Hace mucho
tiempo, en Atenas, Grecia, había una
campana colocada en la plaza principal. No cumplía las funciones de campana
pues carecía de badajo. Tenía otra misión.
Había sido
forjada por el dios Hefestos, conocido por los romanos como Vulcano, bajo el
monte Etna, en el mar Tirreno, y traída a Atenas por sus ayudantes los cíclopes
y los gigantes.
Era de oro
puro de 24 quilates con una pureza de 99.9%.Originalmente era de pureza 100
pero uno de los cíclopes sintió ganas de robársela y bajó en pureza. Fue cuando
Hefestos pensó en que la campana sirviera de una especie de termómetro de la
conducta. Lo dijo en griego antiguo pero quiere decir algo así como conductómetro. Parecido al alcoholímetro para conocer el grado de
bebida que ha ingerido el que va manejando un automóvil.
Como en el
siglo veintiuno hay aparatos para medir la presión arterial, la calentura
corporal, el ritmo cardiaco, la droga de la verdad, etc. Hefestos fue el
primero que empezó con esos inventos, con su famosa campana sin badajo.
Tomado del diario El País, de España. |
Pero él, para medir la conducta de los
humanos. Porque Hefestos, como dios que es, sabe que los humanos somos muy
ladinos y decimos una cosa para encubrir otra. Igual en filosofía, en la calle
del mercado como en campaña de elección los políticos a puestos públicos.
Si algún
habitante cometía un ilícito, aunque fuera con el pensamiento, la campana se
hacía opaca y era señal que las cosas en la comunidad no andaban bien. Sólo se
oscurecía por un momento y enseguida volvía a
su 99.9 por ciento.
Hefestos
había dicho que la campana recuperaría su 100 por ciento cuando alguien de la
ciudad se preocupara por la “ley” del oro, como dicen los joyeros. Aunque
nadie estaba seguro de qué ley se trataba.
Esa mañana
los amigos conjurados de Sócrates se reunieron en la plaza de Atenas. Como eran
muchos no quisieron levantar sospechas, yendo hasta la celda, y estorbar la
fuga del maestro a los carceleros que estaban en el secreto por
haber sido sobornados.
Decidieron
esperar reunidos en la plaza. Con la vista fija en la campana sabrían si la
fuga se habría consumado e irían al encuentro de su maestro para ocultarlo en
algunos de sus provincias. Sólo enviaron a uno de ellos llamado Critón, con un
reducido número de otros filósofos.
A Sócrates
las leyes de la república lo habían condenado a beber la cicuta porque recorría
calles y plazas enseñando cosas que, en el marco de la
filosofía, no iban con la constitución religiosa del lugar.
Es una
injusticia, le decía una y otra vez Critón a Sócrates. Y una injusticia se paga
con otra injusticia, es decir, huyendo. Todo está preparado. El juez ha
recibido regalo de tus amigos de los filósofos y esperan afuera para
encubrirte.
Pasaba el
tiempo y los filósofos, reunidos en la plaza frente a la campana, no veían
signos de alteración de la misma. Después Critón les contaría que, aun estando
en esos momentos tan apremiantes que se decidiría su vida o se cumpliría la
sentencia de su muerte, Sócrates se había puesto a dialogar con los otros pocos que habían acompañado a Critón.
Hasta, interrumpiendo un momento su discurrir, se había ido a dar un baño.
Finalmente
los filósofos de la plaza vieron que la campana se alteraba, pero…se había
cumplido el requisito que pusiera el dios Hefestos. La acampana ahora había
recuperado el 100 de pureza…
Más tarde,
cuando Critón y los otros se reunión con ellos, faltaba Sócrates.
El maestro me dijo algo que todavía no acabo de entender-les contó Critón-, y es que no aceptaba el indulto que el Estado le había otorgado a condición de abandonar su modo de hablar. A lo que me dijo que no se trata de sólo vivir, sino de vivir bien, con migo mismo, conforme las ideas de uno y llevadas a la práctica.
Porque si sólo tienes ideas y no las practicas
o hasta actúas en sentido contrario a cómo vas diciendo, entonces mejor beber
la cicuta. De otra manera te conviertes
en un virus patógeno que iras inficionando todo lugar donde te pares.
Otra cosa
que dijo el maestro es que aunque fuera una injusticia la que se cometía con
él, él debía respetar las leyes. Que si alguien no estaba conforme como se
llevaban aquí las cosas, era libre de marcharse a alguna de nuestras colonias,
o a otro Estado, como siempre ha sucedido con los que emigran a otros países.
Pero que si permanecía aquí, como nosotros lo hacemos, entonces hay que acatar
esas leyes.
Exactamente
lo dijo así: “la justicia me prohíbe fugarme y hacerlo sería desobedecer las leyes, esas leyes que me han alimentado
como madre y nodriza desde mi nacimiento hasta mi juventud y me han educado.”
Y cuando hice mi último intento de persuadirlo a la fuga, me contestó:”Critón, ¿qué Estado puede subsistir si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares?”
Le pregunté
si no tenía miedo de morir. Se quedó extrañado con mi pregunta. ¿Morir, quién
dice que voy a morir? “Allá” me esperan mis amigos los filósofos con los que
seguiré platicando?
-¿Cómo
puedes estar tan seguro de la
inmortalidad?-le pregunté.
¿Qué te
respondió el maestro?
Esto: “Me ha
parecido ver cerca de mí una mujer hermosa
y bien formada, vestida blanco, que me llamaba y me decía: Sócrates,
dentro de tres días estarás en la fértil Ftía”.
“Sócrates de Atenas
(en griego
Σωκράτης, Sōkrátēs; 470-399 a. C.)[1]
[2]
[3]
fue un filósofo clásico ateniense considerado como uno de
los más grandes, tanto de la filosofía occidental como de la universal. Fue
maestro de Platón,
quien tuvo a Aristóteles como discípulo, siendo estos tres los
representantes fundamentales de la filosofía de la Antigua Grecia.”
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