Heidegger y el desencanto

Fue un alemán nacido en Messkirch( Baden) el 26 de septiembre de 1889. Vivió en su patria antes de las dos grandes guerras mundiales, durante ellas y después de ellas. Además en su niñez y adolescencia había escuchado mucho de la guerra prusiana. Conociendo estos datos podríamos preguntarnos qué de raro tiene que haya sido su modo de pensar por demás escéptico. Sin embargo no representa lo característico de su pueblo que luchó, cayó y volvió a levantarse.




Su obra denota una enorme influencia de Schopenhauer pero carente de la prosa fluida, y exposición de  ideas perfectamente entendibles, a la luz del sol, de aquel. 

Heidegger
Espíritus como él tienen que bucear en el profundo océano del desencanto. Con este escepticismo se identificarían, por cierto, millones de individuos a lo largo de varias generaciones e influirían muy directamente a gente de letras como Sartre y Kafka. Heidegger, tenido por algunos pensadores como “el mejor filósofo alemán” al parecer tampoco pudo desenredar la madeja y se dice que su “filosofía de la existencia es la expresión de la gran desilusión por la cultura y La técnica modernas”.

Deslumbrado por la firmeza con que el nacionalsocialismo defendía sus puntos de vista, respecto de un resurgimiento de la cultura, fue decidido defensor del nazismo. Sin embargo se trató de su postrer intento de agarrarse a algo concreto de dimensión grupal. Después dejó de creer en casi todo.


Ante el espectáculo de la abundancia de planes, que surgían por todos lados, prometiendo una fórmula salvadora, en la primera posguerra, se retrajo al plano de lo individual para pasar a creer sólo en la acción que tuviera lugar en el compromiso personal estaba justificado”. Esto lo dice Ernest Friedich Sauer en su libro Los Filósofos Alemanes”. Se defenderá en lo sucesivo contra la angustia y el sentimiento de culpa promoviendo la vida y La utilidad objetiva.

Pero, cosa curiosa, a pesar de todo su escepticismo sigue siendo un tipo creyente o religioso: “ De todas maneras siempre he rechazado que se me cuente entre los ateos” dijo en cierta ocasión. Sin embargo será como una esencia religiosa, al estilo del cristianismo liberal, donde la relación con la divinidad es de tipo personal y no comunitario, más allá de los muros del templo.

Retraído a lo individual, Heidegger ha dejado de creer en lo comunitario: Hay una escuela del pesimismo moderno”. Se cree que su filosofía va a producir un hombre cuidadosito, un “hombre pálido”, un individuo que va a florecer lejos del sol. Siente aversión por el número y asegura que, tanto en Rusia como en Estados Unidos, prolifera “el signo de lo siempre igual y de lo indiferente, hasta que esta cantidad se cambie en auténtica cualidad”.

Al no creer ya en la comunidad, este pensador hace del individuo el punto central del mundo, y pasa a ser un decidido defensor del etnocentrismo. La manera de pensar de Heidegger, “el más grande filósofo alemán”, es incierta, como el que da garrotazos en la oscuridad haber cuándo pega en el blanco. Sabe que aun la idea más rara, o disparatada, encontrará su público entre los millones de lectores asiduos de este planeta. Sauer hace una analogía de su pensamiento, comparándolo con la actividad de un alpinista que efectúa una azarosa ascensión y pierde el rumbo en la noche, encontrándolo en ocasiones, y en otros ratos lo vuelve a perder.




“Martin Heidegger estudió teología católica, ciencias naturales y filosofía en la Universidad de Friburgo de Brisgovia, donde fue discípulo de Heinrich Rickert, uno de los máximos exponentes del neokantismo de la Escuela de Baden y luego asistente de Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología. Comenzó su actividad docente en Friburgo en 1915, para luego enseñar durante un período (1923–1928) en Marburgo. Retornó a Friburgo en ese último año, ya como profesor de filosofía.
Es una de la figuras protagónicas de la filosofía contemporánea: influyó en toda la filosofía del existencialismo del siglo XX, fue uno de los primeros pensadores en apuntar hacia la «destrucción de la metafísica» (movimiento que sigue siendo repetido), en «quebrar las estructuras del pensamiento erigidas por la Metafísica (que domina al hombre occidental)», que planteó que «el problema de la filosofía no es la verdad sino el lenguaje», con lo que hizo un aporte decisivo al denominado giro lingüístico, problema que ha revolucionado la filosofía. Mantuvo vigencia en muchos pensadores europeos —y con el paso del tiempo en los no europeos—, a partir de la publicación de Ser y tiempo (1927). El estilo innovador, complicado y aun oscuro que utiliza Heidegger con el fin de abrir-mundos según el pensador (y que muchos consideran que es terriblemente oscuro y casi místico) influyó en Hans-Georg Gadamer, el estilo singular y difícil que utiliza Jean-Paul Sartre en El ser y la nada, el de Jacques Lacan cuando redacta sus Escritos, el de Jacques Derrida con su crítica a la Presencia, Gianni Vattimo y a una gran parte de pensadores envueltos en el debate sobre la muerte de Dios y el Ser, el nihilismo, la postmodernidad y la época post-capitalista. Ahora bien, la obra de Heidegger, aborda, al tratar problemas ontológicos, también problemas de tipo semiótico; es de este modo que influye directamente en los hermenéuticos: Paul Ricoeur, Rüdiger Bubner y Hans-Georg Gadamer” Wikipedia.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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