Tom Wolfe recuerda el movimiento hippy

Tom Wolfe
Wolfe describe cómo en la década de los noventas, del siglo pasado, en muchas partes de Estados Unidos se estableció la moda de tratar a los niños de esas escuelas para que no fueran tan inquietos. Inquietos propios de la temprana edad pero esta conducta se empezó a etiquetar como una patología.

Se diagnosticaba que esos niños tenían una alteración a la que se le llamó “trastorno por déficit de atención” TDA. Algo así como una dolencia física neurológica. Una generación atrás los niños, jóvenes y aun adultos, pasaban las horas jugando “futbolito”. Un contendiente de cada lado de la mesa manipulando las barras de los pequeños jugadores de plomo para meter en la portería el minúsculo balón de plástico. Entre tanto otros muchachos observando el encuentro esperando que uno perdiera para entrar a sustituirlo. Como hacen los “retas” en el frontón. Nadie dijo entonces que tal actividad lúdica fuera una patología individual y social.

En los noventas la euforia del futbolito  había pasado. En su lugar estaban ahora  las tremendamente movidas caricaturas de la televisión y los videojuegos en los comercios de la calle. Para paliar esta actividad, considerada ya como alteración de la conducta, se  empezó a  tratar a los niños   con un fármaco. En su libro El periodismo canalla, Tom Wolfe  escribe: “a lo largo y ancho del país encontramos una generación entera de niños, cientos de miles de niños, tratados con el fármaco mágico contra el TDA: Ratilín, el nombre comercial que en Estados Unidos los laboratorios CIBA-Geneva han dado al estimulante metilfenidato”.

Agrega que él se enteró de la existencia del  Ratilín en 1966, en San Francisco, mientras investigaba para un libro sobre el  movimiento psicodélico que el mundo conoció como “hippy”. Cierta parte del género hippy era conocida  como “Monstruo de las anfetaminas” y un subgrupo de este “Monstruo” se hacía llamar “Ratilín Head”:

Añade:
 “A los Ratilín Head les chiflaba el Ratilín. Era fácil verlos sumidos en el éxtasis de un viaje con Ratilín. Ni un movimiento, ni un parpadeo. Permanecían inmóviles, absortos en cualquier  cosa. Una boca de alcantarilla, la línea de sus propias manos-indefinidamente…entre una comida y otra, durante largos periodos del  insomnio…El nirvana absoluto del metilfenidato…Entre 1990 y 1995, las ventas de Ratilín se incrementaron un seiscientos por ciento, y no porque aumentara el apetito de esta subfamilia de Speed Freaks en San Francisco, sino porque una generación entera de niños estadounidenses, desde los alumnos , de las mejores escuelas privadas del nordeste hasta los de las  misérrimas escuelas  públicas de Los Ángeles  y San Diego, estaban enganchados  al metilfenidato, diligentemente administrado a diario por sus camellos  particulares, las enfermeras de los colegios”.



A Tom Wolfe se le ha llamado en Estados Unidos como el padre del nuevo periodismo.Escribe respecto de los más polémicos temas por los que atraviesa la sociedad y como novelista  alerta del descenso de la  narrativa norteamericana.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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