SANTAYANA, EL ÚLTIMO DE LOS FILÓSOFOS VEJESTORIOS


La Ironía del liberalismo, George Santayana, 1921

Santayana prefiere la libertad a la riqueza personal. No se crea que es un vagabundo, antisocial o alguna especie de existencialista. Sólo denunciaba que la riqueza personal era una trampa tendida por los oradores para engatusar a las masas de pobres obreros, hacerlos sentir importantes y enviarlos a la guerra a luchar por los intereses de esos  oradores.

Si el pobre combatiente tenía la suerte de regresar, aunque fuera mutilado, encontraría su casita, sentaría a su hijito en sus rodillas y, una vez más, pensaría en las pocas oportunidades que hay para trabajar, comer, estudiar, educarse y divertirse. Rambo, el ultra especializado boina verde para triunfar en los campos de batalla, le dice ahora a su instructor militar, cuando está de regreso en su patria, algo así como que ahora  ni para cuidar coches en los estacionamientos nos quieren.

 Ahora en la posguerra el obrero  estaba peor que antes de la guerra. Y seguramente asistiría  a la próxima manifestación contra la guerra aunque fuera en silla de ruedas entre la multitud. O aceptar, como es el tema de una novela de Hemingway, que su amada esposa haga el amor con otro porque a él en la guerra una granada le voló los testículos…

Este  trabajo de Santayana fue publicado en 1921, en Estados Unidos. Leído un siglo más tarde, se verá que Santayana, con sus voces de alertar al pueblo de “banqueta“, fue  un preclaro vidente al que nadie en realidad hizo caso. Él está consciente cuando escribe: “yo soy un vejestorio y casi un filosofo antiguo, y no cuento”.

Dice que los antiguos tenían mucha claridad que la libertad y la prosperidad difícilmente son compatibles; “Confiaban en que el Estado les condujera en la religión, las costumbres y el servicio militar; ni siquiera en la moral personal y familiar escatimaban la más estricta disciplina. Siendo pequeños y en constante peligro de destrucción, sus Estados necesitaban estar intensamente unidos.” 
Como fuera la vida,tenían cierto progreso en todos los órdenes.

Lo que hizo el liberalismo fue introducir el término “prosperidad”. El progreso era cultural, la prosperidad, en cambio, fáctica o inmediata. Como el contraste  de los contenidos de un buen  libro y de un diario.

Lo que hizo el liberalismo, de aquellos tiempos, fue diseñar el gran sofisma que prosperidad y libertad sí eran compatibles. Entre más compráramos éramos más libres. Se afirmó el derecho a interpretar libremente las Escrituras:”Un hombre sin tradiciones, si pudiera estar bien provisto, sería más puro, más racional, más virtuoso que si fuera un mero heredero.”

Eran ya cosas del pasado la mirada romántica en el amor, tocar la guitarra a la luz de la luna, abandonarse a la fantasía a la puerta de la iglesia y jurar un matrimonio para siempre. Como venía sucedido desde antes de la Edad Media.

Ahora, sí había liberalismo, había que ser libres en todo: “¿Qué libertad le ofrece el últimos de los radicalismo al corazón?-escribe Santayana-.La libertad del divorcio, del divorcio oneroso, con perjurios miserables y escándalo público, probablemente para volverse a casar en seguida, hasta el siguiente divorcio.”

Santayana no era dado a lo religioso, como si lo fueron Leibniz, Berkeley, Kierkegaard, Spinoza,Max Scheler  y en alguna medida el mismo Kant. Es probable que Santayana, dueño de una gran cultura, se fuera a vivir a Roma siguiendo  el sueño de estar en la tierra que habitaron Horacio, Séneca, Cicerón y toda la tradición filosófica grecolatina.

Pero también  este panorama del liberalismo, que buscaba sustituir progreso por prosperidad, haya motivado a Santayana a pasar  sus últimos veinte años de vida en Italia, donde a la sazón perduraba el matrimonio “para siempre” y los enamorados todavía  se decían cosas románticas a la luz de la luna.  Tal liberalismo chocaba tanto a su espíritu que acabó declarándose como un “vejestorio”, a tal punto, que no entendía plenamente siquiera  por qué la gente se hablaba por teléfono:

“A menudo me pregunto, viendo a mis amigos ricos, hasta qué punto sus posesiones son una ventaja y hasta qué punto un inconveniente. El teléfono, por ejemplo, es una ventaja si quieres estar en muchos sitios a la vez y atender a cualquier eventualidad; es un inconveniente si eres feliz dónde estás y con lo que estás haciendo.”

