D.MORRIS, AUTOPERDIDOS EN LA CIUDAD


Las ciudades aumentan continuamente de tamaño y requieren una planeación cuidadosa, observa Desmond Morris en su obra El zoo humano. “Si no hay territorio para recorrer, servirán los interminables paseos por la jaula.”

Lugares como el norte de México, y sur de Estados Unidos, tienen horizontes geográficos muy amplios. Los pueblos aparecen uno por aquí y otro por allá, esparcidos, como manchas de jaguar. Entre uno y otro están las llanuras inmensas o los desiertos de infinitas dunas, serranías bajas o elevadas montañas.

A diferencia del centro de México donde las ciudades crecen hasta juntarse unas con otras y forman las monstruosas megalópolis. Con sus bloque de apartamientos, todos iguales, planeados por la arquitectura de economía de espacio. O bien por suburbios levantados de manera empírica al tun tun

Pero sea de una manera, o de otra, está el riesgo que las ciudades se parezcan a un zoo humano. Hay una fuerte tendencia a permanecer, cuando hay tiempo libre, en la ciudad. Como hacen las fieras, dice el autor, dentro de sus jaulas.

Existe un grave alejamiento de los horizontes naturales, y solitarios, que se traduce en actividades muy parecidas a las de ayer y a las de anteayer. Con el riesgo que los hábitos, edificantes de la civilización, se vuelva, por la aglomeración, patológicos, destructores o al menos envilecedores, de la misma.


Nuestros escritores, y lectores, de novelas, en los países del sur,  están obsesionados por el panorama antropocentristas, no por el goecentista. La satisfacción del yo y no les interesa qué color pueda tener el viento. Con excepciones como las de Carlos Dávalos, y Lucio V. Mansilla, en Argentina.

Pocos han leído a Emerson y a Thoreau que invitan, reiteradamente, tautológicamente, página tras página, a salir a caminar al campo, bajo pena, en contrario, de perder la salud mental y perder también la batalla frente a la báscula

 Diabetes, hipertensión, son apenas dos de los jinetes del Apocalipsis de nuestra manera civilizada de vida. Mucha azúcar y mucha sal y poco movimiento...¡Y poco libro!

Una fotografía del primer cuadro (Centro Histórico) de la Ciudad de México, de mediados del siglo veinte, muestra calles casi vacías de personas y vehículos. Calles angostas trazadas a mediados del siglo dieciséis, pensadas para dos o tres carruajes.

En la actualidad esas mismas calles (pero igual sucede en calles de reciente y más amplio trazo) están tan llenas que las gentes, caminando en las banquetas, necesitan bajarse para pasar o ir avanzando de lado a efecto de no “chocar” con otras personas. Y en el asfalto, apenas para cien vehículos, ahora hay mil…

Este es el contexto geográfico. Pero donde cobra vida el título de la obra de Desmond Morris, El zoo humano, es en la conducta de la gente que vive en tal aglomeración. Si no sale de la ciudad, el inventor sale en su auxilio, para que no enloquezca, y para tal efecto hila fino en el terreno de la cultura.

El Estado se reinventa, o se suicida, en la medida que procura una “atmosfera cultural”, general, no elitista, para su pueblo. Un niño procurará los valores de utilidad, tanto como los valores vitales, si en su casa hay libros de cultura. Cultura universal, no abstracciones de cultura.

Alguien tendría que decirle al niño de los libros son para leer, no para sentarse en ellos.
Dibujo tomado de La psiquiatría en la vida diaria, de Fritz Redlich, 1968.

De otra manera nuestras frustraciones, de cosas o situaciones, que no se alcanzan nunca, en las dimensiones como las soñamos de niños, le dan  entrada a conductas patológicas.

  Se da la violencia, de manera persistente, en los pueblos o países de   cultura precarizada, porque el menos nos permite soñar, esa violencia, sublimados por los personajes de la pantalla, en la libertad que no tenemos en la vida practica.  Desmond Morris lo dice de esta manera:

“Es significativo que en las comunidades fuertemente subordinadas o reprimidas, las salas de cine locales exhiben una cantidad extraordinariamente elevada de películas de violencia. De hecho, puede afirmarse que las emociones de la violencia de ficción exhibida en las pantallas tienen un atractivo que es directamente proporcional al grado de frustración en la dominación que se experimenta en la vida real.”

De estar en contacto, constante, con la naturaleza, acampar, caminar, sentir el sol, el frío, el viento y las condiciones placenteras de caminar por la llanura, esa violencia en las pantallas nos parecerían curiosidades inocuas  ideadas por gente de la industria de la diversión. Nada más que curiosidades ingeniosas. Pero no nos formarían, o deformarían, en la dirección de conductas sociales patológicas.

El arraigo a la ciudad, a la comodidad, es mucho más fuerte de lo que podemos imaginar y los pueblos han trabajado durante milenios para conseguirla. Pero, como la buena comida, es su exceso el que mata. Es el resultado de la lucha por la sobrevivencia, no la lucha de estímulo por los valores vitales.

Hay países en los que  el Estado no ha encontrado la manera de que la gente ni frecuente la naturaleza masivamente ni lea de cultura. Cultura, uno de los bienes más preciados de la humanidad, porque nos aleja de la animalidad.

Es donde  el “esfuerzo casero”, el de las familias, tendría que rebasara las mismas fuerzas del Estado que, por lo general, dispone de magros presupuestos para el renglón de la cultura. Pueden ser fuertes erogaciones, inclusive, pero ante la magnitud de la demanda, siempre serán flacos presupuestos.

Ante el alejamiento de los panoramas naturales, y nuestro auto confinamiento en la jaula, Desmond Morris dice que, de seguir así, todavía nos espera una jaula más reducida que es la de la  cárcel o la del  psiquiátrico.

Propone el recurso salvador de la cultura. Se refiere al artista, al inventor:

“Este es el hombre (el habitante de la jaula) para quien el inventor pone en juego todas sus facultades. Cuando estudiamos los progresos de la ciencia, leemos poesía, escuchamos sinfonías, presenciamos ballets o contemplamos cuadros, no podemos por menos de maravillarnos ante los extremos a que la Humanidad ha llevado la lucha de estímulo y ante la increíble sensibilidad con que ha sido abordada.”

“Desmond John Morris (Purton, 24 de enero de 1928) es un zoólogo y etólogo británico.
Nació en la campiña inglesa.  Sus estudios se centran en la conducta animal, y por ende, en la conducta humana, explicados desde un punto de vista estrictamente zoológico (lo que quiere decir que no incluye explicaciones sociológicas, psicológicas y arqueológicas para sus argumentos). Ha escrito varios libros y producido numerosos programas de televisión. Su aproximación a los seres humanos desde un punto de vista plenamente zoológico ha creado controversia desde sus primeras publicaciones.”Wikipedia






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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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