Santayana y el valor de la lectura




Tres poetas filósofos
George Santayana
Editorial Porrúa, México, Serie Sepan Cuantos, 1994,…Núm.645.

Lo único que da luz en el mundo, fenoménico, es la lectura.



·       "  Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido como George Santayana (Madrid, 16 de diciembre de 1863Roma, 26 de septiembre de 1952), fue un filósofo, ensayista, poeta y novelista hispano-estadounidense.A pesar de ser ciudadano español, Santayana creció y se formó en Estados Unidos. A los 48 años dejó de enseñar en la universidad de Harvard y nunca más volvió a los Estados Unidos. Escribió sus obras en inglés, y es considerado un hombre de letras estadounidense. Su último deseo fue ser enterrado en el panteón español en Roma. Probablemente su cita más conocida sea «Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo», de La razón en el sentido común, el primero de los cinco volúmenes de su obra La vida de la razón o fases del progreso humano."



Pero no hay que sacralizar a la lectura. Es una empresa muy  arriesgada. En los libros, como en las películas, hay mucha basura. Hurgando en el basurero se puede encontrar el diamante pero también una infección que ni la penicilina de un millón de unidades podrá curar. Es el riesgo. De pescador convertirse en pescado. El mundo del mercado, o los intereses detrás de la pantalla, siempre están pescando.  George Santayana también emprendió la búsqueda. En ocasiones pierde la brújula y es presa del escepticismo. Pero sigue buscando.
G.Santayana

Santayana, español del siglo diecinueve,  tiene ideas bien plantadas en sus tradiciones patrias y familiares. Pero, al igual que San Agustín, duda, es escéptico y quiere conocer. No se queda en la aceptación automática ni se va a la negación radical: “Mi filosofía, en especial, puede ser considerada como una síntesis  de estas diversas tradiciones, y también como un intento de enfocarlas de modo que se justifiquen sus orientaciones opuestas”.

Era católico por tradición pero “no tan católico”. Sus padres eran de esos protestantes que leen la Biblia pero que no creen. El entorno familiar sigue siendo católico:”Así, aunque aprendí mis oraciones y catecismo rutinariamente, como no podía menos que suceder  en España, supe que mis padres consideraban toda  religión puro engendro  de la imaginación humana.” La madre era deísta, creía en Dios pero hasta ahí. Dudaba de la inmortalidad, de iglesias y sacerdotes, que consideraba casi el diablo. El padre pensaba igual.

Sin embargo Santayana confiesa  que él se revelaba contra la idea “que todo producto de la imaginación humana había de ser malo…Mis simpatías iban por entero hacia aquellos otros miembros de mi familia  que eran creyentes devotos. Amaba el cristianismo épico  y todas aquella doctrinas  y aquellos ritos que  se interesaban en la vida cotidiana.” Dice que sus padres  lo llevaban a muchos sermones unitarios “por miedo a que me hiciera demasiado católico.”

Vivir en la España católica y en el Boston estadounidense protestante lo metían  en situaciones  de franco escepticismo. Fue cuando pensó mucho, con nostalgia y por contraste, sobre la belleza y la armonía: “estaba  convencido de que la vida no merecía la pena de ser vivida, pues una de dos: si la religión era falsa, todo era vano, y si era cierta  continuaba  siendo en vano casi  todo.” En estos desastrosos estados de ánimo veía a la belleza y a la armonía como una playa lejana.

Nacido en el siglo diecinueve, 1863, y por necesidades familiares, vivió  en Boston. Conoció el mundo anglosajón de Estados Unidos  pero tampoco le llamó el protestantismo. Estudió en varias escuelas  de Boston y finalmente en la universidad de Harvard. Desde chico le gustó la lectura:”Yo no jugaba, pasaba toda la tarde leyendo.” Cuando se decidió por el estudio de la filosofía fue discípulo de William James, del que dice aprendió mucho, pero del que más tarde se alejaría por haber notado en él pensamientos que se hacían un tanto blandengues.

Así fue como, semejante a San Agustín, también Santayana se encontró en medio del caos intelectual: “Pronto llegué a reconocer que la existencia se halla intrínsecamente dispersa, apoyada en sus diferentes momentos, y es totalmente arbitraria, no sólo en conjunto sino en el carácter  y en la incidencia    de cada una de sus partes.”

En algún momento hizo un hallazgo que empezó a arrojar alguna coherencia en su pensamiento: “Fue únicamente más tarde, leyendo a Fichte y a Schopenhauer, cuando empecé a verme en camino de una solución.”

De esta manera empezó a oír de los pensadores griegos de la antigüedad: “Yo, sin embargo, de los griegos sabía muy poco: las lecciones de filosofía y política de Harvard  no habían descubierto todavía a Platón ni a Aristóteles.” Agrega que en seguida se dedicó, con toda seriedad, a Leer a Platón y a Aristóteles.

Llegó a  la conclusión que, como antídoto del solipsismo, la vida debe tener belleza y armonía: “La belleza, en cuanto buena, es un bien moral…Pero todo impulso, o toda pasión, incluyendo la estética, resulta perverso en su efecto, cuando imposibilita la armonía en el tenor general de la vida, causando en el alma dispersión y ruina.”







































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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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