E. O´Neill en Largo viaje hacia la noche.

Eugene O´Neill
El autor nació el 16 de octubre de 1888. Dos veces le otorgaron el Premio Pulitzer (1920 y 1922) y el Nobel en 1936. Murió el 23 de noviembre de 1953. Terminó de escribir Largo viaje hacia la noche y le pidió al editor que se publicara hasta veinticinco años después de su muerte. Probablemente por tratarse  de una obra cuya estructura  se apoyaba mucho en su familia. El autor contrajo un constipado que derivó  en tuberculosis.

Una soleada mañana  del año 1912 da comienzo los hechos de esta obra de teatro de E. O´Neill. Aun así, una pantalla verde ilumina parte de la sala.

Eugene O´Neill fue hijo del famoso actor  norteamericano de teatro, de finales del diecinueve y principios del veinte,  James O´Neill, y de Mary Ellen Quinlan.

Mary Cavan Tirone es un personaje creado teniendo enfrente a su propia madre del autor. Esta mujer es, como el eje central del relato. Se recordará que en Una gata sobre el tejado de zinc caliente de T. Williams, una mujer  también es la pieza clave de esta obra de teatro.

 La familia fracturada por el comportamiento del grupo familiar. La madre es drogadicta y el padre es alcohólico. Edmund Tirone, hijo menor del matrimonio, también es aficionado a la bebida. En un diálogo con su padre, recuerda a los personajes de  Malcom Lowry (cita unos versos de Baudelaire): “Siempre has de estas embriagado. Lo demás carece de importancia: esto es lo único importante. Sino deseas sentir el horrible peso del tiempo sobre tus hombres…” Edmund estaba tuberculoso.


 No está ausente la afición a los estupefacientes. Al final va a encontrar este grupo la unidad. No es el clásico final feliz. Se trata de un buen contraste frente a la soledad que viven sus personajes en lo individual. En el principio del tercer acto de la obra hay un diálogo entre Mary Cavan Tirone  y Cathleen, una doncella de la casa,  ambas  dicen sus cosas pero cada quien refiriéndose a su mundo.

Singular modo en que el autor describe la soledad de nuestro tiempo: cada quien arrebatando la palabra  pero sólo para decir sus cosas sin importar lo que el otro, o los otros, estén diciendo. 

Matrimonio deshecho, hijos suicidas, una madre drogadicta y un hijo alcohólico, es en efecto, Un largo viaje hacia la noche.

Esta autobiografía familiar  de O´Neill nos trae a la memoria los contextos  en los que se desarrollan los grandes problemas de la sociedad de las lecturas de Ibsen, Strindberg,  Conrad y Yeats. Desde luego  Shaw. Pero su libro de cabecera era Zaratustra. Dice que aprendió el alemán sólo para leer a Nietzsche en su idioma.

Podemos asomarnos el espíritu abierto de O´Neill al conocer las lecturas en las que nutrió su cultura.  No se le puede encasillar  entre los “intelectuales unilaterales”. Era católico de origen irlandés, escribiendo en la sociedad de los cristianismos liberales de Estados Unidos y teniendo como autor favorito a alguien que mata a Dios en cada página.

En una carta escribió al crítico y ensayista Benjamín de Casseres: “La influencia Zaratustra ha sido mucho mayor que la de cualquier otro libro. Lo encontré en la librería de Benjamín Tucker a los dieciocho años y, desde entonces, siempre he tenido un ejemplar y lo releo cada uno o dos años… O’Neill aprendió alemán para poder leer a Nietzsche en el original”.

 Por un lado la crítica literaria le reconoce la utilización del monólogo interior, dejando congelada la acción de cada personaje. El espectador tendrá que imaginar lo que el actor siente o decide.
Y por otra parte, como una contradicción, s e le critica que sea tan explícito y sus personajes explique todo, no dejando nada la imaginación. En otras palabras, se critica a  O´Neill por  no dejar hablar a lo no dicho. A lo implícito.

Al final  O´Neill  tiene un pensamiento que puede ilustrar, en este tiempo en que s e tiene la firme creencia que el humano, trasladado a otros planetas,  será diferente a  como es aquí en la Tierra:  “El problema, querido Bruto,  no está en las estrellas, sino en nosotros”.

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Justificación de la página

La idea es escribir.

El individuo, el grupo y el alpinismo de un lugar no pueden trascender si no se escribe. El que escribe está rescatando las experiencias de la generación anterior a la suya y está rescatando a su propia generación. Si los aciertos y los errores se aprovechan con inteligencia se estará preparando el terreno para una generación mejor. Y sabido es que se aprende más de los errores que de los aciertos.

