Obra: En torno a la filosofía
Editorial Porrúa; México, 2009
Primera edición en alemán: Berlín, 1851
Schopenhauer dice que en el juego del ajedrez sabemos bien
de qué se trata: ganarle al otro. Hay una serie de recursos y nosotros decidimos
cuándo y cómo empezar el juego y cuándo termina.
En el juego de la vida (considerado el asunto desde la
filosofía, no de la teología) ni fuimos nosotros los que decidimos jugar ni
tampoco conocemos la meta que hay que alcanzar, más allá de la que vemos frente
a nuestras narices. De pronto nos
encontramos moviéndonos como el
reloj al que alguien le dio cuerda. Pero
desconocemos la intención del relojero.
Conocemos los medios pero no sabemos el fin, la meta, de
todo esto. Hay algo como una “extraña astucia” que nos pone en movimiento.
Porque cuando creemos haber alcanzado la meta, y tenemos toda la experiencia,
habilidad y preparación, ¡Plop! De pronto
esa “una extraña astucia” nos hace a un lado. Como en la nómina de la fábrica
en la que ocupábamos un lugar pero que ahora ha sido borrado y otro nombre
ocupa nuestro renglón en el papel.
Al estilo del diputado, o del presidente de la república,
que empezó el remoto ayer “picando piedra”, se afanó toda su vida y ahora, que está
en la cúspide, debe dejarlo todo. ¡Cuando tenía todos los contactos!, los conocimientos,
la habilidad y los programas que iban a salvar
a la Humanidad estaban tan avanzados! ¿Cuál es la meta de tanto afán?
Como en el videojuego de los niños que alguien va
conduciendo un automóvil, a toda velocidad y habilidad, y conoce el cómo ir por
la carretera derribando obstáculos pero ignora a qué fin se dirige todo eso.
Schopenhauer se refiere al juego de ajedrez porque es el
modelo que nos resulta familiar pero, cuando lo que se considera es la vida, la
existencia, nos afanamos en los modos mecánicos de las hormigas pero, ¿para
qué?. Sobre todo cuando somos conscientes, dice, que este fin no es el fin. Si
éste no es, ¿cuál es? Recordamos que la pregunta la hace un filósofo, no un
teólogo. Schopenhauer no se contenta con la indolente expresión de “aquí acaba
todo”. Si hubo un creador el asunto no puede acabar con la descomposición de
los tejidos. Para eso no se necesitaba haber desarrollado la angustia que nos conduce
a la intuición y certeza que nos
advierte de la muerte. Con el mecanicismo de las hormigas hubiera sido
suficiente. O cuando más primates con visión estereoscópica y manos prensiles
del oligoceno. ¿Para qué pasar de ahí?
Arturo Schopenhauer |
El asunto se complica cuando Schopenhauer menciona la
palabra “creación”. Entra en juego la creación, no basta ya la azarosa
aparición de la célula primordial y las cianobacterias entre fluidos químicos y energía eléctrica que
cruzan el planeta por todas partes en el
comienzo de todo. No nos preguntamos por el fin y en todo caso no
importa. Si no vamos a obtener la respuesta más nos vale sólo preocuparnos de
los medios para irla pasando, de la próxima olimpiada, de la liguilla de futbol
de verano aunque apenas sea invierno, de la telecomedia de las ocho de la
noche…
Schopenhauer se pregunta: “Si consideramos nuestra
existencia como obra de un extraño poder arbitrario, debemos admirar la hábil
astucia del espíritu que nos ha creado. Esta astucia en efecto ha logrado
hacernos tan caro un fin momentáneo, y que pronto habremos de abandonar, aún a
pesar nuestro, la vida y la existencia, cuya nadería se impone necesariamente a nuestra reflexión, que
laboramos con todas nuestras energías y
con la mejor fe para conseguirlo. Sabemos, sin embargo, que luego de concluida
la partida, el fin no existe para nosotros: en suma no podemos precisar lo que
nos lo hace tan querido. Siempre se nos aparece tan voluntariamente suscrito
como por aquel que se propone dar jaque
al rey de su adversario. Nunca pensamos más que en los medios, sin preocuparnos
del fin. He aquí la conclusión a que
llegamos porque nuestro conocimiento es simplemente capaz de ver lo exterior,
pero impotente para escudriñar lo interno.”
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