EPICTETO, REGLA DEL ZAPATO


 

Epicteto sugiere la regla del zapato para el bien vivir.

Recurre a la metáfora del tamaño del pie. Nadie puede caminar con un zapato chico y,  con uno más grande, se vería ridículo. En ambos casos acabarían perjudicando al pie con repercusiones de mal estar para el cuerpo entero:

“Las necesidades del cuerpo deben ser la medida de lo que cada uno debe tener, como el pie es la medida del zapato. Guarda bien esta regla.” (Epicteto, Enquiridión o Manual)

Conocer el hueso, o los huesos, dice Aristóteles, se conoce la esencia, o para qué fue dotado de esa manera, y no de otra. (Metafísica, Lib. II, Cap.1).

Al pie no se le puede poner otro zapato sino el suyo. O el trayecto que dure su vida será un tormento. ¡Y habrá que agarrar su turno en el  confesionario del sacerdote o, si laico, en el consultorio del psiquiatra.

Los zapatos que lastiman no saben de sofismas. ¡Lastiman y punto! Si se insiste en ignorar el malestar con el tiempo saldrán callos y juanetes. Y finalmente una deformación a nivel de cirugía. Lo  equivalente en conducta humana sería  el Retrato de Dorian Grey, de Wilde.

De existir las visitas guiadas a hospitales y cárceles(al estilo de los  cursos propedéuticos)  tendríamos una idea clara de lo que nos dice Epicteto, cuando no supimos cuidar la salud psicofísica y la libertad personal.

Epicteto nació a mediados del primer siglo d C. De la escuela de los estoicos, no tiene, como todos los filósofos clásicos, un sistema o teoría filosófica. Sólo  una regla con la que podamos medir nuestras acciones en la vida: la del tamaño del zapato con relación al propio pie.

Su filosofía es de fácil entendimiento pero de difícil seguimiento. Tres siglos antes Aristóteles había hecho esta observación: “La ciencia, que tiene por objeto la verdad, es difícil desde un punto de vista y fácil desde otro.”

 En pocas palabras, vivir conforme lo que en lo interior dependa de mí. Porque si ajusto mi vida a lo que pertenece a mi exterior, la vida me va a llevar como veleta perdida en alta mar bajo la tempestad. No en lo referente a lugares y circunstancias, del diario vivir,  sino a mis sentimientos.

Y la otra manera de no hablar de mí, de esconderme de mí, es hablar de los otros. Lo mismo si hablo que si escribo.

La muerte de cualquiera, sobre todo la de mimismo, es cosa seria, no cabe duda. Con frecuencia en el alpinismo se le roza demasiado cerca.

 Epicteto llama a reflexionar en ella no como una morbosidad sino como parámetro para no ocuparme, mientras tengo vida, en charlas de comadres camino del mercado: “Cuida particularmente de la muerte, porque por este medio no tendrás ningún pensamiento bajo ni servil, ni desearás nunca nada con pasión.”

Epicteto  traía  los pies en libertad.
Pero yo, que soy hombre moderno del siglo de la televisión, teléfono celular en la mano, Internet, y la tableta eléctrica, lo que quiero es llegar a tiempo al trabajo. Reviso  apresurado mi agenda electrónica para efecto que no se me escape el onomástico de mi jefe con miras a buscar  ser invitado a su fiesta.

Epicteto habla de cosas de calidad con las que tenemos que vérnoslas. Por ejemplo, dice que debo sentirme afortunado porque alguien no me invitó a su banquete. Eso es una de las cosas que pertenecen a mi exterior, no a mi interior.

No entiendo. ¿Por qué debo sentirme afortunado? ¡Porque no me vi en la necesidad de adular a nadie en pago por la invitación!, dice: 

“No te complazcas en lo exterior… ¿Depende de ti el tener la soberana autoridad, a ser convidado a los festines y, finalmente, poseer todos los demás bienes extraños?”

El aristócrata Leopold, del siglo diecinueve, viaja en la máquina del tiempo al Nueva York del siglo veinte (film: Kate y Leopold- Meg Ryan y Hugh Jackman-de James Mangold, 2001) y se queda maravillado de los adelantos tecnológicos: el tostador de pan, el teléfono, el elevador, el autobús, la libreta electrónica…Pero no entiende por qué la gente consume cosas que no le sirven para nada bueno. Come galletas, con sabor a jabón, que la mercadotecnia las exhibe como alimento excelente. En una escena Leopold le dice a Kate, la experta vendedora: “¿Qué le pasó al mundo? ¡Tiene todas las ventajas sin tiempo para la integridad!”

Así de sencillo y difícil es el pensamiento de Epicteto. Procura en todo momento de poner  a salvo los valores esenciales de la vida. Si no se les quiere llamar morales, se les puede mencionar  valores de respeto.

Epicteto no es esclavo del pensamiento tanatológico, pero, hace la observación que allí, en algún  lugar y en un tiempo ineludibles, me espera la muerte. Y que más me vale aprovechar en calidad de vida cada minuto, y “no  gastar la pólvora en infiernitos”.

 Como Rafael, personaje de Balzac en su novela La piel de zapa, que quería apurar los placeres de la vida, ser famoso y rico. Y a los veintitantos años de edad ya había logrado todo eso, al precio de estar consumido como piltrafa en una cama de hospital.

Filósofo estoico, Epicteto vivía bajo  regla de austeridad, y hablaba, no para todos, sino  para el que aspirara vivir como filósofo, de ahí su manera imperativa de decir las cosas.

Rafael, en cambio,  era, como muchos de nosotros, con ambiciones más allá de las necesidades básicas. Era, lo que se dice, un hombre moderno.

Bien mirado, Epicteto era un individuo obsoleto. Para no equivocarse de tamaño de zapato, andaba descalzo…

EPICTETO
Epícteto (en griego: Επίκτητος) (Hierápolis, 55 – Nicópolis, 135) fue un filósofo griego, de la escuela estoica, que vivió parte de su vida como esclavo en Roma. Hasta donde se sabe, no dejó obra escrita, pero de sus enseñanzas se conservan un Enchiridion (Ἐγχειρίδιον) o 'Manual', y en unos Discursos (Διατριβαί) editados por su discípulo Flavio Arriano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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