La soledad de Schopenhauer



 Arturo Schopenhauer,  La sabiduría de la vida, Editorial Porrúa, México, 2009

 “Mi existencia está relacionada con la de otros”, escribe Jean Wahl (Jean Wahl nació en Marsella, en 1888. Falleció en París en 1974) en su valiosa obra Introducción a la filosofía (Fondo de Cultura Económica, México,1988) alza la voz buscando un ecumenismo en filosofía a la vez que critica fuertemente el pleito que desde la antigüedad en Grecia, hasta el siglo veinte, en todo el planeta se traen los filósofos entre sí.

 En cambio Schopenhauer dice que busco a los otros porque no puedo vivir con mi mismo (recuérdese que Séneca coincide con él:”No es que quisieras estar con el otro, sino que no podrías estar contigo mismo”).Y así nos encontramos en la disyuntiva de ¿sociabilidad o soledad?

 Una sociabilidad como seña de soledad patológica y otra soledad como vocación de soledad terapéutica.

Lo que señala Wahl parece dar la razón a Schopenhauer. Si, en nombre de la diversidad de criterios, de búsqueda de la pluralidad y de la libertad de expresión, los pensadores sabios, o individuos amantes de la sabiduría, que son los filósofos, se traen un pleito irreconciliable de los mil diablos, qué espera a la gente del común. Esa que falta de luces reacciona por instinto. Es cuando la deseada sociabilidad se pudre y contamina al planeta.

 Cuando un alpinista desciende al valle, después de una expedición de dos meses en la soledad de las montañas, se da cuenta, como tal vez ningún otro humano pueda darse cuenta, lo inmensurablemente valiosa que es la convivencia con la gente. ¡La ciudad es una creación maravillosa de la humanidad!, exclama el más insensible de los montañistas.

 Pero es un hecho que mucha sociabilidad también descompone lo valioso de la vida porque no permite un cierto alejamiento para estar con mi mismo. Esto lo saben bien los que, en las ciencias o en la humanidades, tienen, digamos, el oficio, o la profesión, de pensar. O la vocación de decir, como los poetas.

 Este es más o menos el contexto en el que Schopenhauer dice que la soledad es la medida en la que el individuo ha caminado en busca de ella.

 Porque nacemos en la comunidad, no en la soledad: “la soledad no es natural al hombre, que a su llegada al mundo no se encuentra solo sino en medio de padres, hermanos, hermanas, o, dicho de otra manera, en el seno de una vida en común”.

 No es la soledad de Schopenhauer el solipsismo de Strirner. Éste viaja solo por el universo negando a las otras personas. Schopenhauer busca ser una mejor persona alejándose, por la cultura, de ser un individuo “básico”.

 Schopenhauer no idealiza al hombre del común, como lo hace el político que, en tiempo de campaña, busca su voto en la urna para poder llegar a la cámara de legisladores o hacerse del supremo poder de ese país.

 La expresión “el hombre del común” no se refiere al lumpenproletariat ni al proletariado urbano, sino aquel individuo, de la clase social que sea, que adolece de cultura. El instinto de lucha por la sobrevivencia, o por la opulencia, se brinca las trancas de toda clasificación de la sociología, nos deshumaniza y nos regresa a la caverna. Así andemos en harapos o con corbata todos los días del año. En camiseta de proletariado o llenando un traje vacío. La expresión de "traje vació" se la leímos a N.N.Taleb, en El Cisne Negro.

 Más en los países en cuyos programas de las escuelas y las universidades se han quitado, desde muy temprano, materias como civismo, moral y ética. El resultado es tan obvio que basta asomarse por la ventana para comprobar que el mundo se ha descompuesto. A tal grado que la policía misma, salvo excepciones, descompone, no compone. En su lugar las calles de la ciudad son recorridas, legítimamente o no, por los tanques de guerra del ejercito nacional tratando de poner orden.

 ¿Dónde empezó todo esto?, se pregunta la gente. Quizá aquí es donde pudiéramos detenernos a meditar en las palabras duras, casi inaceptables, de Schopenhauer que, por cierto el que conoce su vida, sabe que no tenía ninguna necesidad de buscar, con promesas de campaña, el voto de nadie cuando habla de la urgencia que tiene la gente de la soledad.

 La soledad: “se consigue especialmente después de haberse convencido de la miserable condición moral e intelectual de la mayoría de los hombres”.

 No se queda en la crítica y sí traza el camino que pueda conducir hacia la soledad terapéutica, esa que necesitan hombres y mujeres para vivir en paz consigo mismo, o para pensar y escribir, si ese es su modo de vida, o su vocación: “en cada individuo, separadamente, los progresos de la inclinación al retiro están siempre en razón directa de su valor intelectual”.

 El mencionado trabajo de Jean Wahl puede ayudar a caminar en esa dirección del acervo cultural, se nos ocurre. Pero ya antes otros grandes pensadores nos facilitaron el camino sin necesidad de meterse en la aridez de la filosofía.

 Cervantes nos habla, mediante esos dos inmortales personajes, que parecen tan chiflados uno como el otro, del instinto y el ensueño. En Platón el anhelo de una vida fuera del espacio y el tiempo. La inmortalidad demostrada en la prisa de Sócrates, por salirse de este planeta, porque “allá” lo esperan los filósofos con los que puede conversar de manera inteligente y amena y, agrega, sin los molestos requerimientos del cuerpo. El Romanticismo, la ilustración y la Reforma J. A. Cronin los dice en su amena novela de amor La Ruta del Dr. Sahanon. Novalis, buscando una flor azul, de la magia de trascender nuestra realidad. Homero trata de explicar su inestable entorno geológico por medio de caprichosas criaturas olímpicas. Y, mediante el Popol Vuh, los mayas nos anuncian que este sol se apagará pero que el universo volverá a ser iluminado por un Sol nuevo…

Estos, y otros parecidos, son los vericuetos intelectuales en los que Schopenhauer quiere que se camine en busca de la soledad de mimismo.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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