EL SUICIDIO, SEGÚN CRISIPO


Vida de los filósofos más ilustres
 Diógenes Laercio

Sócrates recibe   la orden, que esperaba, de dirigirse a Ftía.

Morir entre los filósofos paganos era un acontecimiento feliz porque así  se podrá seguir platicando en Ftía, ya sin los requerimientos del cuerpo.

Decir “paganos” no es sinónimo de ateos, para todos. La etiqueta se refiere a tiempos precristianos.

Las necesidades primarias, y sobre todo, las secundarias, que son las ambiciones, modernamente llamadas consumismo, quitan el tiempo y no se puede dedicar plenamente a filosofar.

 En especial hay dos cuestiones que enloquecen a los humanos y son el  sexo y la guerra. Y, dice Margaret Mitchell, en Lo que el Viento se llevó, los hombres prefieren más la guerra que a las mujeres.

Todo eso hace mucha boruca. De ahí que morir era cosa feliz entre los filósofos paganos, porque era abrir la puerta  que les daba acceso a  Ftía,   donde reina la sabiduría.

Por el contrario, tener miedo a morir es aferrarse a cosas perecederas que, como la palabra lo dice, alguna vez desaparecerán también. Sólo basta mirar en nuestro entorno cercano y mediano para comprobarlo.

Sucede con el cristianismo. La muerte física es tener acceso a una existencia superior e imperecedera. A eso corresponde que los primeros cristianos cantaban de alegría cuando un ser amado fallecía. Su familiar iba a un mundo mejor. Llorar ahora  para el cristiano, por la misma situación, es una contradicción. Es querer que su familiar permanezca en un mundo finito y sobre todo es cuestionar  la voluntad de Dios. No es raro escuchar gritos desgarradores como: “¿Por qué te lo llevaste?”

Así que ambos, paganos y cristianos, van, con la muerte del cuerpo, en pos de una vida mejor. Sólo que en ambos casos no es lícito quitarse la vida. Porque el asunto se está tratando con gente de fe, con los dioses,  se les   llame en plural o en  singular.

Se ve a la muerte como el modo de ir al encuentro de una vida bella e imperecedera, no para huir de algo.

Cuando no se aspira a una estancia en la Ftía espiritual, y todo queda circunscrito a esta vida, al fenómeno, a la causa y el efecto, a la causalidad, se patentizan  con el suicidio manifestaciones de amar mucho a la vida. Pero una vida que ya no es vida, por así decirlo. Ya no son las condiciones aceptables. Y entonces, como protesta y en nombre de la libertad, se recurre al  suicidio. 

Schopenhauer lo dice de esta manera: “Quien se mata quiere la vida, sólo se queja de las condiciones en que ésta se le ofrece. No renuncia a la voluntad de vivir, sólo a la vida.”Y eso es todo.

En la antigüedad griega existió un filósofo  llamado Crisipo. Decía algo que parecía  aconsejaba el suicidio. Sus palabras están consignadas en Vida de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio: “con mucha razón el sabio se privará a sí mismo de la vida por la patria y por los amigos…”

No se quita la vida, la ofrece, llegado el caso, para el bien común. Piénsese en los que siguen la carrera de las armas, ejercito, bomberos, donadores voluntarios de sangre en los hospitales, etc.

Es  uno de los grandes fundamentos del pensamiento occidental. Negarse a sí mismo ( la famosa negación de sí mismo de Hegel en nombre del amor), si es el caso, buscando la salvación del otro. Historia de dos ciudades, de Dickens, ilustra esta idea a la perfección. Abatir el egoísmo propio para procurar una vida sana a la comunidad.

 La circunstancia es la que dice que se le ha enviado ya la señal de morir. Entre tanto, no está en él decidir morir. Así va a suceder con Sócrates.”Los dioses tiene cuidado de nosotros”, dijo Sócrates a Cebes, en el último día de su vida estando en la prisión de Atenas. Se refería  que a nadie le es permitido suicidarse, aun aquellos que tiene poderosas razones para hacerlo.

Sus amigos filósofos que acompañaban a Sócrates no lo entendían. 

Sócrates al rechazar la posibilidad de seguir con vida, por haber preparado sus amigos la huida, de hecho, les parecía a ellos que prefería morir, suicidarse. Pero a la vez Sócrates seguía diciendo qué, a todo creyente en los dioses, está prohibido suicidarse.

 El maestro les dice que los verdaderos filósofos aman la vida y por eso no llevan hasta el extremo, hasta el lujo, cosas primarias como comer, beber, y vestir.

 Aquello  es una manera muy refinada de suicidarse. Por lo menos cuarenta y cinco enfermedades mortales, cada una de ellas, llegan por la exageración en nuestra vida moderna.

 Al contrario, la sobriedad se obtiene rechazando las necesidades inventadas por el mercado. Sólo por la sobriedad se accede a la belleza incomparable del alma.

No les induce a entrar en un cuadro patológico de lo que ahora conocemos como la dupla anorexia-bulimia. Ni en el comer ni en el actuar.

 Nada más que  sobriedad.  Teresa de Jesús, la Santa de Ávila,  decía: “las perdices son las perdices y la espiritualidad es espiritualidad.”

Y puesto que, en la tierra, la muerte es esa separación del cuerpo y del alma, no hay porque temer a la muerte, ya que es el paso para vivir en aquella belleza inmensurable de Ftía. Es cuando Sócrates dice que “el alma del filósofo desprecia el cuerpo, y huye de él y hace esfuerzos para encerrarse en sí misma.”

Hasta aquí parece que está hablando a favor del suicidio. Es al revés. Si fue fiel hasta el último momento a las leyes de los hombres, también lo va  ser a los mandatos divinos.

Sócrates percibe que su condena, dada por los atenienses, es una señal del cielo mediante la cual le dice que es hora de partir para Ftía. Y para que no haya duda de que obedece a los dioses, y después la posteridad manipule su memoria, como suele suceder con muchísima frecuencia  con los pensamientos de los ya fallecidos, dice:

“Es justo sostener que no hay razón para  suicidarse, y que es preciso que Dios nos envíe una orden formal para morir, como la que me envió a mí este día.”


Crisipo
“Crisipo de Solos (Χρύσιππος ὁ Σολεύς, Chrysippos ho Soleus; n. 281/78 a. C., en Tarso o Solos (Cilicia) - 208/05 a. C., en Atenas) fue un filósofo griego, figura máxima de la escuela estoica. Ya en la Antigüedad, le llamaban segundo fundador de la Stoa, y hasta decían que «De no haber existido Crisipo, no existiría tampoco la Stoa». Diógenes Laercio escribió: «Si los dioses se ocuparan de dialéctica, utilizarían la dialéctica de Crisipo”.























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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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