Cuesta
soltar amarras y alejarse mar adentro, cada vez más lejos de la playa, cuando
se escribe una novela. Irse de lo convencional
e internarse en la locura del
lirismo.
Como un
escalador que emprende su ascensión y apenas vislumbra qué diablos pasará o que
no pasará y no obstante él sigue. Así el escritor que publicará o no
publicará y en todo caso será objeto de acertadas o de patológicas
críticas. Porque, como en el estadio de fútbol, donde sólo juegan 22 pero en las
gradas hay cien mil directores técnicos, por eso desde el principio Norman
Mailer señala que:
“Un joven o
una joven que quiere escribir debe ser
más que un poco maniático. Tiene que estar decidido a terminar su libro sin que
importe la cantidad de cadáveres psíquicos que queden en el camino, sin que
importe, tampoco, qué va a ser de él en el futuro.”
Es como lanzase nadando al mar y tener la
firme convicción que alcanzará la orilla
opuesta, aunque, cabe la posibilidad, que no lo logre… Pero, como dijo la
muchacha en la película Pic nic,
cuando la madre la disuadía que no fuera en busca del muchacho vagabundo, que no
lo iba a encontrar por que ya se había marchado la noche anterior en una tren
carguero, ella dijo: Puede ser que no lo
encuentre, pero valdrá la pena intentarlo.”
El mundo
dinámico del periodismo ofrece la oportunidad de escribir y ser leído, lo que
va redundando en cada vez más seguridad para escribir. Hasta que llega ser una
actividad tan familiar como amararse la agujeta de los zapatos.
Pero, salvo
el suplemento cultural o la cuarta página, sólo es la descripción de un hecho
real que se puede decir en media cuartilla. Los quince periodistas que
acudieron al acontecimiento lo van a relatar cada uno desde su subjetivismo
pero siempre bajo la camisa de fuerza de cómo, dónde, cuando, quién y para qué.
Distinto si
ese mismo asunto se escribe en quinientas cuartillas. Ya es tarea de un
novelista, no de reportero. Sobre la tierra firme donde
hay que desplegar el lirismo y muchos se detienen. Se desinflan al
llegar a la página treinta. En adelante, si se sigue, se corre la tentación de
volver al terreno seguro y, pronto, el escrito toma tintes de ensayo. Al estilo
de un poeta que frecuenta mucha filosofía, parecerá, cuando quiere emprender el
vuelo, a un pesado zopilote después de un hartazgo y no el vuelo nervioso y
ágil de un colibrí.
El orador
del mitin o el académico del seminario
fue el que se preparó con la mayor precaución para desarrollar el tema y
procurará no aventurarse en aguas profundas. Es precisamente en las aguas
profundas donde el novelista tiene que saber bucear muy bien.
Se trata ya
de dos programas de entrenamiento como el atleta de velocidad en los cien
metros o el corredor de maratón. Se puede imaginar a un experimentado
periodista que se sienta frente a su computadora y media hora después estará
enviando su buena nota al diario para su publicación.
Ahora
imaginemos al novelista que sigue bregando en su asunto después de cinco o tal
vez diez años. No sólo eso sino que para emprender ese escrito tuvo que empezar
a leer “como loco” desde veinte años antes. Tal vez la mejor metáfora sea la del músico de sinfónica que para interpretar,
en una hora, la Cuarta de Malher, necesitó preparase durante veinte años de su vida: “La gente joven suele
hacer solamente relatos breves y no
lanzarse a escribir ficción de mayor
extensión.”
Entonces hay
que empezar desde el principio. ¿Y cuál es el principio? Cuando el sindicato
convoca a una marcha de diez kilómetros, a través de las calles de la ciudad,
unos arrancan desde el punto de reunión señalado por la convocatoria. Otros
viajan en metro hasta la parada más cercana donde está instalado el templete de
los oradores del mitin con lo que terminará la marcha.
Los primeros
entendieron la intención de presión que encierra el acto, los segundos sólo
para firmar la lista de asistencia que contará para recomendar en la bolsa de
trabajo de la organización. En otras palabras, unos buscan realizar programas
para la sociedad y los otros sólo ven por sus intereses particulares.
En cultura
no hay atajos. La gente, y los obreros los primeros, poseen un sentido
desarrollado de lo que se conoce como percepción. Saben cuando la preparación
de un novelista arranca desde los
griegos y cuando empezó más acá o acaso no haya empezado. Hegel lo dice de otra
manera para las ideas que con pretensiones de originales, y de generación espontánea,
aparecen cada tercer día en los suplementos culturales: “son como pistoletazos
que salen de la nada.”
La profesión
de novelista es sobre todo una vocación. Una cuestión académica que se apoya en algo que va más allá del
panorama sensible o, lo que muchos
llaman, la razón vital. Se escribe para las entelequias y también para tener
dinero porque, sin dinero, no se va ni a la esquina de la calle donde vivimos.
Pero se escribe para que todos en este mundo procuremos
conservar, o recuperar, la cordura que desde las pantallas se empeñan en
ensuciar. Se escribe porque se tiene una razón suficiente para hacerlo y es la
asepsia mental general y particular del que lo hace: “El acto de escribir tiene
muchos propósitos y muchas motivaciones. Una de ellas es la búsqueda de la
propia cordura.” Y esa es la dicotomía
del escritor de novelas. Locura para escribir y cordura para existir.
Se escribe
desde la causalidad para conseguir mejores condiciones de vida para todos y
tener pan y carne para comer y vino para la mesa. Pero también para alimentar
lo que sólo está en las regiones del espíritu. Así ni Platón ni Demócrito se
sentirán ofendidos, más bien integrados. Listos para emprender el movimiento
espiritual lo que en filosofía se llama devenir con su herramienta de trabajo
el dialogo o dialéctica.
En una
ocasión Mailer escribió, en un trabajo titulado Piontificaciones, que “presionado por todas las tentaciones, debo
confesar que sucumbí y que pasé varios años trabajando a la vera del
periodismo; era mucho más fácil. Anoche me preguntaron qué haría si pudiera
hacerlo todo de nuevo. Les dije que si tuviera más disciplina me quedaría mucho
más cerca de la novela o sólo con ella.”
N.Mailer |
“Norman
Mailer nació en una familia judía. Se crió en Brooklyn, Nueva York, y en 1939
comenzó sus estudios de ingeniería aeronáutica en la Universidad de Harvard.
Allí empezaría a interesarse por la escritura y publicó su primer relato a los
18 años. Vivió sus últimos tiempos en Provincetown, Massachusetts. Habrá de
morir a consecuencia de una insuficiencia renal"
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