LEIBNIZ Y SU VACUNA CULTURAL


Como los príncipes de Las mil y una noche, el novelista tendría que dejar por un momento su narcisismo y mezclarse con la gente del mercado y escucharla. Conocer sus necesidades materiales, sus carencias y sus aspiraciones. ¿Qué lo nutre de la tierra y que patología le impide levantar el vuelo?

 Falta el naturalismo de  Thoreau que, al caer la noche, regresa del
campo con su mochila llena de notas, sus botas barrosas y sus sobacos sudorosos.

Encontraría el novelista  que “Los hombres necesitarían los idiomas, las lecturas, la conversación, las observaciones de la naturaleza y las experiencias del arte”, dice Leibniz. Encontraría que ese pueblo está desculturizado.

 No que alguna vez haya estado culturizado  sino porque, entre la economía demandante de su miserable sueldo mínimo, y lo sensacional de las noticias, no tuvo tiempo de allegarse información de calidad. Lo que hay de calidad en las pantallas es tan poco que casi pasa desapercibido. Y antes que  el libro de la Paideia llegue a sus manos llega el panfleto  con palabras calientes…

Por si fuera poco, periódicamente, cada cuatro o seis años, las elecciones de sus representantes populares lo saca de sus rutinas y lo hace sentir tan importante que con su voto podría cambiar al mundo. El infaltable plan B, que sigue a las elecciones,  también lo distrae cuando los economistas hacen responsables a los políticos y estos culpan a la oposición camaral y entre tanto ya subieron otra vez  los precios de la gasolina y el gas y con ellos el pan, las legumbres y la carne se fueron a las nubes y el sueldo mínimo se hizo más mínimo.

Se daría cuenta el novelista que algunos escritores, al estilo de Faulkner, Tolstoi, George  Eliot (Mary Ann Evans), Jane Austen, Tom Wolfe, John Updike, Margaret Mitchell, C.S. Lewis, no gustan mucho porque siguen el ritmo lento de los acontecimientos, al parecer intrascendentes.

Es la malformación que los medios y las películas proyectan en nosotros diariamente porque lo suyo es lo sensacional, no lo cultural.

El drama es que no sabemos ya cuál es la realidad. Alguien escribió una cosa por demás acertada aunque parece algo complicada: “el problema es que no sabemos qué es lo que no sabemos.” Sólo sabemos que la desculturización nos ha metido en el loco mundo de lo sensacional: “Hoy sólo hubo noventa muertos en la carretera 42, en la estación de trenes de la ciudad rusa de Volgogrado murieron 16 personas y otras 40 están heridas, debido a un atentado suicida, en Ciudad Juárez, frontera con Estados Unidos, aparecieron otras dos fosas clandestinas con cadáveres de mujeres, y damos la vuelta a la hoja buscando en la cartelera de los cines.

Se nos dificulta ya vivir en el estado de ánimo campirano. Alguien nos condicionó para lo sensacional, aunque eso desgaste nuestros nervios, nos haga vivir en la paranoia y creamos que    la aleatoriedad virtual de la pantalla de televisión es de alguna manera parte de nuestra vida.

Ese novelista, como los príncipes de Las mil y una noche, al regreso en su computadora, necesitaría decirle a su pueblo que muchos hombres de pensamiento de calidad, de todos los países y de todas las épocas, han escrito para nosotros obras valiosas, sólo hay que ir a su encuentro. Darles crédito y citarlos (no omitirlos, no negarlos), como un reconocimiento a su legado. Decirle que no fueron los extraterrestres los que nos trajeron esos libros sino hombres y mujeres de este planeta.

 Desde esta perspectiva de la normalidad reencontrada  veríamos lo de Volgogrado como una tragedia en toda su dimensión, no sólo como una noticia más y pasa la hoja a ver cómo quedó el partido de futbol entre el Barcelona y el River Plate. 

Decirle al pueblo del mercado que Jean Wahl, el filósofo marsellés, nos recuerda en su valiosa obra Introducción a la filosofía, que “debemos buscar allende una visión más rica y más adecuada de la realidad. El paso de nuestro espíritu por las grandes filosofías nos traerá siempre una ganancia inestimable. Debemos familiarizarnos con ellas y atesorarlas en nuestra memoria.”

Lo que Leibniz propone  es un antídoto parecido a las vacunas contra los virus patógenos. El bacilo de Koch lo tenemos en nuestros pulmones. Al llegar del exterior  un bacilo de Koch, nuestro bacilo  entra en acción y  lo vuelve inocuo. ¿Cuál sería nuestro bacilo de Koch cultural?

¡Las novelas!  Aquellas que eufemísticamente algunos dicen “novelones” o “ladrillos”.

Las novelas nos evaden de este mundo, dice la psicología, porque la pretensión es adaptarnos a este mundo de lo sensacional. Y lo que busca la filosofía es, efectivamente, alejarnos de este mundo patológicamente sensacional. Alejarnos  para encontrarnos con ese otro mundo de las grandes filosofías y atesorarlas en nuestra memoria. Ellas atesoran a la ética y a la moral que sujetan  las acciones de príncipes y pueblo.

José Ortega y Gasset escribió  que hay que leer novelas largas. Pero no al estilo de cómo nos ha acostumbrado la lectura del Internet: rápida y a saltos. No como si fuera una nota periodística diseñada para lectores apresurados que buscan el contenido de la noticia en el primer párrafo. Al contrario, ser lentos en degustar la frase, regresar a ella y guardarla en la memoria o en nuestra libreta de notas.

Meterse en el mundo de la novela larga. Y si encontramos una novela que nos guste, leerla cinco o diez veces. En una novela hay más información de la vida  que en las “historias   verdaderas”. Más información de la vida que en los diarios, además que nos  familiarizamos con el acto de la lectura y las maneras de pensar y redactar.
Santayana en su estudio

“Una narración somera no nos sabe: necesitamos que el autor  se detenga y nos haga dar vueltas en torno a los personajes…Todo lo contrario, por tanto, que el cuento, el folletín y el melodrama.”Ortega y Gasset fue el que (La deshumanización del arte) primero dijo esto.

Una novela también es un mundo fantástico que sólo existe en esa novela. Pero es una fantasía didáctica y terapéutica,  arrancada de la vida misma,  no  como (solamente) la sensacional  de las pantallas y los diarios.

Y lo que Leibniz dice  (en Nuevo tratado sobre el entendimiento humano, libro cuarto, capítulo I) es esto: “el que haya leído  más novelas ingeniosas  y escuchado más narraciones ingeniosas, ese, digo, tendrá más conocimientos que otro cualquiera, aun cuando no haya una palabra  de verdad en lo que se le haya descrito o narrado; pues la costumbre que tiene de representarse  en la mente muchas concepciones o ideas expresas y actuales, le hace más apto para concebir lo que se le presenta, y de seguro será más instruido y más capaz que otro que no haya visto, ni leído ni oído nada, siempre que en esas historias y representaciones no tome  por verdadero lo que  no lo es, y que dichas impresiones no le impidan discernir  lo real de lo imaginario, o lo existente de lo posible.”
 
Leibniz
“Gottfried Wilhelm Leibniz, a veces von Leibniz1 (Leipzig, 1 de julio de 1646 - Hannover, 14 de noviembre de 1716) fue un filósofo, lógico, matemático, jurista, bibliotecario y político alemán. Fue uno de los grandes pensadores de los siglos XVII y XVIII, y se le reconoce como "El último genio universal". Realizó profundas e importantes contribuciones en las áreas de metafísica, epistemología, lógica, filosofía de la religión, así como a la matemática, física, geología, jurisprudencia e historia.








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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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