BERGSON, SER-HUMANO Y LITERATURA


 

“Soy ser humano sin saber leer ni escribir?” preguntó Robert de Niro, a Jane Fonda, en la película Stanley & Iris, del director Martín Ritt,1990.

La contrapregunta sería: ¿Aunque   sé leer  y escribir sigo siendo humano?” Porque personajes del más alto nivel educativo suelen ocupar con frecuencia las notas rojas de los periódicos.

La respuesta va a ser que Stanley tenía el conocimiento que da la intuición antes de poder conocer el alfabeto.

¿Qué es la intuición? Para Bergson es el instinto más la inteligencia. ¿De dónde viene la intuición? Es otra historia. Tendríamos que remontarnos  hasta Plotino y eso nos llevaría muy lejos a Aristóteles y a Platón.

Stanley no leía libros, hasta se le dificultaba  abordar el autobús porque no sabía qué ruta llevaba y tenía que preguntar. Pero en cambio sabía leer en la naturaleza y podía inventar artefactos de utilidad práctica.

“Así, según Bergson-dice Jean Wahl-, está el mundo entero abierto a alguna forma de conocimiento, siendo conocida la materia por la física, las cosas por la pura percepción, los seres vivos por el instinto y nosotros mismos por la intuición.”(Introducción a la filosofía).

El caso es que sin la intuición no hubiéramos llegado ni a la esquina de la calle, ni empezar a razonar, ni inventar el abecedario ni escribir La Ilíada.

ANAXIMANDRO
La composición literaria, dice Bergson, igual que la validez de una religión, necesita vérselas con la inteligencia, la moral y la emoción.

El que  está ayuno de conocimientos (para no mencionar los feos adjetivos que para el caso se acostumbran) puede, por la intuición (ese conocimiento antes del razonar) y la emoción, llevar  una vida de calidad en cuanto a moral se refiere. Pero debido a tal empirismo también puede perderse en cualquier sendero que no lleva a parte alguna creyendo que es el camino.

El intelectual, en cambio, acostumbrado a soltar amarras en cuanto a modos de vivir de la sociedad, y con la capacidad de argumentar, puede también irse alejando de la moral en la medida que se abstrae para circunscribirse en su solipsismo.

¿Puede alguien que sepa leer y escribir, considerarse humano? Bergson responde que no se trata de inteligencia argumentativa:

“La inteligencia no puede reconocer la superioridad de la moral  que se le propone, ya que no puede apreciar diferencias de valor, sino por comparación  con una regla o un ideal, y el ideal y la regla los suministra necesariamente la moral que se encuentra vigente. Por otra parte una concepción nueva del orden del mundo  parece que no podría ser otra cosa que una filosofía más que agregar a las que conocemos.”

Tampoco se trata de morales nuevas o morales viejas, sino de la calidad de esa moral:

“suele decirse que si una religión aporta una moral nueva, la impone por la metafísica que implica, por sus ideas sobre Dios y el universo y sobre y la relación entre ambas. A lo  cual se ha contestado que, al contrario, una religión gana las almas y las abre a una cierta concepción de las cosas por la superioridad de su moral.”

La equivalencia en la literatura es la emoción. Así como puede haber mil iglesias sin moral o con una moral nueva pero  que deja mucho que desear, así el dominio técnico de las letras puede ser nada más  derroche de imaginación pero ayuno de emoción.

¿Qué es esto? La antigua respuesta, pero siempre valedera, es que arrojemos al viento las letras del abecedario,  en la esperanza que el resultado será el Quijote de la Mancha o la Ilíada o el Popol Vuh… Falta la intervención emocional del escritor.

 

tomado del diario El País, de España, dibujo de Max
“Por lo general, la obra genial es producto de una emoción única en su género  que se hubiese creído inexpresable y que ha querido expresarse. Quien se dedique a la composición literaria habrá podido comprobar la diferencia que hay entre la inteligencia entregada a sí misma y la que consume  con su fuego la emoción original, única  nacida de la coincidencia entre el autor y su sujeto, es decir, la intuición.”

Como aquella  genial norteamericana, Margaret Mitchell, con su  Gone With the Wind

Stanley tuvo que conocer que sin abecedario no hay prosperidad económica. Pero que la prosperidad económica no quiere decir humanidad. Algunos resuelven felizmente la antinomia, pero para la mayoría prosperidad económica y humanidad son cuestiones antitéticas.

Y, si no se sabe conciliar, hay que decidirse por lo uno o por lo otro. Como en el cuento de Graham Greene, Del otro lado del puente, que tuvo que escoger entre ser millonario o salvar a un perro.

Cuando Stanley aprendió a leer mejoró radicalmente su condición económica. Y unió su vida con la hermosa Iris, que es la viuda que le enseño a leer.

Pero no era eso lo que preguntaba. Stanley preguntaba por lo humano, no por el dinero.

 
BERGSON

Henri-Louis Bergson o Henri Bergson (París, 18 de octubre de 1859 – Auteuil, 4 de enero de 1941) fue un filósofo francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927. Hijo de un músico judío y de una mujer irlandesa, se educó en el Liceo Condorcet y la École Normale Supérieure, donde estudió filosofía. Después de una carrera docente como maestro en varias escuelas secundarias, Bergson fue designado para la École Normale Supérieure en 1898 y, desde 1900 hasta 1921, ostentó la cátedra de filosofía en el Collège de France. En 1914 fue elegido para la Academia Francesa; de 1921 a 1926 fue presidente de la Comisión de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. régimen de Vichy El bagaje británico de Bergson explica la profunda influencia que Spencer, Mill y Darwin ejercieron en él durante su juventud, pero su propia filosofía es en gran medida una reacción en contra de sus sistemas racionalistas.1 También recibió una notable influencia de Ralph Waldo Emerson.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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