W.Sypher en Razón VS Sinrazón

Conocer sus límites,  y tratar de superarlos, es una cuestión muy conocida en los que corren como deporte de competencia. O en los que escalan montañas. Igual sucede en toda actividad del humano. Unos en las ciencias exactas, otros en las humanidades y otros más en el pensamiento ilógico. Cada quien en su campo. Cada quien barriendo su banqueta.  Sólo que a partir del siglo diecinueve, y luego en el veinte, todos se volvieron celosos de su actividad y en breve ya tuvimos una guerra ideológica entre estos tres grupos. “Nunca llueve a gusto de todos” dice un personaje de F. Schiller.

Y esto es lo que  Wylie Sypher nos relata, con responsabilidad y maestría,  en su obra Literatura y Tecnología (la visión enajenada). Fondo de Cultura Económica, México 1974.

 El autor dice que ha habido una lamentable incomprensión entre los hombres de letras y los científicos. Se miran unos a otros  con heladas sonrisas. Son escasos los Novalis que sean  geólogos y también poetas. En muchos países la pugna del siglo diecinueve en Europa,  sostenida entre las bellas artes y las artes aplicadas, ni siquiera empieza en pleno siglo veintiuno en los países emergentes.  En estos países, del precario desarrollo, el arte está por un lado y la industria por otro. En tanto que el técnico diseña instrumentos  para ser utilizados antes de que caiga la tarde de este día, el poeta rechaza el presente y gusta de perseguir  mundos de fantasía en el horizonte sin límites del Humanismo.

En el fondo son   tan fantasiosos, o imaginativos,  el científico, con su Método, como el poeta con su Inspiración. Para que un científico llegue a la etapa de la verificación es que ésta estuvo presidida por un tiempo de la imaginación. Imagino  que las Antillas estuvieron alguna vez en el Pacífico, frente a San Francisco.  Ahora hay que verificar  las rocas, la paleo fauna, los fósiles…

 Los novelistas necesitan también un método y someterse a la lógica, pero  también los precede la imaginación.  Así mismo, el poeta verifica  pero su tiempo es a largo plazo. Perseguir la flor azul puede llevar siglos. Zaratustra, perorando en la plaza pública, se arrancaba los cabellos al encontrar  a  un pueblo amodorrado  que había renunciado tanto a su soledad como a su devenir y estaba en el sobrepeso y no hacía ejercicio físico ni leía libros de cultura. “¡Estás loco!” le decía la gente. “¡Vete a tus montañas, no te queremos aquí!”

La belleza y el mito son el terreno en  el que  brota  la flor azul. Y eso no es tan fácil de medir. Si es que acaso lo sea. Se les puede declarar neuróticos a los artistas,  y con ello a las Humanidades, y  así meterlos al callejón de la causalidad. Este experimento se hizo, dice John Updike, en Estados Unidos en la época de la gran depresión económica,  primer tercio del siglo veinte. Había mucho desempleo.  Uno de cada dos norteamericanos necesitaba  ir al psiquiatra...

La ciencia requiere razonar. La poesía da la impresión de la sin razón. Los artesanos medievales, y los de nuestro siglo, tal vez sean  la tabla que une arte y ciencia.  Si se quiere unirlas, aunque no se ve por que tengan que unirse.  Como decimos, repitiendo a H. D. Lawrence: que cada quien barra   la banqueta de su calle y no quiera venir a barrer nuestra  banqueta.

El científico está controlado por el llamado método científico en tanto que la sensibilidad en el poeta parece  incoherente. Allá está la razón para seguir avanzando, acá la sin razón que encuentra la verdad en la belleza en todas partes, aun fuera de su yo. En algunos, esta “universalización” del poeta, al punto de abandonar su yo, la tierra que contribuyó a darle  su yo, con frecuencia era señal de la presencia de opiáceos, al estilo de Baudelaire, por mencionar sólo uno: “En todo caso resulta irónico que bajo el hechizo de las drogas el poeta alcanzara  una negación del yo más radical que la que el científico lograba en su laboratorio”.

El riesgo de alejarse del método científico, en nombre de la creación artística, es abandonar las playas del pensamiento lógico y extraviarse en el mar ignoto donde la droga laicizada pierde los pinceles, el cincel y el lápiz-computadora. Encerrado en su celda del sanatorio, el artista habrá alcanzado la plena liberación frente a todo, pero ese pensamiento, por desconocido, ya no le sirve a la sociedad.

El arte empieza donde acaba la causalidad pero hay el riesgo que se vuelva irreconocible por todos si aparece bajo el influjo de la substancia química, laicizada, donde el yo es rebasado por el ego que hace explotar las neuronas hasta que el viaje, de las alucinaciones inducidas, termina en la casa de los que ya no encontraron el camino de regreso. Como ejemplo, de contraste, diremos que es conocida  la experiencia onírica del paraíso artificial  sancionado por la etnia. El peyote tiene figura, nombre y lugar muy definido a partir de Virikuta. Aquí hay liberación del yo y la etnia s e encarga de disciplinar el ego. Aquí todos regresan.

Luego está la comercialización del arte (parecido a la comercialización de las ideas)  que ha hecho que el pueblo vea  como “verdadera” obra de arte un van Gog que vale 500 millones de dólares y no se detenga más de un minuto frente a un  cuadro, en el callejero Jardín del Arte, que es tan arte   que el otro (¿quién puede decir cuál es más arte que el otro arte?) pero cuyo precio comercial sólo vale 500 pesos. Por ser tan accesible, hasta para los bolsillos de un obrero,  es una pintura que no encuentra sitio en la sala de la casa.

Pero en tanto que los científicos son cotizados por los gobiernos, por lo que  sus investigaciones se traduzcan en  fuentes de poder, el poeta al revés.  Es visto de reojo por los sistemas totalitarios sean estos ejercidos por un solo hombre  o desde la cámara de legisladores. Su pensamiento es inasible. Allá se busca  la cosa, o la imagen, él persigue el concepto. Y lo que en esos ambientes tan acotados se escribe, dice Sypher, les falta soltura: “Esta preocupación por el método hace que algunas novelas  realistas parezcan monografías”.  Pero para eso está el estado, para exhibir a sus autores como paradigmas a seguir por “sus”  juventudes.

Para principios del siglo veintiuno parece que todo aquel ruido cayó en el olvido o   cada vez se oye  más lejano. Cada quien volvió a barrer su banqueta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

Seguidores