Santayana  conoció el teléfono de los que salen en las películas de Los Intocables. De haberse esperado medio  siglo más habría enloquecido al ver a sus colegas filósofos (estoicos) de academia con celular de 30 gigas, comunicarse en el mismo momento de marcar hasta el otro lado del planeta, con toda nitidez y viendo la cara  de la persona con la estaba hablando. Diez mujeres hablando por celular dentro una misma unidad del trasporte público. Dos  enamorados en el parque que en lugar de estarse haciendo el amor besándose y acariciándose, están hablando cada uno por su lado en el celular.  Mujeres y hombres de todas las edades sujetando el celular pegado a la oreja y manejando a toda velocidad con la otra mano en la que llevan un cigarro encendido. Alguien sentado en la taza del excusado con el celular en la mano por si alguien le habla. Parejas en el motel interrumpiendo el clímax de la entrega sexual para contestar el celular… Santayana habría enloquecido.

Encontró que lo  que estaba prometiendo ese liberalismo era hacer ciudadanos funcionales para el consumo. Arrancar, como lo hizo en la Revolución Francesa, los grandes contratos, hasta los pequeños, de manos del Estado y ponerlos en manos de los pequeños y grandes burgueses. Y pasar de una cosecha agrícola de autoconsumo a una economía de mercado especulativo.
Dibujo tomado de El Pais, España, 11 octubre 2014

El progreso, ese que habla de la educación académica y de la cultura, quedaba en un trasfondo poco visible. Porque la educación universitaria es costosa, muy cotosa, y las masas de obreros y sus hijos no podrían ni soñar con tener acceso a ella.

Y la universidad pública casi una ilusión sólo para llenar el expediente de nación moderna. Los presupuestos que los gobiernos del mundo  destinan para la educación pública (con excepción de dos países) son siempre magros.

Los exámenes de aptitud casi un sofisma. De veinte millones de jóvenes que hacen el examen serán aceptados trescientos mil. Los que mejor promedio pueden obtener. Ganaron los niños que en sus primeros cinco años de vida fueron alimentados con leche de alta calidad.


Los otros diecinueve millones y medio de rechazados habían sido alimentados, si bien les iba, con leche de escasa calidad pero eso sí abundante en grasas que lejos de alimentarlos los llevaba a la obesidad prematura. Mal alimentados, rechazados de la educación media superior, tenían que irse a la guerra a pelear por la tan anunciada prosperidad que les prometía el liberalismo.

Niño precarista en camino de hacer  examen de admisión.
Ilustración de Max. El País,España, 11-01-14

Santayana empieza así este trabajo: “Para los antiguos, que algo sabían de estas cosas, la libertad y la prosperidad eran difícilmente compatibles; sin embargo el liberalismo moderno quería reunirlos. Los liberales creen que la libre invención, la libre asociación y el libre comercio producen la prosperidad.”

Al final es cuando Santayana se declara un filósofo vejestorio. Lo imaginamos caminar lento por las calles de la vieja Roma, en la última etapa cronológica de su vida, meditando en las formidables  ruinas que el tiempo se tragó. Y diciendo: “Me grada deambular  entre las cosas hermosas que adornan al mundo, pero me aparto de la riqueza privada, o de cualquier tipo de posesiones personales, porque me quitan libertad.”

Y diciendo una vez más: “tal vez lo que el liberalismo aspira a casar no sea tanto la prosperidad como el progreso.”
 
George Santayana
“Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido como George Santayana (Madrid, 16 de diciembre de 1863Roma, 26 de septiembre de 1952), fue un filósofo, ensayista, poeta y novelista hispano-estadounidense. A pesar de ser ciudadano español, Santayana creció y se formó en Estados Unidos. A los 48 años dejó de enseñar en la universidad de Harvard y nunca más volvió a los Estados Unidos. Escribió sus obras en inglés, y es considerado un hombre de letras estadounidense. Su último deseo fue ser enterrado en el panteón español en Roma. Probablemente su cita más conocida sea «Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo», de La razón en el sentido común, el primero de los cinco volúmenes de su obra La vida de la razón o fases del progreso humano.”






















































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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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