GRAHAM GREENE, UN DÍA GANADO – cuento


 

Fotheringay pensaba viajar desde Dover y alguien le dijo que en avión se ahorraría 24 horas.

¿Para qué en su vida alguien querría ahorrarse un día?

Robinson se llama el alter ego del cuento y relata en primera persona. No se sabe con certeza quién o qué es éste Robinson. Puede ser el alma o el corazón (implantado) de Fotheringay. O el tiempo. Es decir, el apresuramiento que marca la vida de los que vivimos en la ciudad.

Siempre está muy cerca de él, como si fuera su sombra, aunque el mismo Robinson aclara que no es la sombra de Fotheringay.

Robinson nos da una pista de por qué su interés por Fotheringay: “Su importancia para mí estribaba en que llevaba algo que yo deseaba intensa y desesperadamente. Lo llevaba bajo la ropa, acaso en un saquito, en una bolsa, tal vez colgando bajo su piel. ¿Cómo saber cuán astuto puede mostrarse el más ordinario de los hombres? Los cirujanos pueden hacer incisiones agudas. Es posible que lo haya llevado más próximo al corazón que a la superficie de su piel.”

En nuestro siglo esto estaría lejos del  misterio y sí una pregunta de fácil respuesta. ¿Qué es algo que va a todas partes conmigo, esté donde esté, por la noche, dormido, corra entre el lejano bosque nevado, escalando, caminando  el desierto del Bolsón de Mapimí, sentado en la taza del WC o copulando?¡El teléfono celular! Es frecuente ver a la gente  llevar el móvil en una bolsita colgada del cuello, cerca del corazón. Pero en los tiempos de Graham Greene no había móvil, por lo que debemos seguir en la atmósfera del enigma.

Robinson se pregunta varias veces: “¿Un día que se salva de qué? ¿Para qué?”

“Si no se puede morir un día antes o un día después, ¿qué importa a él o a ustedes un día ahorrado?”

Conservar cuidadosamente 24 horas, de las que no se puede escapar, porque de todas maneras hay que vivirlas. Por lo demás ahorrar 24 horas no quiere decir que 24 horas se alargarán a nuestra vida. Sólo se ahorrarán. “No se puede escapar de las 24 horas que uno ha conservado tan cuidadosamente.”

Como un dólar que tenemos en el bolsillo, no se gasta pero tampoco se alarga. ¡No hay plus valía monetaria! O como el que tiene tiempo para jubilarse pero no se jubila y se imagina haber ahorrado 24 horas…

Diógenes Laercio preparando  su lámpara para investigar qué es  eso de ahorrar 24 horas.

Los perros de Schopenhauer observan...Tal vez Diógenes quiera hacer algún experimento y les
arroje un sabroso hueso...
El relato no menciona ninguna clase de determinismo metafísico. Y tal vez es a lo que Greene quiere llevarnos. Este  novelista era diestro en los temas policiacos donde la técnica es sembrar pistas de distracción.

Ahorrar 24 horas no tiene sentido si las gastamos en cuestiones que pronto serán presa de la destrucción y no en cuestiones esenciales. ¡En la plus valía espiritual!

¿Tiene caso ahorrar 24 horas si vivimos en la tremolina de todos los días? Como los perros de Schopenhauer, jugando amigables entre todos, hasta que alguien arroja un hueso en medio de grupo…

¿Puede haber un determinismo laico? ¿Filosófico o, si ustedes quieren, científico?

 Se intuye que nuestros tejidos y nuestro corazón, laten y viven con duración determinada según la vida que llevemos.

 Hasta podría decirse, predeterminada, por nuestra constitución psicofísica heredada.

 Sólo son pistas y más pistas, como en la novela negra.

De alguna manera hay que vivir esas horas: “Puede uno echarlas más y más allá pero deberán ser empeladas en un momento u otro.”

El relato parece tener el siguiente corolario: “…entonces tal vez uno quisiera haberlas empleado inocentemente.”

 
GRAHAM GREENE

“Escritor, crítico y dramaturgo inglés, Graham Greene fue uno de los más conocidos escritores anglosajones del siglo XX, recibiendo tanto alabanzas por parte de la crítica como del público en general. Comenzó a escribir todavía en la universidad -poesía, sin demasiado éxito- y pasó a trabajar para The Times. Su primera novela, Historia de una cobardía, salió a la luz en 1929 y su éxito le permitió dedicarse a la literatura a tiempo completo.”WIKIPEDIA

 

 

 

 

 

 

 

                                                                    

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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