Saramago, Todos los nombres

Todos los nombres

De qué sirvió pelearse en esta vida, ser vanidoso, fatuo y neurótico, si al final los huesos de todos andarán para allá y para acá

¿Será cierto que estamos o sólo soñamos? Este pensamiento del poeta náhuatl desconocido puede ser una síntesis apretada para explicar la novela Todos los nombres. Todos los nombres que existen en los expedientes de los vivos en el Registro Civil. Todos los nombres de los muertos que hay en los expedientes del Panteón civil. ¿Cuál es la diferencia de fondo? En los dos se registran. Con que a los del panteón se les quite la cédula de defunción ya no contarían entre los muertos. ¡Regresarían de alguna manera al mundo de los vivos!

Entre la brutal realidad del Registro Civil, y la febril imaginación de don José, el lector se va metiendo en un relato raro al principio y misterioso más adelante, aterrador y a la vez encantador. Sólo la imaginación de un pobre y oscuro escribiente puede cambiar y dar realidad a tan extraordinaria aventura.

Don José es un modesto escribiente que durante más de veinte años se la ha pasado anotando los datos de las personas en los expedientes del Registro Civil. De pronto le da por investigar la vida de una persona de un documento que de manera fortuita se le cae de las manos. Era el de una niña pero que ahora ya debe ser una mujer de treinta y tanto años. Le dedica las siguientes semanas a esta labor y sólo para descubrir que era casada, divorciada y  acababa de suicidarse. Eso no lo detiene y empieza a sentir una pasión necrófila hasta el punto de ir a conocer la tumba en la que la mujer  fue enterrada.

El mismo Saramago explica, ya muy avanzada la novela, todo el meollo de la trama: “ una mujer que se suicido por motivos desconocidos , que había estado casada y se divorció , que podría haber vuelto a vivir  con los padres después del divorcio, pero que prefirió  continuar sola , una mujer que como todas fue niña y muchacha, que ya en ese tiempo, de una cierta e indefinible manera, era la mujer que llegó a ser, una profesora de matemáticas que tuvo su nombre de viva en el Registro Civil junto con los nombres de todas las personas vivas de esta ciudad, una mujer cuyo nombre de muerta volvió al mundo vivo porque este don José fue a rescatarlo al mundo de los muertos, apenas el nombre, no a ella, que no podría un escribiente tanto”.

Es otra vez la metáfora del hombre solo aprisionado por la sociedad en la que hay   compañeros de trabajo, pero no amigos, y cada uno de estos son potenciales enemigos, siempre impacientes a manifestarse para agradar al jefe. El Sol, la risa de la gente, el calor de la familia, el trato próximo y cotidiano de la mujer no existen para don José, personaje central y casi único de la novela. Es otro de esos trabajos en los que predomina el soliloquio sobre el diálogo.

El Registro Civil, donde trabaja don José, despiadada institución que lleva la memoria de los nombres de los individuos vivos. Sombría, obsoleta tecnológicamente y a la vez eficaz en su cometido. Tarde o temprano cada uno de los nombres formará un expediente que será arrojado a sus polvosos anaqueles.

Como en Herman Hesse y en Camus, es la vida sin color, el destino implacable que avanza impertérrito con sus engranes triturándolo todo a su paso. Schopenhauer, el patrono de los escépticos y los suicidas, parece estar detrás de todo esto, dictando página tras página al autor y dirigiendo los pasos de los personajes.

Sin embargo no es la prosa de Dostoweski que exige lectores casi sádicos para seguir la trama. La prosa de Saramago es amena, familiar y en todo momento invita a seguir leyendo. Es como si su escritura buscara en todo momento no incomodar al lector.

Cierto que su redacción, como la de varios novelistas suramericanos,  parece tener la influencia de Joyce. Usa los puntos y seguidos y el  aparte. Pero con más frecuencia pone una mayúscula después de una coma. No utiliza los recursos para saber quién está hablando o deja de hacerlo. Tampoco  los signos de admiración. En el mismo renglón pueden estar dialogando dos personajes, sin separación previa  que advierta este hecho. Y ahí mismo el autor meterá sus observaciones en tercera persona a rajatabla. Confiando que sea el cerebro del lector, no la técnica de redacción, la que separe convenientemente todo el embrollo.

Más no hay problema de entendimiento en este anárquico modo de presentar la redacción. Efectivamente, la mente del lector va ordenando, separando y uniendo las diferentes partes del asunto aunque muchos elementos del mismo estén juntos a lo largo de un párrafo de cinco o diez páginas. Es como en el relato oral en el que el interlocutor no necesita que el que habla vaya diciendo: punto y aparte, sigue coma, ahora punto seguido. Simplemente oye y ordena el relato.
Desde luego también  podemos ver a don José como una criatura nietzscheana rebelde que se levanta desde su mundo gris contra el sistema, la rutina, la tradición y el Estado. Saramago, al igual que Hesse, escribe llenando la imaginación de públicos antitéticos. Es el escritor que ofrece con éxito  la Fata Morgana entre los intelectuales. Las diversas ideologías lo reclaman para sí: “Es de los nuestros”, se les oye decir.

Entre tanto  la obra fue adquiriendo, casi de pronto, un cierto ambiente de ultratumba, como en Juan Rulfo. Un extraño pastor que lleva a sus rebaños de ovejas a comer al panteón y se entretiene en cambiar de tumba los nombres de los muertos ahí sepultados. Aquí es cuando Saramago ofrece una reflexión para los que en esta vida se la toman muy en serio. Hay una escena en el panteón en la que el curador del lugar ordena presentarse en persona a unos contendientes. La moraleja parece ser de qué sirvió pelearse en esta vida, ser vanidoso, fatuo y neurótico, si al final los huesos de todos andarán para allá y para acá, revueltos, impotentes, entre la tierra del panteón, su osario o su crematorio común.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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