La noche del oráculo, novela de Paul Auster

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Paul Auster inventa  a Sídney Orr que también es un escritor de novelas y éste a su vez se lleva un viejo manuscrito de otra novela de una escritora famosa de los años veintes que tiene por título La noche del oráculo. Son tres novelas en una. Como esos envases de plásticos, que en uno cabe otro y, en este, otro. Además John Trause, amigo de Sídney Orr, y que también es escritor de novelas, le confía un manuscrito suyo para que lo lea pero antes que pueda hacerlo Sídney Orr pierde el manuscrito en el metro. Y a la par que Sídney Orr escribe su novela, dentro de otra novela, con su personaje Nick Bowen, también cuenta su vida en matrimonio con Grace, una mujer cuyo pasado desconoce.

Paul Auster escribe con tanta libertad  que a su segundo personaje inventado, Nick Bowen, lo deja encerrado en un sótano como refugio antiaéreo y simplemente se olvida de él, Confiesa que no sabe cómo sacarlo. Seguramente hubiera encontrado la solución de cómo llevarlo a la superficie pero el misterioso cuaderno azul en el que escribe esta novela se le termina. En lo sucesivo su afán es por conseguir otra libreta azul y de esa manera  Nick Bowen es olvidado.

Sídney Orr quiere mucho a Grace. Esta va a tener un hijo del cual Sídney Orr sospecha que es de su amigo John Trause.

La novela  (La noche del oráculo, de Paul Auster) es una selva de imaginación donde unos sucesos engendran otros sucesos. Al estilo de una charla entre tres  en la que  el tema  central  es abandonado con frecuencia porque saltan otros temas adyacentes que  quedan inconclusos al ser retomado el tema inicial.
Lo cierto es que al final Sídney Orr se apresura a ir al sanatorio donde Grace se recupera de una golpiza que un muchacho drogadicto le propinó haciéndole perder el bebé. Sídney Orr se angustia pero, como novelista, sabe que la vida, es decir, el escrito sobre el papel, puede continuar...

John Trause, el amigo del autor(es decir del segundo autor) que es Sídney Orr y Nick Bowen, el personaje inventado por Sídney Orr, nos ofrecen dos temas para reflexionar.

Primero que John Trause concluye que el pasado hay que dejarlo en paz y no tratar de removerlo. Llega a esa conclusión  porque se la pasaba viendo trasparencias en tercera dimensión que encontró en un viejo rincón de la casona que había sido de su papá. En algunas de esas trasparencias salía él, John, cuando apenas era un niño. Se puso a recordar cosas que le iban llegando conforme veía cada trasparencia. Esto duró algunas semanas. Un día  se descompuso su proyector y se sintió muy triste. Alguien se ofreció a componerle el proyector y fue cuando John le dijo: “Quizá sea mejor así. Hay que vivir en el presente. El pasado, pasado está y por mucho que mires esas fotos, jamás podré recuperarlo”.

Y Nick Bowen nos dice que podemos morir en cualquier  momento: “Es el azar quien gobierna al mundo. Lo aleatorio nos acecha todos los días de nuestra vida; una vida de la que se nos puede privar sin razón aparente”. Un rayo, un edificio que se desploma, un accidente automovilístico, etc. Al salir ileso es como una señal  que  se volvió a nacer. Que debe empezar otra vida, incluso con otro nombre.  Esto, que parece absurdo, es lo más común. Piénsese que la migración, por una causa o por otra, es un fenómeno que se da todos los días en todos los continentes. Dejar todo y empezar de nuevo.

Por lo demás, el individuo, debe aprovechar la brevedad de la vida: “ser curioso, leer libros y tener conciencia de no poder cambiar el mundo por obra y gracia de su voluntad”.

Los personajes salidos de la pluma de un escritor  no tienen que ser explicados abundantemente: “Se ponen inmediatamente de manifiesto por la forma en que actúan”.

Esos personajes son humanos en la medida que se aparatan  de la sospechosa pureza: “Hay buenas personas que hacen cosas malas”.

Paul Auster
En el mundo hay muchos casos de hombres  que no soportan seguir casados, se separan y sólo para descubrir  que, en cualquier momento, ya está otra vez casados: “con la mayor naturalidad del mundo había vuelto a atarse a la misma ruina  de la que había huido en Tacoma”.

En alguna de las tres novelas el personaje invita  a no dejarse llevar por la vida de su familia, o bien a andar imitando modos de vida que ha visto por ahí: “sobre él recae la responsabilidad de ser quien es”.

Sobre todo a no dejarse envolver por la inmediatez de la vida: “Mientras estés soñando siempre hay salvación”.



"Paul Auster es, por excelencia, el escritor del azar y de la contingencia; como no cree en la causalidad, persigue en lo cotidiano las bifurcaciones surgidas por errores o acontecimientos aparentemente anodinos. Esto sucede en La trilogía de Nueva York, en La música del azar, y sobre todo en Leviatán, en su excepcional escena central. Su estilo es aparentemente sencillo, gracias a su trabajo y conocimiento de la poesía, pero esconde una compleja arquitectura narrativa, compuesta de digresiones, de metaficción, de historias en la historia y de espejismos (El cuento de navidad de Augie Wren). También describe existencialmente la pérdida, la desposesión, el apego al dinero, el vagabundeo (en El palacio de la luna, cuyo personaje central se llama Marco Stanley Fogg, en una especie de unión de estos tres grandes viajeros). También se cuestiona la identidad, en especial en la La trilogía de Nueva York en la que uno de sus personajes (que no es el narrador) se llama como él; en Leviatán, en la que el narrador tiene sus iniciales (Peter Aaron) y conoce a una mujer llamada Iris (anagrama de su esposa Siri); o en La noche del oráculo, donde un personaje se llama Trause (anagrama de Auster)".

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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