Melville con Moby Dick

Todos tenemos algo del capitán Ahab.
Esa es la lección que nos deja la obra Moby Dick, del escritor estadounidense Herman Melville, editada en 1851.

Un determinismo que nadie puede aceptar. Somos muy celosos del derecho a decidir nuestro destino. ¿O el destino nos decide? “Un destino trazado un millón de años atrás”, dice el capitán Ahab al referirse a su destino.


También lo dice el personaje misterioso del muelle antes que el barco zarpe en busca de la Ballena Blanca: “Todos morirán, menos uno”.

En un mundo cada vez más laico rechazamos las rancias profecías. Estén en el Popol Vuh o en el viejo libro de los judíos o en los  Upanishads o en la Tira de la Peregrinación de los aztecas. Hay predilección de zenonizar todo lo que huela a metafísica. Todo, hasta el amor, tiene una explicación química dentro de la causalidad. La más reciente manera de zenonizar sería que la Ballena Blanca es la metáfora de una naturaleza que se cobra caro lo que los hombres han hecho en su detrimento.

Todos vamos persiguiendo una (Ballena Blanca) idea. Si el ritmo es de baja intensidad la llamamos idea o plan o programa o proyecto  o meta. Si es de alta intensidad la llamamos obsesión. O patología. Aun el no-ser de los antiguos  pensadores griegos  o de los santones de la India tienen su obsesión. Deshacerse de su yo mediante el no-desear.

Como sea,  la Ballena Blanca es perseguida por  el científico que en su laboratorio observa con afán el desarreglo de las células que provocan el cáncer. Veinticinco años o más puede estar observado  a través del ocular de su microscopio.  El agiotista que sueña con su otro millón de euros. El adicto que busca su copa de alcohol o su morfina o su cigarro. El académico que quiere llegara ser rector.El alpinista que sueña escalar la ruta más difícil. El indigente callejero que se aísla totalmente de la sociedad dentro de la sociedad. El futbolista que busca ser el más grande goleador. El luchador social que quiere sus reformas estructurales del Estado. El orador de barrio que quiere llegar a ser presidente de la república. El corredor que busca implantar el record de menor  tiempo-mayor distancia. El empleado que quiere llegara ser el jefe de la oficina. El “pepenador” que busca botes vacíos ente la basura  para venderlos en el almacén de fierros viejos. Todos- decían los viejos pensadores griegos- todos buscamos cómo llenar el día. La mejor manera es buscar una Ballena Blanca.



La Ballena Blanca es la metáfora de la acción que desarrollamos y, persiguiendo ese “proyecto”,para bien o para mal, arrastramos a otros en nuestro afán u otros nos arrastran tras de si.

Es una enorme novela al estilo de Lord Jim, de Stevenson o La Montaña Mágica, de Mann. Su argumento es sencillo: buscar por todos los mares una ballena blanca. Su color dice que no es una ballena cualquiera. La buscan no para vender su carne o aprovechar su aceite. Para matarla porque esa ballena ha matado ya a muchos cazadores de ballenas. Al capitán Ahab le ha comido una pierna. Su idea fija es vengarse de la Ballena Blanca.

Es una locura, dice el capitán Starburck. es el segundo en el mando después de Ahab.  Starbuck es el marinero profesional, lógico y lúcido en todo momento. “¿Dios nos ampare de semejante idea!” exclama. Y otro personaje, llamado El Caníbal, sabe de alguna manera que esa locura los llevará a la muerte. Entra en un estado de ánimo especial para esperar la muerte por inanición antes que la Ballena Blanca acabe con ellos.  Llama al carpintero y le pide que le haga un ataúd. De madera. Starbuck se refiere a él como el sobreviviente de un  anacronismo tribal. Son supersticiones.



No podemos aceptar ser animales de laboratorio experimental que, dentro de una enorme cápsula de cristal, alguien nos pongan palancas para aprender en cuál de ellas podremos obtener  comida y en cuál no. Una disyuntiva que, creemos, podemos decidir en nombre de nuestro libre albedrío. Parece que hasta las ratas de laboratorio piensan eso, que ellas deciden.
Portada del libro de Editorial Bruguera,S:A:Barcelona,España,1986

Y cuando el capitán Ahab finalmente muere víctima de su pasión, y los hombres espantados ven cómo, enredado entre cuerdas de los arpones clavados en el lomo de Moby Dick, el capitán es llevado hacia las profundidades oceánicas atado al lomo de la ballena… Es cuando   el capitán Starbuck debería dar  la orden de regresar al barco. Volver al puerto donde  esperan a los balleneros  sus afligidas familias. Pero en ese momento, Starbuck, el más sensato de los hombres, grita, contagiado de la locura de Ahab: “¡Somos balleneros y debemos matar a Moby Dick!”. Y la tripulación, en ese momento bogando en sus frágiles lanchas, un instante antes estupefacta de terror, siguen a Starburck y también gritan: ¡”Si, somos balleneros, muerte a Moby Dick!”.



Una y otra vez arponean a Moby Dick. Y una y otra vez Moby Dick vuelve y los va destruyendo. Y cuando en la superficie no ha quedado una sola lancha, una y otra vez Moby Dick arremete contra el barco hasta destruirlo y hundirlo.

Sólo uno logra subir a la superficie. Cuando cree que sucumbirá  en medio del océano, ve cerca el ataúd de madera que era para El Caníbal.

Solo él regresa para contar la locura en la que los hombres suelen caer, con más frecuencia de lo que creemos…

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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