Las cosas
son más que meras cosas, dice el poeta en el pequeño y viejo ejemplar que
conservo desde 1973, apenas un año de haber salido de la imprenta por segunda
vez.
abre los ojos y destapa las orejas
no seas el fariseo sin orejas ni ojos
no sea yo la negación de todo este
paisaje
bien dibujado en el trasfondo de lo real
de lo que llamas vida
Veinticinco
siglos llevan los filósofos diciendo que las cosas son más que meras cosas, unos que sí y otro que no.
Cincuenta siglos
hace que los reyes de la ciudad de Ur nos dejaron el mensaje, antes de partir a
su eternidad: lo valioso que son las cosas, los cacharros, los cachivaches,
como ahora decimos. El oro, la plata pero también los recipientes hechos con
arcilla, el caballo, el carruaje, la estera, el vestido, la silla para sentarse...
John
Steinbeck, novelista norteamericano, hasta tenía la esperanza de encontrar, allá en la eternidad, una
telaraña para entretenerse en quitarla con una escoba.
Los reyes de
Ur no se imaginaban una eternidad como ahora la pensamos, flotando por siempre en los ignotos espacios siderales
llenos de luz, donde ya no hay tiempo ni espacio, al margen de todo atomismo,
donde esa luz tampoco es atómica.
En su
eternidad los reyes de Ur necesitan las
joyas tanto como los vasos para el vino ritual y las pinturas cosméticas. Sus
funcionarios de primer nivel, sus amigos, sus esclavos y los artistas para las
pinturas murales.
Seguimos en
las mismas en nuestro siglo veintiuno. ¿Podemos imaginar una casa absolutamente
vacía, sin muebles, cuadros en las paredes y rincones llenos de trebejos?
¿Podemos imaginar una casa sin libros? ¿Una casa sin alguien que escriba
poemas? ¿Una casa sin espinacas y sin refrigeradora?
Los
filósofos, desde los presocráticos, dicen lo mismo que las cosas son las cosas y no hay por qué
andar buscando debajo de las piedras. Pero,
como Chicomecoatl, la gran diosa madre de los aztecas, con las pesadas garras de águila solar hundidas
en la tierra, los filósofos no despegan porque, como Chicomecoatl, son de la tierra.
Ellos no se alejan mucho de su razonamiento lógico y su pesada prosa.
Los poetas,
rodeados de cosas, dentro de las cosas, sirviéndose de las cosas, hacen
abstracción de las cosas y se van a otras dimensiones, como el accionar la
torreta del microscopio, poner el de acercamiento con mayor resolución, y dejar fuera todo lo visto con el objetivo gran angular.
Dicen, como
lo decía Nezahualcóyotl, como lo
dice Sergio Mondragón, en El aprendiz de brujo:
primero hay que abrir la ventana para que entre la poesía.
abro la ventana, otra vez el viento, la
poesía
que alada llega y se sienta, cruza las
piernas y sonríe
Noche de
viernes en Bloomington, indiana
Es noche de viernes en Bloomington, Indiana.
Ella, la que vine a buscar, no está más aquí. No importa. Yo estoy vivo, respiro,
como, duermo, camino y puedo sentarme a descansar o a escribir poemas, o
simplemente a mirar la lumbre del invierno. En las calles los muchachos y
muchachas corren en sus autos, beben y apuran los besos y las copas, llenan la
noche de los USA con sus preguntas sin respuesta, con sus respiraciones y
transpiraciones, con sus sueños sin alas, con sus alas hermosamente desplegadas
y listas para ser despedazadas.
La luz ilumina mi mesa de trabajo. En
la cocina se pudre la espinaca y gime la refrigeradora. Más allá, en la alcoba,
un piano y un saxo se desnudan el alma.
Yo siento el peso de mi cuerpo, la
presencia de mi ser, la impaciencia del poema que no acaba de salir, siento el
cansancio de mi espalda y la dirección de mi mirada. He tomado un baño caliente,
he comido una sopa caliente; estoy solo, enteramente solo, maravillosamente acompañado por mí mismo en la mitad de esta noche de viernes en Bloomington,
Indiana.
Sergio
Mondragón nació en Cuernavaca, Morelos, el 14 de agosto de 1935. Poeta y
ensayista. Estudió periodismo en la Escuela Carlos Septién García. Ha sido
profesor de literatura en las universidades Iberoamericana, de México; de
Illinois, Indiana y Ohio, en los E.U.A.
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