EVASIÓN, CUENTO DE CATHERINE MANSFIELD



 


¿Cuánto tiempo puede vivir un hombre junto a una mujer neurótica?

En todo caso es el hombre el que va a conocerse a sí mismo al vivir en dichas circunstancias.  Como la hidroquinona, en la fórmula del fotógrafo, la mujer va a revelar el modo íntimo de ser de su compañero.

Llegado al límite, su personalidad está en riesgo de  hacerse añicos.

Camino de la estación en la que van a abordar el tren, ella hizo  escenas desagradables. Trinaba contra “el estúpido personal del hotel”, “niños horribles que saludaban desde la ventanilla del tren”, “una mujer que llevaba en brazos a ese bebé con la cabeza horrible, horrible”.

Un tramo del camino estaba polvoso: “Este repulsivo polvo”, dijo ella. El trató de cubrirla con su sombrilla pero ella, iracunda, lo paró en seco: “Haz favor de dejar mi sombrilla tranquila”, después de lo cual arrojó su sombrilla en un rincón del coche tirado por caballos en el que viajaban.

Más adelante un grupo de niños, ruidosos y alegres, corrió tras el carruaje ofreciendo sus flores, flores bellas de todos colores. Él iba a comprarles un ramo para ella pero: “¡Por Dios no les des nada! ¡Típico en ti! ¡Micos espantosos! Ahora nos seguirán por todo el camino. No los alientes: alentarías méndigos.”

Él quiso encender un cigarro pero ella se lo prohibió. Eran los tiempos en que todo mundo fumaba en todas partes y no había nada excepcional en ello. Sobre todo los astros del cine se fumaban   cajetillas enteras de cigarros en una sola película, al estilo de Humphrey Bogart, Paul Newman y Bruce Willis.

Ella se opuso furibunda y él se resignó a no fumar.

En una sacudida del camino la sombrilla se salió del coche. El se ofreció a ir por la sombrilla pero la mujer dijo que ella iba a buscarla. Lo dijo con estas palabras: “si no me escapo un minuto de ti me volveré loca”.

En tanto ella iba a buscar su sombrilla él esperó sentado en el coche, con los brazos cruzados. Fue cuando sintió una gran desazón. “Se sintió como un hombre hueco, marchito, como si fuera de ceniza.”

El final es enigmático. Ya en el tren, que corre velozmente entre la noche, el matrimonio va en él. Ella pregunta anhelante por su marido, que se ha ausentado.

Él, parado en la barandilla, con la puerta del compartimiento abierta.

Mansfield no es más precisa. No se sabe si él saltó del tren o simplemente quiso estar solo por un momento, lejos de su mujer:

“Él se sentía tan celestialmente feliz, allí, de pie, que deseaba poder vivir para siempre.”
 


"Katherine Mansfield es el pseudónimo que usó Kathleen Beauchamp (Wellington, Nueva Zelanda, 14 de octubre de 1888 - Fontainebleau, Francia, 9 de enero de 1923), una destacada escritora modernista de origen neozelandés. Kathleen Bowden Murray nació como Kathleen Beauchamp el 14 de octubre de 1888 en una familia de clase media de origen colonial, en Wellington, Nueva Zelanda. Vivió con sus padres, dos hermanas, una abuela y dos tías adolescentes. Tenía una madre que era muy controladora, por lo que fue criada por su abuela. Esto se produce porque su madre quería tener un hijo, lo que provocó que ella le estuviera constantemente indicando que era un "accidente", por lo que no mostraba interés por ella."wikipedia

 
 
 
 
 
 
 
 





 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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