. régimen de Vichy El bagaje británico de Bergson explica la profunda influencia que Spencer, Mill y Darwin ejercieron en él durante su juventud, pero su propia filosofía es en gran medida una reacción en contra de sus sistemas racionalistas.1 También recibió una notable influencia de Ralph Waldo Emerson.



La risa franca es señal de salud (social), su ausencia huele mal.

La risa es liberadora de tensiones pero necesita que otros estén presentes. En la soledad podemos sonreír  pero no reír de manera audible. Aunque sea por celular y el otro  se encuentre  en China, pero al menos ya son dos. Por eso muchos solitarios van riendo por la calle con el celular pegado a la oreja.

Brota espontánea la risa  cuando un grupo de amigos s e reúnen a charlar y  evocan situaciones hilarantes o  cuentan “chistes” o relatos picaros. Y cuando las que se reúnen son mujeres, sobre todo en edades que cursan la enseñanza media superior, las risas mutuamente retroalimentadas del grupo pueden alcanzar niveles patológicos manifestados en ataques de risa casi histérica, a tal punto que en ocasiones llega la micción involuntaria.
 
H.Bergson
Los individuos de una comunidad están “sintonizados en una misma frecuencia” lo que da, de manera natural, el entendimiento de intenciones.

Pero hay otros tipos de risa. La sádica, la del timador que nos sonríe para sorprendernos. La risa  castigadora cuando tropezamos  y nos está diciendo “¡Qué torpe, más cuidado para la próxima!”,al estilo del programa televisivo norteamericano  Wipeout.

Nosotros nos referimos a la risa franca, que es de efecto y de intención social: “la risa debe responder  a determinadas exigencias de la vida en común.”

La risa es propia, o común, a un idioma, no a todas las lenguas. Charles Chaplin, que para los pueblos de habla inglesa es formidable actor y cómico ( y compositor de bellas canciones como “Candilejas”) a los indoamericanos de idioma español  nos parece divertido, pero no como para reír. Más bien encontramos una figura trágico-cómica. Su intención de acercarse a los pobres y ridiculizar a los ricos no es suficiente. Lleva otra intención y no la de divertir. No así para los extranjeros inmigrantes de otros continentes  y sus hijos, ya mexicanos, que sí se identifican con esa figura.

En cambio la risa franca, de juego, de enredos mal entendidos, hasta simplones, que vemos en el programa televisivo del mexicano  “Chavo del Ocho”, ha hecho reír a carcajada abierta a  muchas generaciones de individuos de la mayoría de los países de América. Igual antes “ en vivo” como ahora en caricaturas.

La risa franca tiene la función de recomponer el caos social. Acercar, no alejar: “La risa tiene precisamente como función la de reprimir las tendencias separatistas. Su papel es corregir  la rigidez  cambiándola  en agilidad, readaptar a cada uno a los demás, suavizar, en suma, las aristas.”

Nos quedamos casi indiferentes cuando programas cómicos  del extranjero pasan en nuestra pantalla de cine o de televisión y los textos traducidos no nos mueven a risa. Por eso hay programas de risa ya grabada que nos indican cuándo deberíamos reírnos. Como no lo hacemos, alguien lo hace por nosotros.

Está la risa que provocan los imitadores cómicos en la televisión. Cada uno de nosotros tiene una particular manera de caminar, gesticular con rostro, manos y de hablar. Lo hacemos de manera automática e inconsciente. No se nota porque es la cosa más natural. Lo que hacen los imitadores profesionales es destacar esos movimientos automáticos y mostrárnoslos: “Imitar a  alguien consiste en extraer la parte  de automatismo que  ese alguien ha dejado que se introduzca en su persona. Consiste, por definición misma, en hacer que resulte cómico, y no es de extrañar que la imitación cause risa.”

Alguien que se viste de manera informal nos causa risa si ahora lo vemos vestido de traje. Se intuye que está disfrazado para representar una escena formal, o rígida, falta de elasticidad. Deja de provocarnos risa si todos los días se viste de traje porque el traje ha pasado a ser parte habitual de su representación. El mismo portador del traje-disfraz  lo entiende. En las bodas, por ejemplo. O los exámenes profesionales. Pasada esa imposición se apresura a vestirse informal y no le interesa ir  por la calle en cortos, camiseta y chanclas, como si fuera  domingo por la mañana que saliera a comprar el pan.

Una impresión semejante nos causa alguien que   vive en el “silver land” y  se viste como proletario democrático. No se peina, hace tres días que no se baña y no se cambia los pantalones de mezclilla desde el mes  pasado y, no obstante,  nos hace reír: “Su traje nos llamaría entonces la atención  y lo distinguiríamos enteramente de la persona. Diríamos que ésta  se disfraza (como si todo traje no disfrazara) y el aspecto risible de la moda  pasaría de la sombra a la luz.” El entre paréntesis es de Bergson.

Bergson dice (y advierte) que para que se dé la risa franca se necesitan dos fuerzas complementarias que son tensión y elasticidad. Las personas que carecen de ellas están metidas en un cuadro patológico grave para ellas y que para la sociedad puede  resultar peligroso: “si el carácter carece de ellas surgen las profundas inadaptaciones a la vida social, fuentes de miseria, y a veces ocasión de crímenes.”






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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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