Se trata de una “herramienta” de vital utilidad. Sus puntas, al penetrar la nieve de la superficie por la que subimos o bajamos, son todo lo que nos mantiene en contacto con este mundo. O con este planeta, para no parecer escatológicos.
Sin embargo su presencia y su modo de usarse es algo que no se discute con énfasis. En México, ya fuera por economía precarizada o por falta de información, se usaban, hacia medidos del siglo veinte, entre crampones de marcas importadas, austriacos, franceses, alemanes, etc., crampones “hechizos”. En cualquier taller de herrería los confeccionaban. Era un buen esfuerzo artesanal pero sin emplear los materiales adecuados, para las bajas temperaturas, y la dureza del hielo mexicano (muy compacto), no era raro que las puntas se rompieran ocasionando accidentes mortales. O bien no se sabía cómo amarrarlos. O no se sabía cómo pisar la nieve con ellos.
He encontrado un valioso testimonio, cuyo autor es Agustín Velázquez L. y rescatado por Agustín Tagle, de lo que puede suceder sino prestamos atención a los crampones. Agustín Velázquez fue un testigo presencial de los sucesos aquí relatados pues él participó en la ascensión al Popocatépetl donde se originaron los accidentes. En un momento se refiere a lo que ocasionaron los contratiempos: “amarrados con trapo”. Lo que sigue es un extracto de su interesante y ameno relato, que trascribo literalmente.
Los dibujos con los que acompaño esta nota se deben a la creación de Manuel Sánchez y fueron sacados del libro Técnica Alpina (páginas 110, 112, y 113), editado en 1978 por la Dirección General de Actividades Deportivas y Recretaivas de la Universidad Nacional Autónoma de México, bajo al dirección de su titular Alejandro Cadaval Torres. Se consideran los modos de amarre con cinta y los de correa.
“Dos grupos del Club Alpinista Coyotes salieron de la ciudad de México, el 19 de noviembre de 1939, con la idea de subir el Popocatépetl. Hacían ambos grupos un contingente cerca de 50 montañistas.
Nosotros, que íbamos a comenzar la nieve, nos estábamos poniendo los crampones, el sol ya estaba fuerte, Nos dimos cuenta que la nieve que cubría todo el volcán estaba bien lisa y congelada, era un bloque de hielo sólido. En esas condiciones la ascensión se hacía más que difícil, peligrosa. Ya no hacía frío, el cielo muy azul y completamente despejado, una mañana hermosísima.
El grupo retrasado había dado apenas unos cuantos pasos en el hielo duro, cuando de pronto se desprendieron de arriba tres individuos de los grupos del lado izquierdo, venían con mucha velocidad dando vueltas de reguilete de campana y tropezando unos con otros, gritaban terrible y dolorosamente; los de los demás grupos también les gritaban y en un momento cayeron a nuestros pies. Terrible nuestra confusión y miedo al ver que a uno de ellos le salía sangre por los ojos, por la boca y por la nariz, y era que en los encontronazos que se dio con sus compañeros de caída, le habían clavado los crampones en la cara, y le manaba sangre a borbotones.
De los otros dos, uno tenía una mano muy picoteada y otra que durante el descenso metía al hielo como queriendo frenar con ella, resultó carcomida casi toda la carne, pues casi se le veía el hueso. Todo sucedió a pesar de que llevaba guantes. El tercero, mejor librado, tenía una oreja destrozada y un lado de la cara carcomida, también por los golpes en el hielo.
Había podido apreciar que el accidente de estos hombres se debió a que llevaban amarrados los crampones con cintas hechas de trapos; bueno, habían pagado caro ese error. Después de pasados unos 20 minutos, cuatro más de los del grupo de la izquierda caían cual si fueran muñecos.. Contra los reflejos del sol tal parecía que volaban y esto era cierto, porque a veces se levantaban hasta metro y medio de la nieve, y cuando volvían a caer sobre su inesperada pista, levantaban polvo blanco, como si la nieve estuviera muy blanca o estuviera hecha de polvo. Estos también gritaban horriblemente y nosotros también les gritábamos cosas incoherentes como estas: "estate rígido", "cúbrete la cara", "no sueltes el piolet", etc. A estos cuatro ya no pudimos ir a atenderlos, porque cayeron algo retirados de nosotros.
Seguíamos subiendo, y a veces, cuando el cansancio nos vencía por la pesada mochila que todos llevábamos, nos queríamos sentar…
Durante uno de estos pequeños descansos oímos un griterío de arriba y nos levantamos cuando vimos venir sobre el hielo un hombre acostado con la cara hacia arriba y la cabeza hacia adelante, los brazos no los traía extendidos sino rígidos pegados al cuerpo.
Cuando pasó por la derecha, cerca de nosotros también le acompañamos con gritos: -¡NO TE MUEVAS! ¡SIGUE ASÍ!-, y siguió así su carrera y fue a parar a un lado de la cañadita de Las Cruces.
Casi todos los grupos ya iban llegando al borde del cráter, nosotros solamente le habíamos transpuesto más de la mitad y uno de los que ya iban llegando al cráter se vino abajo y todos gritaron: -"¡Allá va otro!"-.
Todos se abrían para dar paso al caído y éste gritaba mientras se deslizaba con velocidad increíble. Este pobre hombre terminó la nieve y siguió en la arena haciendo un surco. Yo no supe más de si lo encontraron o no. Llegamos al cráter y cuando estábamos sobre él cayeron dos más. A uno de ellos trataron de pararlo metiendo un piolet delante de él, resultado: le rompieron una pierna, sacó más heridas de las debidas porque de todos modos no lo pararon, el otro quedó también muy mal herido.
. En la bajada y ya para terminar, uno del grupo Sindicato Mexicano Electricistas quiso echarse un tobogán y se deslizó unos 15 metros, metió los crampones, cayó de boca y allí paró, cuando se levantó tenía la cara como si cien gatos le hubiesen arañado la cara”.
Como sea, hay más peligro en cruzar la calle de una ciudad que en escalar montañas (hacer click en video)
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Justificación de la página
La idea es escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.
Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.
En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.
Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.
Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.
Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?
Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.
Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).
Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.
Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…
Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.
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