D.H.LAWRENCE Y EL CHISMORREO EN LA NOVELA


 

Conversar en la mesa redonda de filósofos, o en la reunión de obreros, en torno de una mesa de cervecería, sigue siendo dialéctica, que no es otra cosa que conversar.

Aquellos con método de ciencia y estos con nihilistas hipótesis, sin síntesis, pero vivida y sentida.

No podemos esperar que la palabra “chismorreo” tenga una  definición fácil.

¿De qué platican   los intelectuales en la Feria del Libro, en la presentación de las novelas que han publicado? De las vidas de las comadres en los lavaderos, personajes de sus novelas. O de la mujer que se arrojó a las vías del tren, por vivir entre dos hombres, como lo hizo Tolstoi.

Lawrence a los 23 años
Comer carne roja en lujoso restaurante, o comerla en el puesto callejero del mercado, sólo cambia el contexto  y el aderezo, pero sigue siendo carne roja. Así es la dialéctica, el conversar.

La novela encauza hacia nuevos horizontes nuestras vidas y deja atrás lo que ya no sirve, lo cual también ayuda a vivir. Se sirve de las experiencias del pasado pero no se vive en el pasado.

Pero también la novela puede glorificar los sentimientos más corruptos, escribe Lawrence en su novela El amante de lady Chatterley.

El Corifeo, en Las ranas, de Aristófanes, dice: "Vamos, a empezar ahora lo más pronto y haya palabras de buen gusto y elección, no pastiches ni vulgaridades."

Según Schücking las mujeres son las que más leen novelas. Y como de las lecturas salen las escrituras… Nos acordamos en este momento de las novelistas norteamericanas Margaret Mitchell y Louise Erdrich, las inglesas Emily Bronte y George Eliot, de la francesa George Sand… “También en Alemania las mujeres han tenido importancia decisiva en ciertos géneros literarios”, escribe Schücking.

Más adelante este escritor dice en El gusto literario:

“En los países anglosajones es hoy frecuente, mucho más que en Alemania, que los autores de las obras narrativas se quejan de que su público propiamente dicho se componga de mujeres y aleguen que a ello se debe el predominio de las historias de amor y el escaso realismo de sus relatos. Pero esta situación es antiquísima. Ya en la Edad Media las mujeres aparecen como las verdaderas lectoras de las novelas, aunque sea por el sólo hecho de que en general tiene mayor cultura, y saben leer, cosa más rara entre los hombres.”

La novela es el cuerpo de la composición lírica donde todo se puede contar, lo real, lo imaginario, lo imaginado con base en la experiencia real.

El chismorreo es la cantera donde se ejercita la dialéctica. Y eso sólo se da en los países democráticos. En los que se puede hablar con libertad de temas, sin límite de tiempo y si son dos o cuarenta individuos.

Va a depender a qué nivel se dé el chismorreo para que se le cuelgue la etiqueta correspondiente.

A nivel de piso son dos, o más, mujeres u hombres, que hacen chismes. Al parecer indiscreciones enredosas. Los escritores en sus novelas cuentan las vidas enredadas de las gentes.

Si observamos el tema desde el satélite parece que nadie sale ileso: Max Scheler vs Kant,  Berkeley vs Leibniz,      Schopenhauer vs Hegel…

Jean Wahl escribe en su Introducción a la filosofía: “Platón, Descartes, Spinoza, Malebranche, los hegelianos, Hamelin y Bradley, por un lado, y Hobbes, Hume, Kierkegaard y Bergson, por otro.”

Los críticos no están mejor posesionados en el arte o en la apreciación de alguna novela o película. En El Estilo literario J. Middleton Murry anota: “El crítico perfecto no existe”.

Pero además que es su profesión, remunerada para vivir, es buena ocasión para irrumpir entre los reflectores. Flaubert se quejaba de ellos, con motivo del lanzamiento de su obra La educación sentimental:

“Me tratan de cretino y de canalla…¡esos señores protestan en nombre de la moral y del Ideal. También me han despellejado en El Fígaro y en Paris…No dejan de asombrarme tanto odio y tanta mala fe.”

Así pues, el chismorreo, como la escala de valores de los filósofos, sólo es cosa de lugares en un  mismo casillero. O como la gama de grises, entre el blanco y el negro, del fotógrafo.

Pero leer, o el hábito de leer, no es cosa de generación espontánea. En los  países indoamericanos lo sabemos bien. Se rebanan los sesos sus autoridades, del renglón de la educación, para hacer que su población se ponga a leer.

Campañas oficiales van y campañas oficiales viene, Ferias del Libro van Y Ferias del libro vienen, y sus promedios de lectura no pasan de dos libros al año, o algo así. Por más bombos y platillos que se hagan en estos eventos y acontecimientos.

Leer viene de lejos, de muy lejos. Y hay que reconocer al “Viejo Mundo”. La escuela, pero, antes, la familia. Sigue diciendo Schücking:

“Como unidad espiritual y afectiva, la familia presupone una conexión entre los cónyuges, una relación entre padres e hijos y un afán común de lectura, que antes del siglo XVIII no se dijeron más que en casos muy excepcionales. La atmosfera espiritual que se formó a partir de entonces en el hogar burgués se alimentaba principalmente de libros buenos, que se leían en voz alta en el círculo de los padres y los hijos mayores. Desde mediados del siglo XVIII, el padre o la madre que leen algo a su familia es fenómeno típico en toda Europa.”

Luego Lawrence  puntualiza que: “La novela tiene la virtud de dar forma y encauzar hacia nuevos lugares la corriente de nuestra conciencia comprensiva, y también tiene la virtud  de alejar nuestra comprensión de realidades que ya están muertas….Pero la novela, lo mismo que el chismorreo, también puede dar lugar a espurios retrocesos y comprensiones de carácter mecánico, letales para la psique. La novela puede glorificar los sentimientos más corruptos siempre y cuando sean convencionalmente “puros”. En este caso, la novela, lo mismo que el chismorreo, llega a ser perniciosa.”

El cuerpo de la novela se compone de contar cosas. Escribir y leer novelas lo hace el que tiene cosas que contar- aprender, información, cultura, intuición. Por eso la mujer lee y escribe novelas, por la intuición. Bergson dice que la intuición es esa unión de instinto e inteligencia.
Lawrence
 
“David Herbert Richards Lawrence (Eastwood, Inglaterra, 11 de septiembre de 1885 – Vence, Francia, 2 de marzo de 1930) fue un escritor inglés, autor de novelas, cuentos, poemas, obras de teatro, ensayos, libros de viaje, pinturas, traducciones y crítica literaria. Su literatura expone una extensa reflexión acerca de los efectos deshumanizadores de la modernidad y la industrialización,2 y abordó cuestiones relacionadas con la salud emocional, la vitalidad, la espontaneidad, la sexualidad humana y el instinto.3 4 Las opiniones de Lawrence sobre todos estos asuntos le causaron múltiples problemas personales: además de una orden de persecución oficial, su obra fue objeto en varias ocasiones de censura; por otra parte, la interpretación sesgada de aquella a lo largo de la segunda mitad de su vida fue una constante. Como consecuencia de ello, hubo de pasar la mayor parte de su vida en un exilio voluntario, que él mismo llamó "peregrinación salvaje". Wikipedia

 

 

 

 

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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