Morris en el Zoo Humano

El autor interpreta la historia humana y la mete en el esquema de la zoología. En ocasiones con tesis  forzadas pero defiende la vida y vale la pena leerlo con atención. Su libro más conocido es El mono desnudo. Tiene la inclinación, propia de muchos escritores de su tiempo, mediados del siglo veinte, de explicar todo por el sexo.

Desmond Morris nació en Wiltshire, Inglaterra, en 1928. Se doctoró en  Oxford y se dice que, como antropólogo, es uno de los más destacados investigadores del comportamiento humano y animal.

En el capítulo sexto hace unas observaciones que se refiere al equilibrio de las actividades del humano que, de no observarse, hay problemas de salud en lo individual y en la sociedad. Tan sencillo como ir a la ciudad si es del campo o ir  al campo si es de la ciudad. La gente lo hace pero no en el sentido que lo dice Morris.

En tiempo de vacaciones millones de citadinos abandonan la ciudad, millones llenan las carreteras y se van juntos por millones a la playa y juntos por millones regresan a la ciudad. La patológica proximidad no se rompió. La cuestión es que toda la belleza de la ciudad, su confort, su calidez humana, no se aprecia sino se le ve desde lejos aunque sea por medio día.

Cuando este alejamiento no se da, la conducta se deforma, la salud s e deteriora, los hospitales y las cárceles se saturan y las notas rojas de los periódicos y los noticiarios televisivos es cuestión de todos los días: “Si habita uno en la ciudad, es bueno pasar un tranquilo fin de semana en el campo como desestimulante, y si uno es campesino es beneficioso pasar un día en la ciudad como estimulante. Esto obedece a los  principios equilibradores de la lucha  de estímulo. Pero si dura más tiempo, el equilibrio se  pierde”.

No hay diferencia entre un habitante de la ciudad y un animal cautivo. Para la ratita de laboratorio de experimentación alguien desarrolló una ruta en la cual, si resuelve el acertijo, al final encontrará comida. En el humano la economía, la mercadotecnia, la política nacional y la macro, también han trazado una ruta. La sobrevivencia está antes que nada y la cultura, y con ella el vagabundear por los campos y las montañas, casi se han olvidado. El precio es  el sobrepeso corporal, el estrés, la acidez estomacal…

La idea es que estamos prisioneros de nuestro gran invento que es la ciudad. Y como existimos muy juntos y cada vez somos más, la conducta  se altera y nuestra salud física y mental se alteran: “El moderno animal humano no vive ya en las condiciones naturales de su especie. Atrapado, no por un cazador al servicio  de un zoo, sino por su propia inteligencia, se ha instalado en una vasta  y agitada casa de fieras, donde, a causa de la tensión, se halla en constante peligro de enloquecer”.

La realidad desmiente el mito de la solidaridad en la ciudad. A raíz de los sismos  de 1985, en la ciudad de México, se vivió una solidaridad inusitada que impactó al mundo en la labor de rescatar a los heridos y los muertos de entre los escombros de los edificios colapsados  En realidad sólo fue una solidaridad emocional. En la vida habitual las calles están congestionadas de vehículos particulares cuando deberían privilegiar el uso del trasporte colectivo. ¿Dónde quedó la solidaridad? De 110 millones de mexicanos 90 usan teléfono celular sin cuidarse de la contaminación química que provoca cuando, los aparatos inservibles, se vaya la basura, máxime que el país no cuenta con una realidad  a doc para conjurar el peligro. ¿Dónde quedó la solidaridad?

El deporte mismo, tremendamente masivo, como no hay dos, el futbol, del que  se han escrito abundantes  argumentos sociológicos terapéuticos, en realidad tiene una enorme carga de estrés  y consecuencias por partido clásico, o de campeonato, que lesiona a la gente (no  a la reventa de boletos). Empezando porque la sociedad, partida en dos, queda antagónica. Al grado que en estos encuentros  s e necesita desplegar una enorme vigilancia policiaca para tratar de evitar enfrentamientos de los bandos adversarios.

Se cree, o al menos se dice, que la televisión acerca a los pueblos. Pero no hay tal comunicación social porque s e trata de un sistema unilateral donde nada más habla el locutor y la gente escucha. El viejo sistema de leer notitas del público, que llegan a la estación difusora o al canal televisor, o el  moderno recurso  de twitter, twittear, twitteros, en nada s e parecen ni de lejos a un intercambio de pareceres respecto de la planeación de la programación. El 70 por ciento consiste en anuncios, el 25  de programas para retrasados y sólo el restante 5 por ciento acaso sea de calidad. Los noticieros electrónicos y los diarios impresos son los que moldean cierto tipo de conducta entre la gente: “La mayoría de nosotros  adquirimos nuestras  ideas sobre el homicidio de los artículos periodísticos  y los novelistas tienden a centrar su atención en los homicidios  que más pueden hacer subir  las cifras de ventas  de publicación de libros”.

Al final parece que mucha  gente encontró la soñada soledad.  Durante horas el individuo ha dejado de conversar con la familia porque está atento viendo los mundos virtuales  de la pantalla de su televisor. Actúa como si hubiésemos llegado al mundo como hojas en blanco en las que todo está por escribirse. Pero no es así. Si no hacemos caso a eso que Carl Jung llama el inconsciente colectivo, que es algo así como la herencia humana de los millones de años que tiene el hombre,  entonces sí, escribe  Morris, la ciudad s e puede volver  “una gigantesca casa de locos”.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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