Personalmente conocí a excelentes escaladores que no escribieron una palabra, no trazaron un dibujo ni tampoco dejaron una fotografía de sus ascensiones. Con el resultado que los escaladores del presente no pudieron beneficiarse de su experiencia técnica ni filosófica. ¿Cómo hicieron para superar tal obstáculo de la montaña, o cómo fue qué cometieron tal error, o qué pensaban de la vida desde la perspectiva alpina? Nadie lo supo.

En los años sesentas apareció el libro Guía del escalador mexicano, de Tomás Velásquez. Nos pareció a los escaladores de entonces que se trataba del trabajo más limitado y lleno de faltas que pudiera imaginarse. Sucedió lo mismo con 28 Bajo Cero, de Luis Costa. Hasta que alguien de nosotros dijo: “Sólo hay una manera de demostrar su contenido erróneo y limitado: haciendo un libro mejor”.

Y cuando posteriormente fueron apareciendo nuestras publicaciones entendimos que Guía y 28 son libros valiosos que nos enseñaron cómo hacer una obra alpina diferente a la composición lírica. De alguna manera los de mi generación acabamos considerando a Velásquez y a Costa como alpinistas que nos trazaron el camino y nos alejaron de la interpretación patológica llena de subjetivismos.

Subí al Valle de Las Ventanas al finalizar el verano del 2008. Invitado, para hablar de escaladas, por Alfredo Revilla y Jaime Guerrero, integrantes del Comité Administrativo del albergue alpino Miguel Hidalgo. Se desarrollaba el “Ciclo de Conferencias de Escalada 2008”.

Para mi sorpresa se habían reunido escaladores de generaciones anteriores y posteriores a la mía. Tan feliz circunstancia me dio la pauta para alejarme de los relatos de montaña, con frecuencia llenos de egomanía. ¿Habían subido los escaladores, algunos procedentes de lejanas tierras, hasta aquel refugio en lo alto de la Sierra de Pachuca sólo para oír hablar de escalada a otro escalador?

Ocupé no más de quince minutos hablando de algunas escaladas. De inmediato pasé a hacer reflexiones, dirigidas a mí mismo, tales como: “¿Por qué los escaladores de más de cincuenta años de edad ya no van a las montañas?”,etc. Automáticamente, los ahí presentes, hicieron suya la conferencia y cinco horas después seguíamos intercambiando puntos de vista. Abandonar el monólogo y pasar a la discusión dialéctica siempre da resultados positivos para todos. Afuera la helada tormenta golpeaba los grandes ventanales del albergue pero en el interior debatíamos fraternal y apasionadamente.

Tuve la fortuna de encontrar a escaladores que varias décadas atrás habían sido mis maestros en la montaña, como el caso de Raúl Pérez, de Pachuca. Saludé a mi gran amigo Raúl Revilla. Encontré al veterano y gran montañista Eder Monroy. Durante cuarenta años escuché hablar de él como uno de los pioneros del montañismo hidalguense sin haber tenido la oportunidad de conocerlo. Tuve la fortuna de conocer también a Efrén Bonilla y a Alfredo Velázquez, a la sazón, éste último, presidente de la Federación Mexicana de Deportes de Montaña y Escalada, A. C. (FMDME). Ambos pertenecientes a generaciones de más acá, con proyectos para realizare en las lejanas montañas del extranjero como sólo los jóvenes lo pueden soñar y realizar. También conocí a Carlos Velázquez, hermano de Tomás Velázquez (fallecido unos 15 años atrás).

Después los perdí de vista a todos y no sé hasta donde han caminado con el propósito de escribir. Por mi parte ofrezco en esta página los trabajos que aun conservo. Mucho me hubiera gustado incluir aquí el libro Los mexicanos en la ruta de los polacos, que relata la expedición nuestra al filo noreste del Aconcagua en 1974. Se trata de la suma de tantas faltas, no técnicas, pero sí de conducta, que estoy seguro sería de mucha utilidad para los que en el futuro sean responsables de una expedición al extranjero. Pero mi último ejemplar lo presté a Mario Campos Borges y no me lo ha regresado.

Por fortuna al filo de la medianoche llegamos a dos conclusiones: (1) los montañistas dejan de ir a la montaña porque no hay retroalimentación mediante la práctica de leer y de escribir de alpinismo. De alpinismo de todo el mundo. (2) nos gusta escribir lo exitoso y callamos deliberadamente los errores. Con el tiempo todo mundo se aburre de leer relatos maquillados. Con el nefasto resultado que los libros no se venden y las editoriales deciden ya no publicar de alpinismo…

Al final me pareció que el resultado de la jornada había alcanzado el entusiasta compromiso de escribir, escribir y más escribir.

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